lunes, 28 de noviembre de 2016

Fidel a la distancia

Nunca lo vi en persona, pero estuve --creo-- cerca suyo una vez. En el verano nuestro del 86 pasé dos meses en Cuba y entre las muchas experiencias, me encontré una noche de domingo en la esquina de 23 y L, yendo por un helado en el Coppelia, para descubrir un alboroto en el Habana Libre, el viejo Hilton convertido en pilar del turismo y la revolución por esos años.

Salía humo del sótano; no mucho, lo suficiente para que uno se diera cuenta pero no tanto como para evitar que una enorme cantidad de gente se aglomerara en las esquinas tratando de averiguar qué pasaba. Unos policías llegaron "a poner orden": le indicaban a los compañeros que subieran a la vereda, y ellos subían mientras los que estaban en el lado opuesto al que miraba el policía bajaban de la vereda. No era desobediencia civil, era un juego: nadie le hacía mucho caso a la Policía en esos años, a la policía de la calle, claro: el G2 si producía incomodidad en los habaneros, reflejada en los viejos Moskvitch que usaba la policía política.

Todo seguía en un ambiente ligero, casi carnavalesco, hasta que de pronto se vio llegar dos Mercedes negros, de uno de los cuales sobresalía el cañon de un AKM.

¡Fidel! ¡Fidel!

¿Era él? No tengo idea. Nadie la tenía. Podía ser cualquier otro funcionario de alto nivel, aunque los cubanos solía sostener con total convicción que el único que andaba en dos Mercedes negros era Fidel, que nadie más usaba algo distinto a un Volga y por lo general no pasaban de un Lada. Pero en Cuba nada se sabía nunca: un país completamente opaco en donde las cosas pasaban sin mayor razón, sin noticias como las entendemos en Occidente, resulta el paraíso del chisme, cosa que los cubanos cultivaban con una pasión y un talento singulares.

Por varios días, la comidilla en la calle habanera fue la aparición de Fidel. La certeza de la gente que lo que había pasado en el Habana Libre era un atentado de la "gusanera", es decir de los exiliados en Miami, porque si no, Fidel no habría ido. El objetivo fue, según el consenso de la calle, la flota de Mercedes que descansaba en el sótano, esperando visitas de dignatarios; Mercedes regalados por Muammar Gaddafi con motivo de la cumbre de los No Alineados del 79.

Poco después, gracias a algunos amigos locales, me enteré de cómo ese consenso se había creado, sin intervención de los medios, dado que ningún diario o noticiero, ni siquiera Radio Reloj, mencionó el incendio en el Habana Libre. Me explicaron que apenas se aglomeró la gente, los miembros destacados del Comité de Defensa de la Revolución de la zona habrían recibido una versión, incluyendo que Fidel estaba interesado en lo ocurrido. Fueron ellos los que difundieron esa explicación, y ellos los que convencieron que el Mercedes traía a Fidel.

La reacción de la gente, en cambio, era genuina y espontánea. La gran mayoría de la gente alrededor del Habana Libre eran jóvenes como yo, entre 15 y 25 años, muchos más varones que mujeres. El grueso salió corriendo tras los Mercedes al grito de "¡Fidel, dale duro a los yanquis!" y quizá alguna otra mención dispersa a la gusanera.

Volví a Cuba durante el periodo especial y luego, en los años post-Fidel. En mi ultima visita la policía era vista con poco cariño y bastante miedo por la gente de la calle, a la que de pronto le molestaba mucho saber que la podían detener por andar más rápido de lo debido en su auto o por no obedecer una instrucción oficial. Las tiendas abundantes, con publicidad, permitían cierto nivel básico de prosperidad, mucho mayor que en los ochentas y ciertamente inmensamente más alto que la pobreza apenas disimulada de los noventas. Los Comités de Defensa de la Revolución todavía funcionaba, y alguien me repitió casi exactamente lo que me dijo un amigo en los noventas: "cuando todo esto termine, a los primeros que van a darles duro será a los de los CDRs"...

