martes, 11 de junio de 2013

2013 = 1984, o el Ojo que todo lo mira ya está entre nosotros


El viernes 7 de junio fue un día singular en el Perú: una victoria de la selección de futbol acompañó la denegación del pedido de indulto a Alberto Fujimori y la condena a cadena perpetua a Artemio, el último líder senderista reconocible. Pero las alegrías locales tienen que ponderarse a la luz de los hechos globales. El 7 de junio se reveló la escala del espionaje que el gobierno de los EEUU comete cotidianamente, no contra agentes extranjeros o gobiernos enemigos, sino sobre ciudadanos comunes y corrientes del mundo entero, y de su propio país. Ese día PRISM fue puesto a la luz

PRISM es un programa de recolección de datos ejecutado por la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), un organismo que depende del Departamento de Defensa de los EEUU, y que tiene como tarea recoger información de señales, o SIGINT, tanto como proteger los sistemas informáticos del gobierno. SIGINT es algo que todos los gobiernos hacen, y por lo general, las leyes de cada país establecen normas claras sobre cómo realizarla. En los EEUU, donde existen protecciones constitucionales para evitar las búsquedas policiales sin autorización judicial, siempre se entendió que era imposible que los ciudadanos fueran espiados por su gobierno, de no mediar causa probable, es decir una sospecha fundada, y mandato judicial explícito. La herramienta principal usada para ejecutar PRISM tiene el coqueto nombre de Boundless Informant, (informante sin límites), y se trata de minería de datos, es decir programas que revisan abundante colecciones de datos para encontrar patrones que se consideren significativos. 

PRISM es parte de una larga tradición, iniciada en la Guerra Fría, de herramientas de SIGINT altamente sofisticadas. Una de las primeras fue ECHELON, un programa que desde al menos 2001 se conoce como la herramienta principal para extraer información de redes públicas de telefonía, enlaces de microondas y transmisiones satelitales. PRISM tiene la gracia, singular, que no se toma el trabajo de buscar información en las redes de telecomunicaciones, sino que se conecta directamente a los servidores de datos de las empresas más grandes de servicios de Internet, que son de los EEUU: Google, Apple, Facebook, Microsoft, Yahoo. AOL, y sus respectivos servicios como Skype, Gmail, Hotmail y YouTube.

¿Qué busca? Patrones de actividad que sean considerados indicativos de actividades terroristas o potencialmente terroristas. Exactamente qué es considerado como tal, es difícil saberlo porque como corresponde en los casos de inteligencia militar, nadie va a revelar qué es lo que apunta al enemigo. 

PRISM afecta pues, a todo aquel que use alguno de los servicios más populares de la Internet. Lo hace sin autorización explícita de ningún gobierno que no sea el de los EEUU, y tampoco está claramente establecido el alcance y las capacidades en juego en las normas, por lo demás secretas, que sustentan el programa al interior de la legislación de los EEUU. Fue creado en el gobierno Bush II pero continuado y potenciado en el de Obama, y es simplemente la consagración del Estado de Vigilancia más sofisticado, pervasivo, dañino y potencialmente peligroso para cualquier ciudadano del mundo que ha sido imaginado. Y todo se hace bajo el principio de proteger a los EEUU de ataques terroristas. 

La paranoia posterior al Once de Setiembre ha alcanzado escalas inimaginables. Como se reportado ampliamente, por ejemplo en el New Yorker, las agencias de seguridad de los EEUU tenían una serie de proyectos en carpeta que fueron aprobados sin mucha reflexión luego de aquellos atentados, bajo la égida de la llamada “presidencia imperial”, que considera que bajo estado de guerra, el presidente de los EEUU tiene autoridad para imponer cualquier medida que sea útil para defender al país. La definición de “estado de guerra” es entonces la clave más importante: aunque Obama ya no habla de “guerra contra el terrorismo”, la sigue asumiendo como un estado constante que amerita la vigilancia total sobre todo lo que podría ser útil, a pesar que bajo ninguna comprensión medianamente sensata, la “guerra contra el terrorismo” no es más que una extensión del trabajo detectivesco y policial que todos los Estados que alguna vez han tenido que enfrentar grupos terroristas han realizado. Dicho de otra forma: se vuelto un conflicto bélico aquello que es de origen político y de resolución policial. 

Autores como Anthony Giddens o Michel Foucault, desde las ciencias sociales, o George Orwell desde la literatura, han llamado la atención sobre la vocación de poder absoluto que acompaña al Estado moderno. Encandilados por el potencial de la tecnología, no parece haber límites al interés por vigilar y monitorear cada acción, cada potencial amenaza, sin importar el grado de intrusión o violencia que implican la vigilancia y el monitoreo. La continuidad política que va desde las búsquedas ridiculamente intensas en los aeropuertos hasta PRISM es la señal de los tiempos que vivimos: el Estado como vigilante por encima de cualquier derecho, bajo variantes retóricas del viejo “el que no la debe, no la teme”. Si un ciudadano no hace nada malo, no tiene por qué preocuparse de la vigilancia, porque no lo afectará. Solo los “chicos malos” podrían ser afectados. Pero el Panopticon digital tiene consecuencias...

