lunes, 26 de diciembre de 2011

De Alaska a Tuvalu, o las fábulas vistas a través de un experimento natural

Aunque no sean personajes con mucha credibilidad, algunos proponen como solución a los conflictos creados por el reparto de recursos provenientes de cánones varios el llamado método Alaska: darle la plata directamente a la gente. Así, los supuestos miembros de la manada se individualizarán, y comenzarán a actuar como agentes racionales. O quizá simplemente gasten la plata en trago. Al menos, no habrá paternalismos, no habrá ONGs, no habrá estado de por medio. Cada cual usará la plata como buenamente quiera.

La referencia a Alaska viene de la práctica, en dicho estado de los EEUU, de darle plata a la gente de frente, sin tantos rollos. O al menos eso se dice. Según otras fuentes, de casi tan dudosa seriedad intelectual como los promotores locales de la idea, no es toda la plata que ingresa por beneficios de explotación de recursos naturales, y es un dividendo de un fondo, ni siquiera la plata misma que sale de los recursos. Claro, a veces es más, a veces es menos. Lo que sí es cierto es que se entrega el dinero directamente a los ciudadanos, los que lo pueden usar para lo que quieran.

¿Por qué funciona? Puede haber varias razones, incluyendo que en una sociedad desarrollada pero con espíritu de frontera es más fácil funcionar con relativamente pobres servicios públicos; o que en realidad la vida en Alaska requiere inversiones permanentes en infraestructura para asegurar la calidad de vida de cada familia; o que la población, relativamente pequeña, no crecerá a pesar de la dádiva estatal porque vivir en Alaska no es precisamente fácil, y la gente no anda corriendo tras la idea de un clima ártico. Sea como sea, es un caso que se presenta como favorable. Se supone un buen ejemplo del igualitarismo en base a activos, que a la larga permite que los individuos hagan uso de los recursos de mejor manera que cualquier burocracia.

Pero también hay casos completamente opuestos. Veamos uno casi ejemplar.

En 1998, el dominio de nivel superior de Internet .tv comenzó a venderse. Contra lo que se pueda creer, no quiere decir “televisión”, sino “Tuvalu”, un grupo de islas en el Pacífico, antes llamadas la Islas Ellice, la tercera nación independiente menos poblada del mundo, con modestos trece mil y pico de tuvaluanos, con un área que la coloca en el cuarto puesto de las más pequeñas del mundo. Los países recibieron, allá por 1982, un código de dos letras basado en un estándar de la ISO (organización internacional de estándares, seguro un complot rojimio), para designar los sitios de Internet en su territorio: nosotros somos .pe, los amigos del sur, .cl, los chinos .cn, los sudafricanos .za, y así.

Tuvalu, sin recursos naturales, ni siquiera agua, de pronto descubrieron que su .tv era una activo en estos tiempos de vida digital. Una compañía californiana compró el derecho de explotación del .tv por 40 millones de dólares de hace 13 años, y de pronto estas islas precariamente colgadas del Océano Pacífico, listas para ser tragadas por las aguas en crecimiento cortesía del calentamiento global, tenía plata de sobra. Gastaron 10 millones en pavimentar los caminos, y el resto se fue en darle la plata a cada ciudadano.

¿Qué hicieron los ciudadanos? Mejoraron su estándar de vida. Se volvieron emprendedores, compraron autos, pusieron hoteles para ecoturismo, comenzaron a venderse entre ellos servicios que no habían podido ni siquiera soñar.

Pronto los autos comenzaron a caer en desuso, los ciudadanos comenzaron a engordar por la falta de ejercicio y la dieta de cosas importadas para la que no estaban genéticamente preparados, y las iniciativas emprendedoras no dieron resultado. Se descubrieron no solo igual de pobres, sino con peor salud, con un ambiente hecho pedazos, y con la amenaza del calentamiento global exactamente igual que antes. Esta nota del Guardian cubre la situación bastante bien.

En otras palabras, el igualitarismo individualista había fallado. No solo porque se tomaron decisiones absurdas, sino porque incluso las decisiones que parecían sensatas, como ser emprendedores, no tuvieron sentido en el contexto general de las cosas; y sobre todo, porque las decisiones individuales, que para cada quien eran racionales, crearon una cascada de efectos sociales que terminaron siendo altamente negativos: la decisión individual de comprarse un carro significó el resultado social del colapso ambiental en dos partes: contaminación por gases, y por desechos industriales a quedar abandonados los vehículos malogrados. La realidad social se impuso, odiosa ella, sobre los sueños de la racionalidad individual.

Si se comenzar a repartir dinero en Cajamarca, ¿estaríamos en Alaska, o en Tuvalu? Probablemente en algo intermedio, pero de ninguna manera habríamos solucionado los problemas que llevaron a la situación en la que estamos. Toma mucho tiempo corregirlos, y en la mayoría de los casos alguna forma de solución colectiva es necesaria: mejores colegios, mejores servicios, mejor infraestructura. Ciudadanos con visión de sociedad y de mediano y largo plazo. Empresas ancladas en la comunidad.

Repartir plata puede hacer a algunos ricos, a otros más pobres; sin duda, en un país con continuidad territorial, atraería a mucha gente dispuesta a cambiar su domicilio legal para recibir plata, sin que el gobierno regional pueda hacer nada. Lo que actuar como generoso déspota oriental no hará, es solucionar los problemas de la sociedad, que es más que la suma de los individuos que la habita. Esa es la lección de ambos experimentos naturales.