Que los cubanos adoraban a Fidel en los ochentas, con la inteligente manipulación del sistema, qué duda cabe. Que si te atrevías a decir que no lo adorabas, tu vida se arruinaba, qué duda cabe. Cuba en los ochentas era un país en donde la normalidad, que incluía declararse comunista y hacer bromas sobre todo menos sobre Fidel, era premiada con una vida tranquila, apretada y con limitaciones materiales más o menos evidentes, pero ni horrible ni particularmente represiva. Pero si te alejabas de la ortodoxia, te iba a ir mal. No terminarías en el Gulag, pero sí marginado, constantemente celado, permanentemente bajo sospecha, imposibilitado de acceder a aquello que querías para ti, y condenado a un trabajo sin futuro. Podías ser una muchacha que quería maquillaje distinto al disponible en las tiendas o un intelectual que quería leer libros de Vargas Llosa, pero igual: solo la ortodoxia te permitía moverte en la libertad tolerada por el sistema.

Sí, la Cuba comunista de Fidel Castro era una dictadura. Logró muchísimo, y en buena medida esos logros merecen ser alabados. Que no haya sido Stalin o Mao no lo hace maravilloso, lo hace menos malo.

No, probablemente no lo hubieran logrado de otra forma.

No, no es lo quiero para el Perú. No lo era el 86, cuando todavía la ortodoxia de izquierda incluía la dictadura del proletariado, y ciertamente no lo es ahora, cuando no hay forma de creerse eso que el "poder popular" que hay en Cuba sea otra forma que un magnifico sistema para evitar que cambie aquello que no se quiere cambiar, en un país donde el poder está, finalmente, en pocas sino en un solo par de manos.

Fidel, sus compañeros, su Partido Comunista, sus lemas y demás, son artefactos históricos. Podemos entenderlos y estudiarlos. Debemos hacerlo, porque lo que ocurrió en Cuba hace 60 años fue reflejo de lo que ocurría en nuestra América en esos tiempos, mucho de lo cual no ha terminado de ocurrir.

Ráfagas de nostalgia pueden explicar el que todavía se le tenga un enorme afecto por lo que logró y lo que representó hace casi seis décadas, cuando América Latina era territorio de oligarquías que le negaban la condición humana a muchos de sus compatriotas, y cuando la democracia era una patraña ocasional, lista para ser retirada de circulación cuando comprometía los intereses de los dueños de un país.

¿Ejemplo para nuestros tiempos? No. Dudo que alguien quiera para el Perú un dictador personalista por casi cincuenta años, sin contar con que no habrá un patrón al cual entregarse para financiar esa dictadura. Pensar en democracia y en derechos humanos sin aceptar que Cuba no es un ejemplo sería absurdo. Saludar lo que se logró sin pensar que tiene que cambiar sería inconsecuente con la mirada que tenemos ahora de lo que es la democracia y los derechos humanos.

Lo que tuvo sentido en el siglo XX ya no sirve para el XXI. Personalmente no quiero saludar o llorar a Fidel. Quiero aprender. Esa es la función de las efemérides.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Uber, el trilema de Rodrik y los sueños cosmopolitas del limeño conectado

Uber ha producido protestas de taxistas limeños. Sí, esos trabajadores que no respetan las reglas, que se estacionan en cualquier parte, que no van a donde no les da la gana, que ni siquiera limpian sus vehículos. Que ni siquiera son taxistas.

Para algunos, Uber, y en general las aplicaciones de servicio de transporte personal que incluyen a Easy Taxi y otras, son la solución al problema real del transporte público limeño. Esto presupone que el problema sea definido de manera individual: ¿cómo hago para moverme en una ciudad cada vez más desordenada, donde no hay un ápice de liderazgo ni de intención de organizar nada mejor, y en dónde además el pasajero común y silvestre opta por ser tan hago-lo-que-me-da-la-gana como los taxistas? Uber aparece como la encarnación perfecta del sueño tecnocrático creado por la Internet: haz una aplicación y todo lo demás se arreglará.