Incluso aceptando esa premisa, la idea que la vigilancia no es mala si uno no lo es, es una aberración profunda. En el fondo, el Estado contemporáneo en las democracias liberales occidentales se está pareciendo cada vez más al Estado totalitario o autoritario de la vieja y para nada llorada órbita soviética: aquellos que se portan bien no tienen nada que temer. Qué importa si el principio es que la vigilancia solo tiene razón de ser cuando existe justificación para hacerla, consagrado en cientos de constituciones, comenzando por la cuarta enmienda de la Constitución de los EEUU. Lo importante es la seguridad, en manos de aquellos que sí saben qué es lo bueno y qué es lo malo. 

No estamos en un escenario de crimentales o de policía del pensamiento, quizá. Pero la actitud de fondo es muy parecida. El Estado puede y debe definir lo correcto y lo incorrecto, y vigilarnos para que estemos seguros, tranquilos y felices. Si nos desviamos, el castigo es inevitable; la garantía que ese desvío no será tolerado es la vigilancia. Ese es el Mundo Feliz que la tecnología en manos de poderes descontrolados nos ofrece. 
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Si PRISM te parece indignante, aunque no creas que puedas algo, dilo: firma este petitorio para que al menos se sepa que para muchos, en todo el mundo, la idea de la vigilancia constante es repulsiva. 

Iré añadiendo enlaces y más datos para enriquecer el artículo. Por favor, si te parece relevante, no dudes en copiarlo y difundirlo. 

domingo, 9 de junio de 2013

Universidades: las (malas) ideas en debate

Los últimos días han mostrado una pequeña guerrita de comunicados sobre el tema de la reforma universitaria, a raíz de la discusión que desde el Congreso se promueve para tener un dictamen antes que termine la legislatura. La intención de reformar la universidad peruana es sin duda valiosa y la necesidad, más o menos evidente. Las respuestas no siempre son interesantes o válidas.

¿Se investiga poco en el Perú? Sin duda. Pero eso es reflejo de varias cosas: falta de fondos, pero también una economía que no está orientada a la Innovación, sino que reproduce productos, servicios y técnicas hechas en otras realidades. La universidad no parece servir de mucho y por eso una cantidad respetable de innovaciones en el campo, por ejemplo, de la ingeniería civil, no son adoptadas por la industria local; mientras las universidades siguen investigando, a su propio ritmo y bajo sus propias premisas.

Más dinero cambiaría esto pero no haría que las universidades súbitamente se integren mejor al sistema económico / industrial del país: se requiere acciones multisectoriales para ello. Lo que menos va a servir es crear vicerrectorados de investigación como mandato legal, porque en realidad ni todas las universidades tienen que estar orientadas a la investigación, ni se requiere una estructura jurídicamente obligada para que esto ocurra. Tampoco se va a aumentar la investigación obligando que las licenciaturas se otorgen solo con tesis. Ambas banderas son enarboladas por la ANR en un comunicado publicado el domingo 9 de junio, y no tienen más basemento que la buena intención.

Lo que lleva al tema de garantizar la calidad de las universidades. La ANR reivindica ese rol para ella, pero si ven cómo "intitula" en su horrendo sitio web el comunicado que está enlazado arriba, y consideran eso como señal del profesionalismo que se puede esperar de ella, comprenderán que es como estar por lo menos desconfiados con que cuenten con la calidad para garantizar la calidad. El punto de fondo es cómo garantizar independencia, que la cuestión de la calidad sea vista ni por el poder político, que puede ser un desastre manipulativo, ni por las mismas universidades, que mucho no han hecho por el tema. Que la cosa es compleja, lo refleja claramente la indefinición de las universidades privadas del Consorcio, que incluyen a la PUCP, y que han sido capaces de preparar un comunicado en el que piden que no se cree un organismo en el poder ejecutivo, pero que no plantean entonces qué organismo, bajo qué régimen y con qué grado de independencia, debería ver el problema de la calidad.

Entonces, ¿qué buscar? Creo que mis ideas, en la medida que sean relevantes, son consistentes: ni pretender que no hay un problema, ni creer que todo se soluciona con una ley ni mucho menos con imposiciones que no reflejen la realidad. Se necesita más dinero, pero también más información. Se necesita estándares, pero sobre todo verificación que se los use. El mercado funciona, pero perversamente: la gente estudia en la universidad pero los empleadores ignoran títulos, e incluso grados avanzados, porque se sabe que no significan nada. Mejor sería que el mercado funciona al inicio del proceso, cuando se toma la primera decisión, pero eso no es fácil de lograr.

Un sistema nacional de acreditación, que no sea manejado solo por las universidades, podría ser un primer paso, y la ley podría darle la fuerza necesaria. Hay que tenerle paciencia porque sus efectos no van a ser inmediatos. Pero otra tarea sería informar: cosas tan simples como un inventario de recursos materiales y humanos, y tablas comparativas de precios formales y ocultos, serviría un montón. En el tema de investigación, más que soluciones al interior de cada universidad, un sistema nacional de investigadores que fomente la movilidad y que garantice que aquel que está calificado tenga acceso a recursos y que su status sea respetable por cualquier universidad, sería un avance, al obligar a cualquier universidad a darle las facilidades necesarias para hacer su trabajo de investigación.

¿Será posible? No lo creo. Por un lado es mover mucho el bote, y por el otro tenemos esta tradición lamentable de creer, contra lo que nos dice la historia, que la solución a todos los problemas es una ley que imponga sistemas que luego son ignorados por todos, salvo por los funcionarios que corren todo el tiempo para demostrar que el sistema existe. Soluciones más modestas a problemas concretos en vez de intentos sistémicos condenados a ser ignorados: ojalá se pudiera...