viernes, 9 de septiembre de 2016

Uber, el trilema de Rodrik y los sueños cosmopolitas del limeño conectado

Uber ha producido protestas de taxistas limeños. Sí, esos trabajadores que no respetan las reglas, que se estacionan en cualquier parte, que no van a donde no les da la gana, que ni siquiera limpian sus vehículos. Que ni siquiera son taxistas.

Para algunos, Uber, y en general las aplicaciones de servicio de transporte personal que incluyen a Easy Taxi y otras, son la solución al problema real del transporte público limeño. Esto presupone que el problema sea definido de manera individual: ¿cómo hago para moverme en una ciudad cada vez más desordenada, donde no hay un ápice de liderazgo ni de intención de organizar nada mejor, y en dónde además el pasajero común y silvestre opta por ser tan hago-lo-que-me-da-la-gana como los taxistas? Uber aparece como la encarnación perfecta del sueño tecnocrático creado por la Internet: haz una aplicación y todo lo demás se arreglará.

Pero los taxistas tienen razón: Uber es un monstruo grande que pisa fuerte, reduciendo la autonomía de los trabajadores independientes con sus algoritmos y quitándole capacidad política a los poderes locales al imponer sus reglas sobre las que existen en cada ciudad. En nuestra Lima, las reglas existen pero al irresponsable que juega a alcalde con sus legos no le interesa hacer el más mínimo esfuerzo para lograr que se cumplan; al consumidor le importa un pito que existan y opta por darles vuelta cuando le conviene; y al taxista, empeñado en estrategias cada vez más estrechas de supervivencia, finalmente lo único que le vale es que la gente lo tome en sus términos, no porque sea un servicio sino porque es su manera de funcionar en una realidad en que nadie, nadie, piensa en la colectividad, sino en sí mismo.

Entonces el limeño, que no se toma el trabajo ni siquiera de averiguar que hay algo así como una placa de taxista, se sube a lo que puede. El que tiene paga Uber; el que no, a un destartalado Tico que camina por milagro. En medio hay una pluralidad de alternativas, todas las cuales son potencialmente motivo de queja, sin considerar si son generalmente adecuadas (Satelital) o fundamentalmente fallidas (el patita que le pone un cono de taxi a su auto particular y va por ahí, cobrando alguito por su rato). Nadie espera que haya soluciones para todos; solo nos quejamos que el otro estorba.

Creer que Uber arreglará el problema de los taxis en Lima es tan ingenuo como creer que la iniciativa popular creará el mercado perfecto de transporte público: ese sueño promulgado a inicios de los noventa por los entusiastas de la mano invisible nos ha llevado a lo que tenemos ahora. Que tengamos smartphones con apps no hace que el mercado vaya a funcionar mejor que antes porque lo que le impide funcionar no es la tecnología, es la naturaleza de la informalidad peruana.

Lima ya era un caos de taxis antes de las privatizaciones sin control de los 90, donde cualquiera hacia taxi, el taxímetro y las tarifas eran inexistentes, y no existía protección alguna al consumidor. Las reglas de los últimos años no son malas: registro de taxis a nivel de la placa misma, permisos municipales, cursillos, SOAT especializado. El problema es que nadie le quiere poner el cascabel al gato desde el Estado: nadie quiere comprarse el pleito de hacer cumplir la ley porque los primeros que se quejarán serán los consumidores, que quieren tener sus propias soluciones. El que quiere Uber es en esto lo mismo que el que quiere un mototaxi en la Via Expresa: si el Estado impusiera la ley, no podrías hacer lo que te da la gana.

Entonces, digamos que por esas cosas del Orinoco, nos invade colectivamente una fiebre suiza y optamos por ordenarnos. Súbitamente, entraríamos en razón y nadie esperaría que un taxi sea un vehículo particular manejado por un X sin entrenamiento ni licencia que va a donde quiere y que cobra lo que quiere. Eso descalificaría al patita en su Tico de hace 25 años, pero también a Uber, que en realidad es un sistema para que cualquiera X sin entrenamiento ni licencia vaya a donde quiera y nos cobre lo que quiera (el algoritmo, no el patita).