Pero los taxistas tienen razón: Uber es un monstruo grande que pisa fuerte, reduciendo la autonomía de los trabajadores independientes con sus algoritmos y quitándole capacidad política a los poderes locales al imponer sus reglas sobre las que existen en cada ciudad. En nuestra Lima, las reglas existen pero al irresponsable que juega a alcalde con sus legos no le interesa hacer el más mínimo esfuerzo para lograr que se cumplan; al consumidor le importa un pito que existan y opta por darles vuelta cuando le conviene; y al taxista, empeñado en estrategias cada vez más estrechas de supervivencia, finalmente lo único que le vale es que la gente lo tome en sus términos, no porque sea un servicio sino porque es su manera de funcionar en una realidad en que nadie, nadie, piensa en la colectividad, sino en sí mismo.

Entonces el limeño, que no se toma el trabajo ni siquiera de averiguar que hay algo así como una placa de taxista, se sube a lo que puede. El que tiene paga Uber; el que no, a un destartalado Tico que camina por milagro. En medio hay una pluralidad de alternativas, todas las cuales son potencialmente motivo de queja, sin considerar si son generalmente adecuadas (Satelital) o fundamentalmente fallidas (el patita que le pone un cono de taxi a su auto particular y va por ahí, cobrando alguito por su rato). Nadie espera que haya soluciones para todos; solo nos quejamos que el otro estorba.

Creer que Uber arreglará el problema de los taxis en Lima es tan ingenuo como creer que la iniciativa popular creará el mercado perfecto de transporte público: ese sueño promulgado a inicios de los noventa por los entusiastas de la mano invisible nos ha llevado a lo que tenemos ahora. Que tengamos smartphones con apps no hace que el mercado vaya a funcionar mejor que antes porque lo que le impide funcionar no es la tecnología, es la naturaleza de la informalidad peruana.

Lima ya era un caos de taxis antes de las privatizaciones sin control de los 90, donde cualquiera hacia taxi, el taxímetro y las tarifas eran inexistentes, y no existía protección alguna al consumidor. Las reglas de los últimos años no son malas: registro de taxis a nivel de la placa misma, permisos municipales, cursillos, SOAT especializado. El problema es que nadie le quiere poner el cascabel al gato desde el Estado: nadie quiere comprarse el pleito de hacer cumplir la ley porque los primeros que se quejarán serán los consumidores, que quieren tener sus propias soluciones. El que quiere Uber es en esto lo mismo que el que quiere un mototaxi en la Via Expresa: si el Estado impusiera la ley, no podrías hacer lo que te da la gana.

Entonces, digamos que por esas cosas del Orinoco, nos invade colectivamente una fiebre suiza y optamos por ordenarnos. Súbitamente, entraríamos en razón y nadie esperaría que un taxi sea un vehículo particular manejado por un X sin entrenamiento ni licencia que va a donde quiere y que cobra lo que quiere. Eso descalificaría al patita en su Tico de hace 25 años, pero también a Uber, que en realidad es un sistema para que cualquiera X sin entrenamiento ni licencia vaya a donde quiera y nos cobre lo que quiera (el algoritmo, no el patita).

Uber es la informalidad disfrazada de modernidad. Es la existencia de reglas creadas por la conveniencia del Unicornio, no por el mínimo consenso político que debe existir en una sociedad liberal. Es el triunfo de la explotación de la mano de obra y de la extracción de la plusvalía sobre los derechos de ciudadanos y trabajadores. Es la apoteosis del consumidor cosmopolita sobre la idea que las soluciones habrían de ser colectivas, ciudadanas. Claro, no faltarán los que lo ven distinto, pero no sé si lo hacen por ingenuidad o por viveza.

Sin duda Uber ofrece algo distinto. Donde tenemos un mercado de muchos ofreciendo un servicio más o menos caótico pero adaptable a muchos consumidores, Uber crea un sistema centralizado de efectos de red en donde el aumento constante de oferta crea a su vez cada vez más demanda, lo que en teoría debería llevar a que los precios bajen. La "Uber Math", como la llaman parece magia: la forma de lograr que los precios bajen es que la oferta crezca constantemente, lo que asume que cada chofer tendrá cada vez más demanda, lo que hará que haya un estimulo para que ingresen nuevos ofertantes, de manera que nadie tenga que esperar por su taxi y que ningún taxista tenga que esperar por sus clientes. Todos estaremos permanentemente en movimiento, todos estaremos yendo y viniendo, y el taxista podrá ganar todo lo que quiera porque siempre estará manejando. El algoritmo se encargará. Y el que no cumpla con las demandas del algoritmo, será castigado, retirándosele del servicio si no acepta carreras, entre otras medidas.

