viernes, 22 de mayo de 2015

El trencito chino y las nuevas formas de colonialidad

Un titular delirante de La República me deja pensando. La propuesta de tren "transoceánico", del que se dice que unirá Brasil, Perú y China (asumo que por un tunel submarino pendiente de ser inventado) es presentada neutralmente, como algo interesante y, al carecer de críticas, positivo. Puedo imaginar que como cualquier mega-obra será visto como algo bueno para el país, desde la derecha empresarial que ve la inversión como la única ruta para el futuro, como para el sentido común general, que más o menos piensa lo mismo.

El tren en cuestión pasará a través de la selva, por Pucallpa hasta Tingo María; luego subirá, cual Carretera Marginal, hasta Tarapoto, y de ahí saldrá a Bayóvar pasando por la calma Chachapoyas y por el cafetero Jaén. Integración transversal y todo lo demás.

¿Fantástico? No sé. La experiencia de la carretera interoceánica no me da mucha esperanza. Fue hecha para facilitar el transito de bienes y personas de Brasil al oceano Pacífico, no como componente estratégico del desarrollo peruano. Leer siquiera por encima este panegírico oficial resulta interesante sino deprimente: laissez faire en acción, la carretera haría magia y le daría el equivalente a las corvinas nadando con su limón a los habitantes de la zona de impacto directo de la carretera. Ahora tenemos que quizá el mayor impacto sea el abaratamiento del funcionamiento de la minería ilegal en Madre de Dios, que es un desastre de marca mayor. Eso más otras obvias consecuencias: basura, impacto ecológico negativo, tráfico de personas, etcétera.

Nada de lo ocurrido era necesario, pero sí previsible. El Estado Peruano aceptó la premisa propuesta por Brasil, y convirtió en prioritario el satisfacer los intereses del vecino asumiendo que los beneficios de esa sumisión al hegemón regional serían al final del día, importantes. Los costos, enormes, si fueron previstos se los ignoró, y si no, simplemente se pecó, gravemente, de ingenuidad si no de irresponsabilidad.

No hay razón alguna para asumir que someter nuestros intereses al potencial nuevo hegemón global no vaya a causar lo mismo. El ferrocarril está siendo planteado como satisfacción de los intereses de China y un poco de Brasil, con el Perú como un mero espacio que atravesar para facilitar los intercambios entre el grandazo del barrio y el aún más grandazo global.

¿Nos conviene?
¿Nos afectará? ¿Cómo? ¿Podemos prevenirlo?
Sobre todo, ¿podemos preparar al Estado Peruano para que no se haga el loco en dos idiomas sobre lo que estamos entregando a cambio de un trencito?

No digo que hay que rechazar el tren. Para nada. Pero tampoco hay que ser idiotas. Estamos permitiendo que otros nos usen para lograr objetivos que nos son ajenos, lo que a veces es la única manera de lograr que los grandazos le hagan caso a los chiquitos (somos chiquitos, hay que asumirlo: dejen la tontería de la OCDE o el primer mundo un rato en paz, por favor). Pero ser buena gentes no quiere decir ser idiotas, y negociar simplemente bajo el principio que queremos que los grandazos nos inviten a su fiesta resultará en que cuando lleguemos, no tengamos con quien bailar y que al final tengamos que recoger la basura de los grandazos, y la nuestra de paso.

En estos tiempos, la colonialidad no es como era antes... ya no se trata de apropiarse despóticamente de un territorio, de imponerle sistemas de creencias y someterlo con violencia. Ahora se trata de forzar leyes con nombre propio, de hacer que atraquemos a algo como si fuera lo mejor para nosotros, que aceptemos que no tenemos futuro sin someternos de manera fundamental e ideológica al desarrollo ajeno como ruta al nuestro. La colonialidad es infraestructural, no despótica: que China haga el tren que le conviene y que nosotros lo festejemos como si lloviera maná del cielo es permitirnos el lujo de olvidar lo aprendido y aceptar que no tenemos capacidad de pensar nuestro país como algo que no sea un adjunto de poderes lejanos. Subditos coloniales del nuevo milenio.

Sería ideal que hubiera algun político, algún líder de opinión, alguien, que pudiera decir "¿qué hay para nosotros en esta vaina del tren?" Ni siquiera es territorio nuevo: ya vimos lo que pasó en Madre de Dios. ¿Queremos que se repita en Ucayali?

jueves, 7 de mayo de 2015

De pulpines e indignados: una opinión sobre el fin sin inicio del poder en red en el Perú

Publicado originalmente en Ideele 249.

