viernes, 2 de enero de 2009

Cuba eterna

Fue el faro de la esperanza de la izquierda latinoamericana, y ahora es una mezcla de nostalgia para los viejos socialistas, un destino turístico disociado para la clase media alta, y un misterio para la mayoría. Cuba, la Cuba comunista creada por Fidel Castro, tiene una importancia en el imaginario político y social mucho más grande de lo que su deterioro socio-económico y su peso político realmente merecerían. La revolución ha cumplido 50 años, que es más de lo que muchos sistemas políticos que postulan estabilidad logran alcanzar. Hace tiempo que dejó de ser una revolución, y no creo exagerar cuando digo que nadie sabe realmente qué busca el sistema político salvo la permanencia. De Heráclito a Parménides, podríamos decir.

He tenido la fortuna de conocer Cuba como no conozco otros países. He ido tres veces, la primera en las buenas épocas del socialismo realmente existente, y las otras dos en pleno período especial. No tengo idea de primera mano de cómo está la cosa ahora, pero cierta impresión me queda por lo que conocí y por la oportunidad de conversar con quienes han ido hace poco.

Lo que caracterizaba a Cuba en los ochenta era la convicción de la mayoría de la gente de vivir en una sociedad que funcionaba, con futuro. No digo que no habían disidentes o desadaptados; incluso había cierta disociación entre aquellos que reclamaban su socialismo al mismo tiempo que te pedían chicles o que les vendieras los jeans a cambio de puros. Las contradicciones eran llamativas, y los contrastes aún más: una mañana de sábado, en una zona comercial del centro de La Habana, el altavoz saludaba la revolución, invitaba a que se comprara de "modo responsable", y luego atacaba a todo volumen una copia de Sussudio de Phil Collins, para que nadie dejara de escucharla. Las colas eran un arte y una fiesta, porque nadie las hacia en realidad: el método del "último" era fantástico, por bastaba preguntar quién tenía "el último" para saber detrás de quien habia que colocarse cuando llegara la hora de comprar lo que se quería comprar, y mientras tanto se esperaba conversando, fumando y pasándola bien. Nadie parecería especialmente estresado con las particularidades del modelo, y se superponían algunos servicios para cubanos y para turistas, como ir a Varadero por el día. Recuerdo un día en el Parque Lenin, donde vendían las hamburguesas más raras que he comido: pura carne, sin nada más, ni siquiera mucha sazón. Un sandwich de jamón y queso requería una operación compleja y burocrática de pesado de cada ingrediente entre dos o tres personas que alargaban la espera.

Años después, en los noventa, el contraste era brutal. Nadie hablaba de nada. Habían opiniones oficiales y comentarios dictaminados por los jefes. Nadie se hacía responsable de nada, pero ahora no había casi nada, todo giraba alrededor del dólar y la ambición era sobrevivir las carencias. Profesionales entrenados en ciencias puras manejaban el alquiler de vehículos en hoteles para extranjeros, y ya no había hoteles para cubanos. El socialismo espontáneo de la calle ya no existía.

Peor aún: La Habana estaba llena de prostitución. Una de las taras contra las que la Revolución se alzó en 1959 estaba rampante en cualquier hotel, donde chiquillas y también chiquillos (pero muchísimo menos de ellos) estaban al alcance de cualquier turista interesado. El país vivía por las divisas y los trabajos en hoteles, formales o no, alimentaban corrupción, menuda y de sobrevivencia, pero corrupción al fin. El sistema, que siempre había luchado por aplastar la iniciativa individual y la expresión de ideas no oficiales, ahora sí tenía que luchar contra ellas. Suficiente para terminar de desencantar a cualquiera que quisiera mirar con atención. Sin el apoyo, el subsidio soviético, solo quedaba el viejo autoritarismo y la agresividad para mantener el modelo.

Me queda el recuerdo contradictorio de una escena de mi primera visita: unos muchachos jugaban el exótico deporte del fútbol en una calle de La Habana, cuando una pelota cayó lejos, entre árboles y pastizales desbocados. Uno de los jugadores fue por la pelota, cuando observé como un soldado con AK-47 al hombro se acercaba y con mucha torpeza trataba de patear la pelota, maniobra ajena al cubano común. Luego supe que el soldado custodiaba una instalación militar que como las escuelas, no tenía murallas o cercos alrededor.

¿Seguirá siendo así Cuba? No tengo idea.

Buenos comentarios:
Martín Tanaka, José Alejandro Godoy.
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