En otras palabras, Uber define los términos de la relación laboral sin posibilidad de intervención del trabajador, bajo la excusa del algoritmo. La fuerza laboral resulta oculta bajo la ilusión de relación individual, la metáfora de "crowd based capitalism", que naturalmente ignora que en el capitalismo las relaciones de producción son definidas por el capital, no por el trabajador, y que la generación de plusvalía favorece al que controla la intermediación, no al que trabaja  dando el servicio. El resultado es que una compañía termina extrayendo valor de todo el mundo para enriquecer a sus accionistas, mientras que el trabajador, sin capacidad mayor de negociación porque delante suyo solo tiene un algoritmo, tiene que aceptar los términos laborales que le pone una empresa que no puede ser regulada ni influenciada localmente. Uber opta por llamar a sus trabajadores "socios", pero en realidad se trata de una forma falsa de auto empleo, también llamada bogus self-employment. 

Este escenario es una versión específica del trilema de Rodrik: la democracia, la soberanía nacional y la integración económica global son mutuamente incompatibles: se puede combinar cualquiera de los dos pero nunca podemos tener las tres a plenitud. Si queremos Uber, es decir la integración económica global, tenemos que ceder soberanía nacional, y en buena medida, democracia, y aceptar que la única salida es permitir la extracción de valor por un capitalista global a cambio de tener buenos taxis.


Claro, la globalización funciona para algunos. Sea realmente o a nivel simbólico, los beneficios de la globalización son evidentes para aquellos con vocación cosmopolita, que se sienten cómodos usando apps y sabiendo que pueden deslizarse sin esfuerzo entre Lima, Nueva York y Shanghai, esperando los mismos servicios y el mismo trato. Tomando el mismo café, viendo los mismos contenidos y probablemente interactuando con personas culturalmente similares, además.

El resto, los que ni tienen ni pueden alcanzar sueños cosmopolitas, seguirán siendo sujetos de un estado nación incapaz de servir a sus ciudadanos. Para ellos hay Ticos y taxis evidentemente informales. La vieja separación entre peruanos con DNI (o libreta electoral) y peruanos con pasaporte de la que se hablaba en los ochenta, ahora encarnada en el uso y el consumo del capitalismo de plataforma.

En suma: Uber es la manifestación más obvia, en tu cara, del aumento de agencia como consumidores, inversamente proporcional a la disminución de agencia como ciudadanos, que la globalización nos regala: lo que en otro contexto he llamado la incursión digital. Los que podemos ambicionar el cosmopolitanismo como expresión de nuestro éxito estaremos contentos, mientras los demás se molestarán y votarán por un populista, de derecha o de izquierda, que proponga regresar a la Arcadia de la seguridad laboral y la ausencia de hipsters.

No creo que lo hagas, pero piensa en esto la próxima vez que tomes un Uber.


miércoles, 3 de agosto de 2016

Ausencia de diálogo en las "redes sociales"

(Este artículo ha sido publicado en Intercambio 35, revista del Apostolado Social de la Compañía de Jesus en el Perú). 


Nuestra sociedad, cada vez más atravesada de tecnología, sufre de una dolencia: la falta de diálogo, la ausencia de deliberación. Parecemos no tener capacidades de empatía y de comprensión colectiva, porque no buscamos entender al que piensa distinto sino simplemente afirmar nuestra posición, si es posible despreciando al otro. 

La abundancia de tecnología, a su vez, parece tener que ver directamente con esta condición. Como aumenta nuestra conexión con otros, sin que venga acompañada por mayor vocación para aprender más de aquello que no es directamente nuestro interés, atribuimos a la tecnología el origen de esos males. Quisiera proponer que la tecnología apenas acelera y agudiza una tendencia social que viene de antes, y que sin duda estaba ya ocurriendo antes que lo que ahora llamamos comúnmente tecnología, y que quizá debería recibir un epíteto más claro, fuera tan común en la vida cotidiana. 

