jueves, 30 de diciembre de 2010

2010, cuando comenzó el cambio

El año comenzó con un intento, poco exitoso, de motivar la discusión sobre los derechos digitales; el año termina con los derechos digitales en primer plano.

La declaración que promovimos no logró despegar, más allá del interés de una cantidad respetable de personas, creo por falta de conexión entre el discurso propuesto, de derechos y demandas, con la percepción de la realidad digital, en donde predomina el caos, el individualismo y cierto sensacionalismo. Se asume que el sistema no funciona, como asumimos en general los peruanos que ningún sistema funciona; por eso no es necesario, para afirmar nuestra posibilidad de consumo digital o de calidad de servicio, proponer derechos, que finalmente implican aceptar un sistema de defensa de los mismos. Es mejor que todo siga igual, más bien desordenado.

No digo que sea la única razón, pero creo que sí aflora cuando se reivindica el derecho a "consumir todo lo que quiera", es decir a bajarme contenidos protegidos sin límite alguno, como se notó en algunas protestas contra la nueva estrategia comercial de Telefónica sobre el uso de la banda ancha domiciliaria. Lo que hizo Telefónica no fue, per se, atentatorio contra la neutralidad de red, porque el principio fundamental es que la discriminación es por volumen y no por contenido, precisamente lo que implicaban estas nuevas tarifas.

Dicho de otro modo: proponer neutralidad de red no significa que podamos contratar un servicio y que no haya límites; tampoco significa que no existan restricciones por derechos de autor, ni que los derechos de autor sean inherentemente malo o irrelevantes. Significa que debemos garantizar que no haya abusos de parte de ninguno de los actores.

Algo parecido ocurre con Wikileaks, donde el valor de la transparencia se ha convertido en lo único que importa, más allá de la relevancia o de la pertinencia de ciertas revelaciones. ¿Es posible realizar acciones diplomáticas en la total transparencia? No. La premisa que todo debe revelarse, que nace de una noción casi hobbesiana de un estado que solo puede ser opresor, contrastada con un anarco-individualismo para el que el ciudadano del "quinto estamento" es el único realmente libre, ha creado un entorno que, más allá de los excesos de canonización de Assange, reclama ignorar lo práctico y hasta lo conveniente en función de un principio, que además no afecta la vida cotidiana de los activistas.

Lo que yo reclamo, lo que creo la Declaración plantea, es equilibrio. Como creador, siquiera de libros académicos, reclamo control sobre mis creaciones y la posibilidad que, si no hacer plata yo con ellas, que nadie medre con mi trabajo; como consumidor, que pueda bajarme una canción o hasta una película, especialmente si como pasa con la música, ya la compré, incluso como 45, en el pasado lejano; pero reconozco que si varias partes de la ecuación hacen plata con mis bajadas (el operador de telecomunicaciones, que no me vendería banda ancha solo para ver mis correos; el sitio web que aloja los contenidos, que pone publicidad; el sitio en el que anuncio mis contenidos, que también pone publicidad), deberían portarse y darle parte de esa plata a aquellos creadores culturales que quieran pedirla, pero no ciegamente a conglomerados mediáticos que finalmente aplastan la creatividad para su beneficio inmediato.

Creo, finalmente, que la Internet es el mayor espacio de innovación cultural desde la imprenta, y que hay que cuidarla. Y esto implica asumir que es de todos, no solo de cierto grupo de consumidores, ni tampoco de los operadores, ni de los conglomerados mediáticos, ni de los activistas con agendas propias, ni de los anarquistas en red al estilo de Anonymous o 4chan. De todos. Considerar el beneficio de cada uno y las desventajas que uno le causa al otro, y tratar de balancearlas.

Este año no hemos hecho eso. Algunas batallas ganadas, como aquella contra la ley Sinde en España, pueden ser contraproducentes, porque son completamente unilaterales; otras, como las controversias de Wikileaks, no son realmente relevantes más allá del chisme y la novedad de ciertas minucias, pero pueden implicar respuestas agresivas, hasta peligrosas, de los poderes estatales y empresariales.