El subdesarrollo nuestro se manifiesta en nuestro gusto de pelear por el gusto de pelearse, pero también es no tener con quién contar, saberse expuesto al poder de otros cuando el estado no juega de tu lado. Las carencias del país van más allá de su gente o de sus líderes porque son, para usar la palabreja, estructurales. Por ello, requieren de recursos que enfrenten estructuralmente los problemas.

Que nos falta mucho, sin duda. El conflicto de irracionalidades varias que ha sido Conga lo demuestra de la peor manera. Que repartir plata parezca una solución para algunos, es solo demostración que ciertas irracionalidades son más irracionales que otras.

Publicado originalmente en Noticias SER, 14/12/2011.

martes, 13 de diciembre de 2011

El planeta ANR

El fetiche estatista y reglamentarista que domina nuestra nación sigue en pie. Puede que tengamos 21 años de discurso liberal sobre la importancia del mercado pero en algunas cosas seguimos igual que antes, creyendo que basta que el estado se pronuncie a través de una ley para que todo cambie.

Ahora es la idea de impulsar la investigación en las universidades lo que trae una tontería mayor. Las lamentables cifras de investigación y desarrollo del Perú tienen que ver con la falta de recursos universitarios, pero también con la ausencia de innovación en las empresas y la inexistente articulación de empresas innovadoras con universidades. Un ministerio no va a arreglar eso, porque el problema es económico, no universitario o científico / tecnológico; obviamente, si existiera recursos para una inyección impresionante de plata podríamos estar en un escenario distinto, pero es improbable que eso ocurra bien.

¿Por qué digo "bien"? Porque la clave está en que no se trata solo de plata, sino de inversión orientada a resultados. Los fondos tienen que ir a donde habrán impactos directos en la economía y en la innovación, y tienen que haber mecanismos de validación competitiva. Dar plata no más, no sirve.

¿Cuál es la solución para la falta de investigación? Según los genios burocráticos del congreso y de la ANR, que las licenciaturas sean otorgadas solo mediante una tesis.

Hay dos grandes argumentos en contra de ese razonamiento. El primero es simple, y remite a que el título profesional es una certificación de capacidad para hacer algo, y como tal tiene requerimientos distintos a los de un grado académico. El título demuestra que uno puede hacer lo que un profesional hace, y no siempre el mejor camino para demostrarlo es una tesis, es decir una investigación planteada bajo las premisas de la ciencia normal, con todas las gracias habituales. Incluso, muchas tesis terminan siendo algo distinto: sistematizaciones de experiencias, por ejemplo, que realmente no son tesis.

El segundo es la impresionante ignorancia del gran argumento en favor de las tesis: que son necesarias para aumentar la investigación en las universidades. Esto es más complicado por lo amplio del argumento y los distintos niveles de absurdo que implica.

En primer lugar, las universidades con grandes tradiciones de investigación están descansando en doctorados, no en licenciaturas. La investigación compleja y realmente novedosa se hace ahí. Bajo ese criterio, el siguiente paso para aumentar la investigación será que todos los cursos deben tener una monografía, para aumentar la investigación, sin que eso afecte la calidad y el impacto de la investigación.

El impacto se mide no por números, sino por publicación de las investigaciones, con su respectivo factor de impacto, o por patentes obtenidas y luego usadas, o por innovaciones concretas que luego son implementadas. La simple cantidad es irrelevante.

En segundo lugar, el problema de las universidades no es grados o títulos, es caos y falta de estándares. Si aumenta el número de licenciados pero la calidad de las universidades no, es plausible asumir que la calidad de las tesis es similarmente mala, que son hechas por encargo, o "wikitesis", es decir levantadas de la wikipedia o de colecciones de literatura diversa recogidas de la Internet. Si los profesores no publican, ¿qué van a enseñarle a sus alumnos? Si las universidades no tienen que acreditarse y responder por sus prácticas académicas, ¿cómo van a garantizar buenos resultados que sean relevantes fuera de la institución, no solo hacia adentro?

Es como la ley que prohibe fumar en las universidades. No es que sea una mala idea en abstracto, pero en realidad, por razones culturales, no es viable; en las universidades con grandes espacios abiertos, hay sitio de sobra para que los fumadores se vayan a lugares donde no molesten; no fomenta la responsabilidad colectiva, promoviendo que sean los propios no fumadores los que reclamen que los fumadores se vayan a otro sitio; crea costos y malogra el ambiente porque la universidad tienen que volverse policía.

Si hace veinte años se podía fumar en clases, y ahora no, es por un cambio cultural, no por leyes que disparan al aire en un país en donde no se tiene ni la costumbre de aceptarlas ni la capacidad para el enforcement. Una combinación de estímulos y castigos puede lograr poco a poco que los hábitos cambien y que las personas asuman sus derechos. Eso toma tiempo pero es orgánico y permanente. Aumentar el peso de la investigación en las universidades requiere ese ejercicio lento pero orgánico de cambio. En el planeta ANR, ahí donde las leyes son importantes pero se puede ignorar la evidencia, basta con una norma legal para decir que hemos cambiado la realidad, sin importar que no lo hayamos hecho.

Dar una ley como la propuesta, simplemente creará la tormenta perfecta de una exigencia contundente pero banal, que se diluirá en el mercado caótico de la informalidad, ese mercado que sí funciona en la siempre incoherente república del Perú.
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