En general, es posible postular que la ausencia de empatía en las comunicaciones digitales, como las que realizamos en Facebook, son la continuación de la llamada espiral del silencio, la tendencia que presentan los individuos a reprimir sus opiniones cuando estiman que la mayoría no las comparte. Aunque desarrollada en la era de la comunicación masiva, como la televisión, la espiral del silencio sistematiza la noción intuitiva que es difícil sobreponerse a la mayoría, y por ende, que es complicado lograr proponer explicaciones alternativas o al menos, promover el dialogo sobre temas complejos. Sin duda, cuando existen relativamente pocos espacios para expresión de ideas, como en hace unas tres décadas con unas cuantas estaciones televisivas, radios de entretenimiento y diarios ideologizados, hay poco lugar para que una persona pueda manifestar puntos de vista distintos. 

La personalización de la experiencia tecnológica que vivimos en la actualidad ha cambiado profundamente nuestra manera de comunicarnos, pero no necesariamente el problema de la unanimidad de puntos de vista. Tenemos muchos más canales, y ciertamente es más fácil encontrar personas que piensen como nosotros. Pero las opiniones enfrentan menos oportunidades de debate precisamente porque buscamos esos espacios de unanimidad. La controversia parece ser poco atractiva y queremos más bien escuchar a aquellos que nos permitan sentirnos cómodos en nuestras certezas. 

Espacios como Facebook son precisos para eso. Aunque se les suele llamar “red social”, es en realidad un medio social, es decir un medio de comunicación construido a partir de las interacciones de sus usuarios, por oposición a otros medios donde el contenido es uno solo y lo importante es la cantidad de personas que lo reciben. El muro de cada usuario de Facebook es distinto a cualquier otro, porque es reflejo de sus interacciones sociales, de eso que la sociología llama “la red social”, es decir el conjunto de conexiones que cada personas construye a lo largo de su vida, con el fin de funcionar, vivir, comunicarse y sentir. 

La red social de cada persona se manifiesta a través de un medio como Facebook a través de su lista de contactos, de la intensidad de los mismos, y de las interacciones que se producen. Es completamente natural que las personas con las que queremos interactuar más sean aquellas con las que estamos de acuerdo: nos sentimos cómodos y seguros en una conversación, pero no tanto en un debate. 

El costo de esto es que la confianza se traduce en un ambiente más coloquial, donde es fácil optar por un lenguaje aparentemente casual, sin el mismo cuidado con el que nos expresaríamos delante de extraños; es lógico, puesto que esa red social no está hecha de extraños, sino todo lo contrario. Somos parte de un circulo en donde la facilidad de expresión, aunada a multiples mecanismos para expresarnos más allá de las palabras, termina haciéndonos sentir no solo cómodos, sino dueños de la situación. Una forma de intimidad parece construirse en donde además de estar entre amigos, no hay testigos o extraños: podemos decir lo que pensamos sin los filtros habitualmente presentes en la vida social convencional. 

Las recientes elecciones presidenciales son un buen ejemplo de esta tendencia. Como parte de un proyecto de investigación bajo el auspicio del Vicerrectorado de Investigación de la PUCP, hemos revisado el uso de Facebook por las candidaturas presidenciales con mayor votación. Aparte de la información propiamente política, es posible considerar la manera como las personas aprovechan esos espacios para expresar sus puntos de vista, e incluso para proponer conversaciones, en los pocos casos que lo hacen. 

El patrón habitual es la manifestación de agrado o desagrado, sin mayor argumentación a favor o en contra, apenas reforzadas con expresiones retóricas por lo general coloquiales. Abunda también la expresión mediante imágenes, lo que genéricamente se conoce como “memes”, que reúne a toda una serie de posibilidades de combinación de imagen con texto para expresar ideas simples de manera directa. En pocos casos hay algún pedido de elaboración de ideas, una demanda por diálogo. El entorno se presta para la reafirmación de posiciones y ciertamente, para la búsqueda de la aprobación, tanto del que origina la comunicación mediante un post (el candidato, o el equipo del candidato), como de los demás participantes. 