¿Qué pasará el 2011? No lo sé, ni siquiera tengo una idea clara. Sé que los periodistas, los marketeros y los publicistas seguirán obsesionados con Twitter y Facebook para las elecciones presidenciales, sin evidencia empírica o siquiera anecdótica que sustente que estos medios sean realmente importantes; sé que Assange seguirá actuando como mártir; sé que ACTA será aprobado, y con ello la noche caerá a pesar de éxitos como el fracaso de la ley Sinde; no sé que pasará en el Perú, donde seguimos sin discutir estos temas en serio.

En todo caso, aquí estaré. Seguiremos conversando.
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jueves, 23 de diciembre de 2010

Una noche en Heathrow (parte 2)

Heathrow es un aeropuerto singular. Relativamente cercano a la ciudad de Londres, tiene solo dos pistas pero cinco terminales, algunos muy lejanos de los otros. Fue creciendo en movimientos y pasajeros poco a poco, hasta que la expansión económica de la década de 1980, justo con la privatización de British Airways y la desregulación del tráfico aéreo en los EEUU se combinaron para multiplicar los vuelos hasta niveles insostenibles. Por su posición, es un perfecto punto de interconexión entre Europa, Asia y Africa y Norteamérica, por lo que mucho de su tráfico es tránsito. Los primeros tres terminales, construidos en un estilo discreto y poco funcional propio de los cincuenta, dejaron de ser suficiente para 1970, y el terminal cuatro, ligeramente al costado de los tres terminales centrales, se inauguró con la noticia que era necesario construir otro terminal. El terminal cinco, una obra de arquitectura espectacular, se inauguró el 2008 y solo es usado por British Airways; está a más de quince minutos en bus de los demás terminales, entre las pistas de aterrizaje, demostrando lo sobrecargado que está un aeropuerto que simplemente es demasiado grande, demasiado complicado y demasiado usado como para sobrevivir a una mínima crisis. A pesar de la existencia de otros cuatro aeropuertos a distinta distancia de Londres, cuando se quiere ir a la ciudad el aeropuerto preferido, por cercanía y un extrañísimo cachet, es Heathrow. Y hacia allá voy.

La estación de llegada del Heathrow Express no parece particularmente atareada, salvo por los inevitables casos de viajeros que no se ubican. El largo, larguísimo pasadizo que lleva de la estación a los ascensores tiene más basura tirada de la que uno esperaría, pero todavía nada serio. Tomo el ascensor, y al salir de él descubro el caos: la cola para bajar es inmensa, fácil 400 personas tratando de tomar uno de los cuatro ascensores, más otras 100 intentando comprar sus boletos en las máquinas expendedoras. Se sigue caminando y el desorden aumenta: la basura no solo abunda, sino que está acumulada en grupos, donde es obvio que los viajeros frustrados han tirado lo que les sobraba; carritos de equipaje dejados en cualquier sitio, personas sentadas sin cara de estar precisamente ciertos de qué hacer, y el agua, es decir la nieve que arrastrada por los viajeros comienza a deshacerse y mojar todo a su paso.

Finalmente, tras otra subida más, se sale de la estación a la entrada de la terminal 3, que no es mucho más grande que el Jorge Chávez (como lo es la terminal 1, pero la 4 y la 5 son inmensas; la dos está fuera de servicio). El golpe de frío permite constatar que estamos bajo cero, pero no hay nieve cayendo o cosa por el estilo. Adentro, el colapso de la civilización occidental está en pleno desarrollo.

Un aeropuerto funciona porque aceptamos un contrato implícito. Nos portamos bien y nos dejamos llevar, arrastrar a los procedimientos y colas y papeleos, a cambio de ser llevados a nuestro destino. El aeropuerto es apenas un no-lugar, destinado a servir de conexión entre nuestra vida cotidiana y la excepcionalidad del desplazamiento. Este no-lugar nos obliga a someternos a una serie de cosas con las que no siempre nos sentimos cómodos a cambio de cumplir con su parte. Claro, todo colapsa cuando el aeropuerto falla, y en este caso falló por completo.