Las movilizaciones contra la “ley pulpín” produjeron entusiasmos varios: interpretadas como una señal de renacimiento político de la juventud peruana, y como una esperanza de renovación de los liderazgos de izquierda, algunos comentarios además las vieron como expresión local de los movimientos internacionales agrupados bajo el nombre de “indignados” o similares a las varias primaveras árabes: jóvenes movilizados digitalmente, organizados de manera horizontal, dispuestos a recrear la política desde su experiencia conectada y conectante.

Unos meses después, el panorama pre-electoral parece desolador: entre los viejos y los nuevos nombres, no parece haber nadie que no represente formas antiguas de entender la política, ni nada parecido a un posible liderazgo reformista, para no soñar con revoluciones, que impida que terminemos bajo más de lo mismo. Las disputas políticas son más de cómo hacer para que el modelo siga funcionando, con ilusiones como “ser país desarrollado” contrastadas con la constante carencia de funcionalidad elemental del estado.

¿Qué pasó? ¿Cómo así es que la intensidad de las protestas se difuminó para ser reemplazada por politics-as-usual? Acaso la tremenda fragmentación política, la crisis de representación, la fundamental indolencia del votante promedio convencido que nadie le puede ofrecer algo mejor, etcétera. Pero me permitiré postular que no estamos ante el fracaso de las movilizaciones para crear una forma alternativa de política, sino en que el análisis que les atribuía ese potencial estaba fundamentalmente equivocado.

Se propuso que el movimiento creado por el rechazo a la ley fue, por un lado una movilización de jóvenes que encuentran la necesidad de hacer política; por otro, reflejo de una transformación social que está en la base de movimientos similares, en donde gracias a cambios fundamentales en la manera como se puede pasar de comunicar a hacer, nuevas formas de acción colectiva emergen y es posible prescindir de mecanismos tradicionales como los partidos y los liderazgos tradicionales. La glosa que Nelson Manrique ofreció de las ideas de Manuel Castells sirve como introducción a las ideas tras esta mirada de los movimientos que el catalán llama “redes de indignación y esperanza”.

La primera premisa puede ser sostenible como hipótesis, pero hacer política puede ser la simple reivindicación de intereses y no la transformación de la sociedad; es sabido que la izquierda peruana mezcló esas categorías cuando asumió que existía un germen revolucionario en las organizaciones de base que en los ochenta parecían conducir un proceso social radicalmente distinto al orden burgués, pero que se desvanecieron por completo cuando los vientos politicos cambiaron en la década siguiente. Digamos que el grado de “politicidad” del movimiento juvenil que yace tras las movilizaciones está por establecerse.

La segunda premisa postula una idea que no es nueva: Anthony Giddens habló, a la vuelta de siglo, de un centro radical que impulsaba una sociedad civil global. Esta noción se monta con facilidad sobre los conceptos de sociedad red de Castells, y resulta en un tejido mundial relativamente tenue pero amplio de personas con interés en temas políticos, a partir de su conciencia sobre la manera como el mundo funciona, no desde una mirada local sino global, con una agenda forjada en los issues que nos afectan a todos. Es también parte de una mirada postmaterialista, propia de sociedades en donde las necesidades materiales no son la prioridad y que incorporan valores de solidaridad ampliada que incluyen la ecología, el respeto activo de la diversidad, Las redes creadas por la conversación global permiten que los distintos activismos se propalen y se imbriquen local y globalmente.

Evidentemente estoy simplificando: no pretendo reemplazar ni la lectura de Castells ni la glosa ya mencionada; pero sí quiero rescatar que tras la idea de poder-red (network power) yace una mirada más allá no solo del estado nación como espacio de hacer política, sino de la sociedad tradicionalmente anclada en una polity, sometida al poder estatal y articulada internacionalmente por reglas económicas negociadas en espacios transnacionales y multilaterales. En otras palabras, una organización social que puede trascender la globalización de doble candado: el candado formal de normas y acuerdos multilaterales que consagran el candado latente pero no menos importante de las prácticas sociales y culturales a las que las élites tienen acceso, y que hacen tan atractiva a nivel personal a la globalización. A través del poder-red, los ciudadanos logran romper las limitaciones de las polities basadas en estado-nación para cambiar localmente primero, pero articulándose a una agenda global.