Un ejemplo simple, tomado de la página de Facebook de un candidato: luego de un post con información sumamente genérica, un comentarista que firma como “Benito Ewok” manifiesta que, al igual que todos los demás ewoks, expresa su apoyo al candidato; y que le pide que se comprometa con el futuro de todos los ewoks del Perú. Lo refuerza con la fotografía de un ewok. 

La campaña responde agradeciendo por el apoyo y le asegura que puede contar con el candidato, así, en términos genéricos. Multiples manifestaciones de agrado, risa y diversión siguen al comentario original, incluyendo emojis de aplausos por la “trolleada”, es decir por hacer que alguien caiga en una broma sin darse cuenta. 

(Aclaración: los ewoks son personajes ficticios en la película de ciencia ficción El Regreso del Jedi, osos de peluches antropomorfizados que viven en pequeños campamentos en medio de bosques). 

Ni la respuesta de la campaña, ni la actitud de los participantes, permite ser optimista sobre este tipo de espacios. Una broma, hasta cierto punto inocente, pero sin duda una señal de la utilidad de los espacios digitales. Por conveniencia o falta de tino, no se busca convertirlos en espacios deliberativos o de debate, sino que se los trata con condescendencia, como los lectores tratan al espacio: no puede ser en serio, solo sirve para divertirse, o para indignarse o congratularse de su propia certeza. 

El resultado es una plétora de espirales del silencio. Buscar crear debates requiere entonces vocación de dialogo, pero lo digital cada vez mas es un espacio de confort para los usuarios y de marketing para los que controlan el tráfico, desde la misma empresa detrás del servicio hasta los que lo usan para fines politicos o comerciales. Lograr algo distinto requiere liderazgo, pero no será un proceso breve: para la mayoría de las personas, en todo el mundo, el placer de usar tecnología reside en no tener que aceptar otras voces, o reconocer la validez de otras opiniones. 


Nada nuevo bajo el sol, salvo porque ahora hay muchos soles que no nos logran alumbrar. 

lunes, 16 de mayo de 2016

El estilo Fujimori

(Publicado original en esahora.pe).

Tras una campaña conservadora, dedicada a asegurar el voto que ya tenía antes que buscar nuevas adhesiones, Keiko Fujimori ha comenzado una agresiva búsqueda de acuerdos sectoriales, con pequeños bolsones de votos que demuestran vocación por la fragmentación de la agenda propia y decisión de compromisos diversos, a veces contradictorios, desarticulados de una idea general sobre el país. 
Por un lado, esta opción parece ser una estrategia electoral: divide y te elegirán, puesto que si logras que todos los pequeños grupos tengan lo que quieren, no tendrás que comprometerte a nada concreto sobre el manejo integral del Estado. Sin duda es una receta populista. 
Pero también es una versión modernizada del método de gobierno de la década del noventa. En ella, Vladimiro Montesinos diseñó un sistema de prebendas y clientela donde era fácil manejar el país si se cooptaba a ciertos grupos y se atacaba a otros. Las protestas sociales se manejaban con dinero y se le permitía a otros que hicieran dinero protegiéndoles de la acción estatal, impidiendo regulaciones o represiones a cargo de otras instancias gubernamentales. Así, en Lima se podía atacar y disminuir la capacidad de acción de la Alcaldía a cambio de hacer negocios, mientras el poder ejecutivo se consolidaba y perdía un potencial rival. 
Ahora Fujimori amarra las cosas antes del gobierno y a viva voz, preparándose para gobernar tranquila. Cualquier alternativa medianamente adecuada de remediación ambiental en Madre de Dios traería con los mineros informales un conflicto potencialmente muy severo, pero con la garantía de inacción que es el acuerdo firmado por Fujimori, ellos sabrán que no tendrán que incendiar Puerto Maldonado para continuar haciendo lo que les interesa, que es obtener dinero sin limitación alguna, tanto de la explotación indiscriminada de la Amazonía como de sus “servicios complementarios” (prostitución, trata y contrabando). El acuerdo firmado con Santiago Manuín podría ir en esa dirección: evitar conflictos a cambio de satisfacciones de distinto cuño o escala, aprovechando la cobertura de la política identitaria para lo que sería simple arreglo político. De modo similar, la oferta de volver al 24×24 para la policía satisface a los interesados sin hacer nada por profesionalizar la lucha contra la inseguridad. 
En otras palabras, Fujimori en 2016 repite el patrón de cooptación y compra de adhesiones que operó durante el gobierno de su padre, aunque de manera menos agresiva, más opaca. Obtiene paz social como resultado de jugadas corruptas, no por solución real de conflictos, y contando con la complicidad abierta, parcial o completa, consciente o ingenua, de los que creen que antes que lograr soluciones a problemas estructurales, hay que satisfacer intereses. 
Claro, lo mismo ocurrirá a otro nivel, con empresarios, banqueros y transnacionales. La confirmación que el gobierno de Fujimori no es la continuidad del modelo, sino la mera ambición de tener poder, para orgullo y reivindicación personal, o para distintos placeres, o para lo que sea. Ciertamente no para hacer al Perú un lugar mejor.