Era obvio que no estaba pasando nada, que no había movimiento de aviones en ningún lado. La gente hablaba, molesta, pero apenas si se movía en dirección alguna. Las máquinas expendedoras estaban casi vacías, las zonas de circulación comenzaban a llenarse de gente que simplemente dejaba pasar el tiempo. No esperaban: esperar es un acto consciente, un acción, porque uno literalmente cuenta los minutos, o las personas en la cola, o la secuencia de pasos a seguir. En este caso, la actitud de muchos era tan solo pasiva, inerme. Mala señal.

Finalmente, el mostrador de Iberia. Tras un largo reconocimiento visual, algo parecido a una cola se discierne; me acerco y hago las preguntas del caso, de frente en español, aquí todos o casi todos son españoles. OK, calculo que en el mejor de los casos me tomará un par de horas tener una respuesta, y me preparo por lo menos para saber qué me espera, pero no cuento con el encanto hispánico que decide que es tarde y que abrirán el mostrador a las 5 de la mañana. Mientras, jódanse. Nos dan un papelito con el número telefónico al que no pienso llamar de nuevo, y chau.

Ante la incertidumbre, dos caminos: el recomendado por el aeropuerto es simple, irse de ahí y llamar por teléfono; claro, presupone tener dónde llegar, y confiar en los teléfonos de Iberia. El camino por el que claramente parece más sensato optar es el menos racional: quedarse en la terminal, no porque el piso sea particularmente atractivo, sino porque es mejor estar cerca de algo que parece estar en condiciones de dar una respuesta, además del confort que ofrece la cercanía de gente en la misma situación. La empleada de Iberia que reparte los papeles nos dice en un tono fácilmente reconocible para cualquier peruano que "ella no sabe, pero aquí en el aeropuerto no nos van a dejar quedarnos donde estamos, así que bueno, cuestión nuestra", un mezcla de lavada de manos y amenaza no tan velada, y vuelvo a renegar el no haber sido conquistados por eficientes protestantes anglosajones. La respuesta de los varios grupos de españoles que comienzan el raje es predecible: Iberia es una aerolínea lamentable, deberían despedirlos a todos, además el aeropuerto lo han cerrado para hacer negocio, con lo que ganan del duty free se hacen ricos, etcétera etcétera. El contrapunto inevitable es una serie de risotadas y comentarios conmiserativos, muchos del tipo "si no viajo mañana pierdo el empleo". ¿Será verdad eso? ¿Tan bajo ha caído el estado de bienestar?

Tengo a una agradable pareja hispano/tejana delante mío, y una arqueóloga italiana luego de mí. Esto permite, con los primeros, el encargar el equipaje para ir a dar vueltas; con la segunda conversaciones varias, de esas que se tiene en un aeropuerto. Me alejo del mundanal ruido para apreciar el show, y no puedo no llevar mi cámara de video para captar el ambience. Como una imagen vale mil palabras y etcétera, mejor chequeen el video en YouTube.

(añado otro más)

Inevitable pensar que los estereotipos nacionales tienen fundamento. Un grupo de ingleses abre botellas de champan y se las beben comunitariamente, mientras al costado unas muchachas estadounidenses juegan scrabble; un grupo de audaces exploradores ha puesto una carpa casi al lado del lugar donde varios jóvenes varones del medio oriente compiten por lucir más platudos con su ropa de diseñador, sus comentarios sobre las millas que pueden usar para cambiar sus pasajes a primera, y su actitud general de "aquí no es donde debo estar, no con estas masas"... dos japoneses saludan mi cámara, no a mí, con señal de la victoria incluida y risitas arrochadas de por medio; gente duerme, gente toma fotos, gente compra los últimos sandwiches del último restaurant que queda abierto. Incoherentemente, American Express está abierto, con una dama de evidente origen Indio contemplando la situación con esa expresión de veterano tedio, de alguien que lo ha visto todo en su centro de trabajo.

El aeropuerto está suavemente bajo la ocupación de los pasajeros. Una señora más bien mayor ha juntado dos alfombras de business class de American Airlines, y ha acomodado sus cosas ordenadamente alrededor: parece estar recibiendo visitas; al costado dos personas duermen desparramadas sobre las fajas de equipaje del mostrador de Saudi Airlines. Las sillas del personal ha sido tomadas y están por todos sitios; las escaleras, los rincones más inverosímiles, tienen gente encima. A mi costado hay una de las mantas térmicas completamente extendida y de pronto me desconcierta una pequeña mano que sale por el costado: hay dos niños, de no más de tres años, durmiendo bajo ella.