Uber es la informalidad disfrazada de modernidad. Es la existencia de reglas creadas por la conveniencia del Unicornio, no por el mínimo consenso político que debe existir en una sociedad liberal. Es el triunfo de la explotación de la mano de obra y de la extracción de la plusvalía sobre los derechos de ciudadanos y trabajadores. Es la apoteosis del consumidor cosmopolita sobre la idea que las soluciones habrían de ser colectivas, ciudadanas. Claro, no faltarán los que lo ven distinto, pero no sé si lo hacen por ingenuidad o por viveza.

Sin duda Uber ofrece algo distinto. Donde tenemos un mercado de muchos ofreciendo un servicio más o menos caótico pero adaptable a muchos consumidores, Uber crea un sistema centralizado de efectos de red en donde el aumento constante de oferta crea a su vez cada vez más demanda, lo que en teoría debería llevar a que los precios bajen. La "Uber Math", como la llaman parece magia: la forma de lograr que los precios bajen es que la oferta crezca constantemente, lo que asume que cada chofer tendrá cada vez más demanda, lo que hará que haya un estimulo para que ingresen nuevos ofertantes, de manera que nadie tenga que esperar por su taxi y que ningún taxista tenga que esperar por sus clientes. Todos estaremos permanentemente en movimiento, todos estaremos yendo y viniendo, y el taxista podrá ganar todo lo que quiera porque siempre estará manejando. El algoritmo se encargará. Y el que no cumpla con las demandas del algoritmo, será castigado, retirándosele del servicio si no acepta carreras, entre otras medidas.

En otras palabras, Uber define los términos de la relación laboral sin posibilidad de intervención del trabajador, bajo la excusa del algoritmo. La fuerza laboral resulta oculta bajo la ilusión de relación individual, la metáfora de "crowd based capitalism", que naturalmente ignora que en el capitalismo las relaciones de producción son definidas por el capital, no por el trabajador, y que la generación de plusvalía favorece al que controla la intermediación, no al que trabaja  dando el servicio. El resultado es que una compañía termina extrayendo valor de todo el mundo para enriquecer a sus accionistas, mientras que el trabajador, sin capacidad mayor de negociación porque delante suyo solo tiene un algoritmo, tiene que aceptar los términos laborales que le pone una empresa que no puede ser regulada ni influenciada localmente. Uber opta por llamar a sus trabajadores "socios", pero en realidad se trata de una forma falsa de auto empleo, también llamada bogus self-employment. 

Este escenario es una versión específica del trilema de Rodrik: la democracia, la soberanía nacional y la integración económica global son mutuamente incompatibles: se puede combinar cualquiera de los dos pero nunca podemos tener las tres a plenitud. Si queremos Uber, es decir la integración económica global, tenemos que ceder soberanía nacional, y en buena medida, democracia, y aceptar que la única salida es permitir la extracción de valor por un capitalista global a cambio de tener buenos taxis.


Claro, la globalización funciona para algunos. Sea realmente o a nivel simbólico, los beneficios de la globalización son evidentes para aquellos con vocación cosmopolita, que se sienten cómodos usando apps y sabiendo que pueden deslizarse sin esfuerzo entre Lima, Nueva York y Shanghai, esperando los mismos servicios y el mismo trato. Tomando el mismo café, viendo los mismos contenidos y probablemente interactuando con personas culturalmente similares, además.

El resto, los que ni tienen ni pueden alcanzar sueños cosmopolitas, seguirán siendo sujetos de un estado nación incapaz de servir a sus ciudadanos. Para ellos hay Ticos y taxis evidentemente informales. La vieja separación entre peruanos con DNI (o libreta electoral) y peruanos con pasaporte de la que se hablaba en los ochenta, ahora encarnada en el uso y el consumo del capitalismo de plataforma.

En suma: Uber es la manifestación más obvia, en tu cara, del aumento de agencia como consumidores, inversamente proporcional a la disminución de agencia como ciudadanos, que la globalización nos regala: lo que en otro contexto he llamado la incursión digital. Los que podemos ambicionar el cosmopolitanismo como expresión de nuestro éxito estaremos contentos, mientras los demás se molestarán y votarán por un populista, de derecha o de izquierda, que proponga regresar a la Arcadia de la seguridad laboral y la ausencia de hipsters.

No creo que lo hagas, pero piensa en esto la próxima vez que tomes un Uber.