Estas ideas son valiosas pero no son evidentes en sí mismas, ni aceptadas por muchos de los dedicados a la reflexión sobre la globalización. Esto no impidió que Castells, en lo que tal vez sea el caso más impresionante de post hoc, ergo procter hoc de las ciencias sociales en las últimas décadas, propusiera que la coincidencia temporal entre los movimientos de indignados / occupy con la primavera árabe no era más que la manifestación del surgimiento político de grupos que buscaban cambiar el sistema político/económico por algo más democrático y justo; y que el elemento definidor de este surgimiento político era no solo el uso de medios sociales para catalizar y articular el movimiento, sino que ese uso de medios sociales era expresión de una nueva forma de poder, centrado en el potencial comunicacional de los medios digitales y de las redes que se formaban en ellos. Sin duda, no pretendía que fueran movimientos idénticos, provenientes como lo eran de realidades muy distintas; pero sí se imaginaba que el cogollo de los activistas en ambos casos, respondía a este modelo de ciudadano altamente conectado, conectante, capaz de programar redes y de conmutar entre redes, que Castells considera como la base de la resistencia al poder más tradicional en la sociedad contemporánea.

El problema con la reflexión de Castells es doble: por un lado, sobreestimar la escala del cambio, si fuera tal, puesto que los números indican que los ciudadanos que responden y que reflejan los valores de una sociedad en red global son minoría incluso en las sociedades de mayores ingresos; esto implica un segundo error, que sería caracterizar como “conciencia política en red” a lo que no sería más que la participación como consumidor en redes globales de circulación de bienes culturales. En otras palabras: que se usen los medios digitales globales no quiere decir que se tenga valores de sociedad en red.

Esto llevaría a plantearse otras explicaciones para tanto la primavera árabe como los movimientos de indignados: agotamiento de modelos políticos (el autoritarismo más o menos secular en una zona atravesada de propuestas de inspiración religiosa para la primavera árabe; el pacto económico pos-guerra fría que congeló la iniciativa de los partidos de izquierda y creo un solo modelo de desarrollo en los países desarrollados), crisis económica, y sin duda, catalización acelerada de interpretaciones colectivas a través de medios que privilegian la velocidad y la apropiación de los contenidos que circulan en ellos.

No hay que despreciar el potencial de los medios sociales, como Facebook, para incrustar y dar valor de sentido común a una idea entre los miembros de una red. Cualquiera que haya usado “el feis” sabe lo fácil que es convertir una idea en el tema del día, y cómo la sensación de unanimidad que se produce en una red social determinada (es decir, en la trama de relaciones sociales de las que uno es parte) no es más que una ilusión cuando se sale de esa red social y se confrontan las ideas en el mundo real. Pero ese potencial comunicativo no necesariamente crea una nueva forma de ciudadanía: el fracaso de los movimientos Ocupa es una buena señal, y su reemplazo por lo que son partidos políticos más o menos populistas y hasta caudillistas de izquierda, como el exitoso Syriza en Grecia y el potencialmente exitoso Podemos en España, da una señal de lo que podríamos llamar el potencial centrípeto del estado nación para definir el ámbito de la política, y de la forma política específica que llamamos democracia liberal como delimitador de las posibilidades de aquellos que quieren escalar las murallas del castillo para destruir el ancime regime.

Todo esto explica entonces lo que podríamos llamar el éxito inevitablemente limitado de los “pulpines movilizados”: usando medios digitales para articular y rebalancear el mensaje político que se quiere proponer, salen a las calles y enfrentan a una clase política completamente carente de convicciones y de fuerzas reales, que puede ganar elecciones pero no movilizar a sus votantes para nada más. Como recuerda el mismo Castells, el poder es relacional: se ejerce contra alguien. Cuando el adversario es fundamentalmente débil, es posible forzarlo a ceder. Pasa todo el tiempo en el Perú, y quizá la diferencia fundamental entre los pulpines y el resto del país es que al ser en Lima, la atención mediática y política fue rápida y no tuvo que agravarse el conflicto, hasta el costo de vidas, para lograr el objetivo.

Pero que hayan usado medios digitales no hace que se trate de poder-red; que se trate de jóvenes no los convierte en actores políticos sino en un movimiento reivindicativo; que se parezca a las posiciones de izquierda no crea un mensaje unificador para la misma; y sobre todo, una golondrina exitosa no hace un verano electoral: las grandes mayorías que elegirán a quién detentará el poder no participan ni están interesadas en dejarse llevar por un movimiento tan preciso.