Hay desorden y suciedad, pero un respetable caballero sikh trata de recoger la basura, sin esforzarse demasiado en llegar debajo de las escaleras mecánicas donde dos enchufes congregan a los dueños de computadoras. El equilibrio del campamento trae inevitables referencias a Cortázar, pero se siente una precariedad especial, una sensación de que en cualquier momento esto se cae, se viene abajo, la gente dejará de tratar de cumplir y podría volverse loca. La tensión no desaparece bajo el aburrimiento o las actividades comunitarias, sino que se disimula en ellas.

Pero también hay desesperanza. Los inermes, que simplemente no saben qué será de sus vidas, son claramente identificables, porque están arrinconados, miran sin ver y tienen claras señales de deterioro: ropa desarreglada y sucia, basura cerca de ellos, territorio demarcado por posesiones propias o pequeñeces recogidas del aeropuerto, como uno de los separadores metálicos que sirven para hacer las filas. Por ahí, a través de ellos, comenzará el caos si no se encuentra pronto salidas.

El personal del aeropuerto reparte colchonetas y mantas de papel platina. El propósito de estas últimas es cubrir a los muertos en caso de accidente, algo no muy agradable pero que logra poner en perspectiva la situación. Claro, se supone que son para los ancianos y niños, pero veo a muchos ancianos e incluso a respetables personas de mediana edad (i.e., yo) sin colchoneta ni frazadita y muchos chiquillos, con cara de estar ya un buen rato por aquí, bien envueltos en sus mantas plateadas, como un gigantesco chocolate en barra. Llega agua en botellas de 650 ml, agradablemente fresca, es decir puesta en la pista por diez minutos y retirada justo antes de la congelación; curiosamente la gente no se abalanza sobre las botellas.

Todos están ya listos para la noche. Es cerca de la una, y está claro que nada pasará hasta la mañana siguiente, cuando se espera que abran los mostradores de atención, y que el aeropuerto vuelva a funcionar. Así que ha llegado la hora de hacerse un rinconcito. Contra una escalera eléctrica, sobre el piso, acomodo mi equipaje, saco algo de ropa para hacer un asiento, y me acomodo. Lectura intrascendente me permite hacer que las horas pasen, mientras un grupo de ¿rumanos? (suenan a algo entre español e italiano) discuten o conversan con demasiado entusiasmo, y un grupo de chiquillas españolas, incluyendo un par que cargan un violoncello (no tengo idea por qué o para qué) conversan con risitas adolescentes de altísimo tono. Dan ganas de callarlos a todos pero solo las chiquillas reciben un sonoro "shut up!" y se van a dormir... los "rumanos" se van callando, como si estuvieran siendo atrapados por la borrachera.

En algún momento de la noche, intento dormir. Quizá llegué a la media hora, lo que es un récord similar a cuando viajo en aviones. Sorprendentemente profundo, porque cuando se arma un alboroto que me despierta siento el desconcierto típico de la interrupción del sueño REM. Algo parece que va a pasar y todos se alistan.

Lo que pasa es el tiempo: la gente se agita, se aloca, se entusiasma, pero apenas aparece un empleado de Iberia y varios del personal de tierra de otras aerolíneas, que se dirigen decididos a la pista. Alessandra, la arqueologa italiana que trabaja en Barcelona, se queja de su pesada mochila llena de libros, y poco a poco comenzamos a conversar un tanto más personalmente, un tanto más sobre qué hacemos y quiénes somos, no solo sobre la coincidencia fortuita y maldecida de estar en un aeropuerto en un mal día. Sigue pasando el tiempo mientras Alessandra me cuenta cómo es trabajar en Florencia y renegar de tanto turista; sigue pasando el tiempo y le hablo de la arqueología peruana y ella me insiste que algún día irá al Perú porque adora Latinoamérica. Cuando ya me está hablando que su verdadera pasión no es el Renacimiento sino la cultura maya, llegan más empleados de Iberia y de pronto, los mostradores se abren para el check-in, pero del vuelo que sigue al mío. Alessandra está explicándome ahora como dejó la economía para pasar a la arqueología cuando aparece, de la nada, un comunicado de BAA. Son diez para las siete, tengo más de nueve horas en el aeropuerto y he estado haciendo esta última versión de la cola por dos horas y media, y recién salta la liebre: Heathrow estará cerrado a llegadas por todo el domingo, con apenas algunas salidas, sobre todo de los aviones que ya están en el aeropuerto, tan pronto como se los pueda liberar del hielo que se ha armado a su alrededor.

Alessandra y yo nos miramos y aceptamos dos cosas: que este domingo que recién despunta estaremos en Londres, y que nuestra amistad ha terminado. Hemos sido amigos, casi confidentes, durante dos horas, mientras la conversación, primero en inglés y luego en español, nos mantuvo atentos y afables. Fuimos un hilo a tierra el uno para el otro, y un pedazo de civilización en medio del caos creciente. Pero ha terminado ese espacio y no queda más que regresar a lidiar individualmente con el desastre aeroportuario, seguir intentando llamar a Iberia y buscar un lugar donde dormir. Nos despedimos afablemente tras un rápido raje final sobre la incapacidad de Heathrow para enfrentar tan poca nieve.

El camino de regreso a la estación me confirma mi primera impresión. El territorio liberado de orden sigue sucio, sigue desordenado. La gente no parece estar particularmente preocupado sobre donde dejar su basura o donde tirarse a dormir. Finalmente la estación del tren aparece y mientras me subo a mi vagón, descubro que me duelen los brazos de tanto cargar las maletas pero que mi espalda ha recibido muy bien la noche de piso duro y frío. Ahora a buscar dónde dormir y qué hacer, mientras descubro que he perdido mis guantes y que el frío está muy duro. Paciencia pues. Al menos he sacado una historia que contar.

Londres, 21 de diciembre de 2010

martes, 21 de diciembre de 2010

Una noche en Heathrow (parte 1)

Siempre me han fascinado los aeropuertos. La combinación de funciones precisas y ansiedades humanas, la superposición de claridad de propósito con ausencia de contexto, la posibilidad de conocer gente fascinante o de confirmar todos los prejuicios sobre la humanidad que uno pueda tener.

Sin embargo, y tras haber visitado aeropuertos grandes y pequeños, nuevos y antiguos, organizados y caóticos, me faltaba la experiencia final: perder un vuelo por "acto de dios", esa frase anglosajona tan deliciosa que indica que la naturaleza se ha impuesto sobre las intenciones humanas; y ciertamente, con el resultado de este acto divino: quedarme varado en una terminal.

El sábado 18 de diciembre, un día antes de mi regreso al Perú tras 10 productivos y entretenidos días fríos pero snow-free en Inglaterra, no estaba pensando para nada en esta situación, por una razón muy simple: habiendo visto cómo siguen funcionando aeropuertos en circunstancias mucho peores, los quince centímetros de nieve que cayeron en la mañana de ese día sobre Londres no parecían particularmente intimidantes. Por favor. No es una tormenta de nieve, es simplemente una respetable pero localizada y no muy grande cantidad de nieve.

Pues la pérfida Albión no sabe lidiar con esas cantidades de nieve. Un país de lluvias constantes pero tenues, y ocasionales nevadas ligeras, cuando lo someten a un tormento así como que el espíritu nacional colapsa. Porque Londres podrá ser una de las ciudades más espectacularmente cosmopolitas de la tierra, pero Inglaterra sigue teniendo un carácter blando, suave, que solo se rebela cuando la atacan o tiene que atacar. Incluso en estos tiempos de chavs y yobs, Inglaterra es un país de cerveza tibia, comida sin sal y cortesía sin pasión, ese país que memorablemente fue descrito hace unos cincuenta años por George Mikes en una frase demoledora: continental people have sex life; the English have hot water bottles.

Entonces, cuando la nieve tiene la descortesía de caer con énfasis y agresión, y como no se le puede enviar a los Royal Marines encima, Inglaterra se desconcierta y no sabe qué hacer. En la mañana del sábado estaba yo en otra ciudad viendo por televisión cómo se desenvolvía la tragedia, y lo contradictorio de las decisiones: BA (British Airways) decidía radicalmente no volar por ocho horas, mientras BAA (el administrador de los aeropuertos) decía que iban a mantener las pistas abiertas. Stiff upper lip; keep calm and carry on: las actitudes inglesas frente a los problemas.

Pero en realidad BA tenía razón: el aeropuerto no pudo mantener el ritmo necesario de despegues y aterrizajes y simultáneamente limpiar las pistas con la velocidad requerida ante la cantidad de nieve que caía tan de pronto. El resultado fue una acumulación de nieve que no se pudo controlar y que no solo inhabilitó las pistas, sino que congeló en su sitio a los aviones, que no podían moverse. No importa que desde la media tarde del sábado 18 no haya caído nieve en cantidades significativas, igual Heathrow estaba fuera de servicio.

En estas circunstancias, e igualito que en la guerra, la primera víctima es la verdad. Imposible saber qué ocurre usando la web, que solo recomienda que se llame por teléfono a cada aerolínea. Imposible comunicarse con las aerolíneas, que tampoco saben qué hacer porque es sábado por la noche y no parecen tener planes de contingencia. Mucho menos con Iberia, que mantiene esa impaciencia tan hispana en el servicio a los clientes, esas respuestas agresivas en tono de "no es mi asunto y si insistes te pego", ese "tómalo o jódete" tan encantador con el que te tiran un papel con números telefónicos inútiles, que hace imposible no desearles que su economía quiebre y vuelvan a enviar gastarbeiter a Alemania.

Ante la completa falta de información, solo queda un acto desesperado: ir al aeropuerto y ver qué está pasando en el terreno. Quizá fue apresurado, porque tenía hotel (uno muy simpático) en la ciudad en la que estaba, y la verdad es que resultaba relativamente obvio que el aeropuerto no estaba funcionando, y si el avión que venía de Madrid para hacer el regreso en la mañana de domingo no había llegado, evidentemente se cancelaría mi vuelo. Pero algo me dijo, desde mi pasión por los aeropuertos, que quizá sería interesante ir a ver la verdadera historia desde el terreno. Luego se podría intentar un repliegue de ser necesario.

Ergo: a Londres. Primero el viaje en tren con pausa en Woking, en donde está McLaren, para tomar un bus que no estaba en servicio ese día. Una impaciente jovencita me propone compartir un taxi pero el instinto me dice que no valía la pena; además mi vuelo saldría por la mañana, con lo que el apuro no tenía sentido. De nuevo al tren, donde me recomiendan que me vaya de largo hasta Waterloo y de ahí tome el metro, conocido en Londres como el tube. OK, no parece una mala fórmula. Finalmente, nadie está controlando nada, las puertas automáticas de los andenes están abiertas, todo indica una consciencia de la situación que es acompañada por poquísimo tráfico, con no más de cincuenta pasajeros desembarcando en Waterloo (la estación de tren de llegada de estos particulares servicios).

Claro, la nieve no solo afecta a las pistas y los aeropuertos, también lo hace al viejo, chirriante y carísimo tube londinense. La línea que llega hasta Heathrow no tiene servicio por inundación o algo así. Nada fuera de lo común, puesto que la infraestructura londinense es la más antigua de la era industrial, y no importa cuantas renovaciones hagas, hay cosas que tienen 150 años y que ya están tan viejas que cualquier cosa las hace descalabrarse. Chau. A arrastrar maletas hacia otras estaciones para llegar a Paddington, de donde sale el rápido pero carísimo Heathrow Express: 18 libras esterlinas para 15 minutos de viaje...

Ahí recién aparece la verdad cruda y dura, en la forma de una pantalla de información de vuelos, clara y distinta y al mismo tiempo cruel: el vuelo IB 3165 de Iberia, programado para el domingo por la mañana, ha sido cancelado. Llamo a la aerolínea, a su número de 20 peniques el minuto, y tras cuatro libras (saquen la cuenta de cuánto tiempo de espera) tiro la toalla. Ahora hay que enfrentar el destino.

¿Regresar a Winchester? Al menos hay un cuarto de hotel, aunque no sé si la gracia de idas y venidas a 50 libras en total me la reembolsarán, y no sé si lograré finalmente hablar con alguien en Iberia desde ahí.

¿Buscar asilo en Londres? No es tan fácil, mis amistades no están necesariamente preparadas para la llegada, a las 10 de la noche, de un peruano sin techo.

¿Un hotel? Ni de vainas, no cerca a Paddington al menos, donde un hotel pasable arranca en 150 libras la noche.

¿Ir a Heathrow? Al menos habrá certeza, y al menos se podrá intentar forzar una salida, en el caso milagroso que haya alguna salida de Londres...

Dado el lugar donde me encuentro, considero por un instante si queda actuar como nuestro compatriota más famoso en Inglaterra y esperar que alguna buena familia inglesa recoja al inmigrante peruano desvalido y lo invite a formar parte de su hogar. Pero algo me dice que that ship has sailed, a while ago...

De nuevo, algo desde atrás de mi mente me sugiere ir y experimentar la situación.

Compro algo de comer, porque quién sabe si habrá algo parecido en Heathrow. Me acomodo en el tren, que es limpio, cómodo y eficiente, mientras algo me dice que esos son tres valores del capitalismo contemporáneo de los cuales he de ir despidiéndome por el resto de la noche. Me aviento pues a la aventura. Pienso en lo que vendrá y me preparo para lo peor, incluso para que me regresen del aeropuerto.

(continuará)

domingo, 5 de diciembre de 2010

Stuxnet, el conflicto por venir

Varias veces he hablado de las ciberguerras. Stuxnet ha sido una versión de baja intensidad y alta localización de la ciberguerra, y es un ejemplo de cómo puede ir cambiando el panorama.

La idea es fácil, la implementación complicada: un virus (técnicamente un gusano) dirigido no a computadoras sino a un controlador lógico programable, el tipo de hardware que se encuentra en una máquina industrial y que dirige sus procesos. Normalmente, los PLC no están conectados a la Internet de la misma forma que lo hacen las computadoras, es decir a través de aplicativos que pueden ser controlados por el usuario, sino que usan la Internet para enviar y recibir data de equipos similares o para diagnósticos, de maneras muy precisas y sin intervención de usuarios no entrenados. En otras palabras, los PLC son seguros.

Pero muchas veces en las plantas industriales, se cuenta con computadoras que permiten monitorear el trabajo de los PLC y extraer data para seguimiento de procesos. Stuxnet fue diseñado para que cuando estuviera en una computadora, cualquiera esta fuera, buscara conexiones con un PLC preciso, diseñado por Siemens, que se sabía Irán había comprado para manejar sus centrifugadoras de material nuclear. Este virus cambiaba el funcionamiento de la centrifugadora, ocultando su acción, y así modificando el proceso industrial hasta hacerlo inútil.

Al parecer, Stuxnet fue creado por una agencia gubernamental, por su sofisticación; existen indicios que habría sido Israel, a través de su Unidad 8200, la creadora de este gusano; lo que no solo tiene sentido sino que es casi una excelente noticia, porque con un virus habrían logrado lo que antes requería un bombardeo. Lo interesante no yace aquí, sino en su conexión con el concepto mismo de ciberguerra.

No se trata de hacer escándalo, porque nada indica que los países vecinos estén interesados en forma alguna de guerra contra nosotros, sino más bien de destacar que es relativamente simple para un agente no oficial hacerse de herramientas para ataques informáticos. Los casos discutidos anteriormente, y el caso mismo de Wikileaks en estos días, sujeta a constantes ataques DDS, no necesariamente provenientes de agencias estatales, sirven como ejemplos. Pero la existencia de herramientas que permiten ataques tan sofisticados como el de Stuxnet llevan inevitablemente a pensar cuánto tomará para que caigan en manos de terceros.

Aunque todo indica que el caso de Stuxnet es el resultado de un descuido (alguien que metió el USB equivocado en el puerto indebido), es casi imposible impedir que haya errores como estos, en donde alguien simplemente mete la pata y permite un ataque al dejar una rendijita abierta. Basándose en este principio, los ciberatacantes solo tienen que confiar en que alguien cometerá un error para lograr su objetivo, que es penetrar la línea de seguridad y hacer que una red o sistema colapse. El resultado puede ser peor que un ataque convencional, porque hace un daño comparable pero no permite saber de dónde vino, o cómo se hizo, o cómo evitarlo.

Lecciones para ir preparándonos: las ciberguerras no son ni poca cosa ni algo para el futuro.

Addenda: una explicación técnica más detallada, otra más, en formato de pregunta y respuesta.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Wikileaks, o el quinto estado pasa al primer plano

(tras un mes de silencio, regreso al blog, con el compromiso ante mí mismo de publicar al menos dos "columnas" semanales de más o menos 600 palabras; a ver si lo cumplo)

La controversia Wikileaks gira sobre dos puntos. Primero, si está bien liberar este tipo de información, así, al por mayor. Segundo, si esto es el futuro de algo, por lo general del periodismo, pero también de la diplomacia. La segunda controversia es interesante pero en realidad tiene que ver con otro asunto, más de fondo, que alude sin resolver al primero.

Para discernir la narrativa del “futuro de...” que acompaña a Wikileaks, quizá habría que comenzar por decir que no se trata del futuro, sino de la “puesta en valor” de un presente bastante enredado. Desde hace un buen tiempo, la lógica de lo público que acompaña a la Internet desde sus inicios ha tomado control de una serie de espacios y recursos técnicos. Me explico: en el espíritu del movimiento FLOSS, y de la openness, existe la noción que “la información quiere ser libre” normalmente asociada con el hackerismo (estilo Stallman antes que Salander). En este espíritu, todo lo digital, todo lo que puede circular digitalmente, debe hacerlo.

Si se trata de contenidos como música, no hay razón para limitar el tráfico en razón de leyes antiguas; si se trata de una enciclopedia, lo consecuente es crear un mecanismo de circulación que permita que cualquiera participe, como Wikipedia, y el entorno wiki en general. Si se trata de información confidencial, que por lo general se entiende como oculta al interés público, contra el interés público, entonces hay que soltarla.

Wikileaks se inspira en este estilo, pero no lo inventa ni es el mejor exponente. Cryptome es mucho más antiguo y mucho más sistemático; no publica al por mayor, lo que encuentra, y sobre todo no mezcla rollos personales con la misión del sitio, como Julian Assange disfruta haciendo. Ambos sitios aprovechan la Internet y el abaratamiento de costos, pero sobre todo la opacidad y transnacionalidad de la tecnología digital, para revelar, ocultamente. Es decir, asumen que ocultar fuentes, ocultar tráfico, ocultar sus propias actividades, es moralmente correcto ante la vocación opaca de los estados.

Assange encarna como pocos a un nuevo actor político: el quinto poder, o quinto estamento. Como dice William Dutton, “The growing use of the Internet and related digital technologies is creating a space for networking individuals in ways that enable a new source of accountability in government, politics and other sectors.” Estos miembros del quinto son globales, son muy dedicados y de convicciones sólidas, como todo zelote de reciente aparición, y sobre todo, son conscientes de las posibilidades de la tecnología para el beneficio de su propia agenda.

¿Es el nuevo periodismo? No. Es un nuevo estamento usando el periodismo para sus propios fines. ¿Es una nueva era diplomática? Probablemente, porque el impacto emocional de esta fuga no es comparable a su impacto real (Wikileaks no tiene un buen scoop desde este) pero sí aumenta la paranoia, y más allá que se pueda interpretar esta situación como un payback de la paranoia que la vigilancia estatal y corporativa produce en los ciudadanos, lo que queda es que tenemos un nuevo actor político que, a través de su propia agenda, creará motivos para mayor opacidad de parte de los actores corporativos y estatales.

Finalmente, la pregunta moral se debería replantear: en el contexto de la política contemporánea, este nuevo actor, el individuo en-red, tiene una agenda propia. Usar Wikileaks es consecuente con esa agenda. ¿Beneficia una acción que privilegia la agenda propia por encima de las necesidades de los demás actores, a la ciudadanía, la que se dice representar y defender? No estoy seguro. Algunas revelaciones de Wikileaks han sido importantes y valiosas. Estas son más bien banales y quizá hasta más exhibicionismo que pertinentes políticamente. Parafraseando el argumento de Timothy Garton Ash, lo que es bueno para los historiadores no necesariamente es bueno para los ciudadanos.
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