viernes, 13 de mayo de 2016

Lecciones de la campaña digital 2016

(publicado en la web de Poder, en una versión significativamente más breve).

Escrito por Eduardo Villanueva Mansilla, Henry Ayala Abril y Ana Claudia Rodríguez Zea.

Desde hace un buen tiempo, se comenta la idea que sin componente digital, una campaña electoral no
funciona. Aunque en el Perú el grueso de la población no usa Internet, y aquellos que la usan recurren a contactos personales como principal recurso de información, es difícil ignorar la imagen de miles de personas, predominante pero no exclusivamente jóvenes, pegados a sus smartphones, constante en sus intercambios de mensajes, comentarios de estados o gozo con memes. Abandonar el componente digital parece ser una mala idea.

Pero ¿realmente es importante? ¿qué se puede lograr en lo digital que no esté disponible por medios
tradicionales? Preguntas que requieren una breve disquisición conceptual para luego evaluar qué se hizo en la campaña digital del 2016. 

Sería de perogrullo afirmar que el propósito de una campaña es lograr que los electores voten por un
candidato. Al mismo tiempo, el proceso por el cual se llega a votar por alguien no es ni simple ni unívoco: desde convicciones ideológicas hasta conveniencia, las razones son tan abundantes como variadas. Lo cierto es que los votantes que están buscando por quién votar no siempre abundan, o también puede haber bolsones sumamente disimiles de votantes a los que apelar resulta complejo. 

Pocos candidatos parten de un “voto duro”, como ha sido el caso de Fujimori en esta elección; otros candidatos son simplemente desconocidos y por lo tanto, el primer caso es lograr salir del montón. En medio, nuestras elecciones ofrecen una gran variedad de opciones: el candidato conocido y despreciado; el candidato conocido por un sector pequeño pero con capacidad de articular opiniones; el candidato de un sector socioeconómico claro; el candidato de una posición política que no por claramente definida sea evidente qué busca. Cada uno de ellos necesita lograr cosas distintas en la campaña, y su uso de los recursos digitales debería ir en esas direcciones de necesidad.

Pero ha sido esta campaña la primera que ha dejado lecciones claras: por primera vez tenemos un candidato que se construyó desde lo digital; otro candidato que usó lo digital para crecer desde un tamaño mínimo, pero que no supo salir de lo digital y se entrampó en lo “real”; y varios candidatos que hicieron campañas arcaicas a pesar de un uso intenso, e intensivo, de lo digital. Al final, los que quedaron en los tres primeros puestos no fueron los más innovadores, pero al menos quedan buenas lecciones sobre cuánto se puede y qué no se puede hacer con lo digital en una elección peruana.

Los medios y su propósito 
Nadie se convence en un medio digital. Los que llegan lo hacen con alguna noción más o menos definida de lo que buscan, y tras revisar a un candidato optan por darle “like” porque quieren estar informados, porque quieren expresar simpatía, o porque quieren sentir que están en acción. No es que por ello estén convencidos, o más convencidos de lo que estaban antes. El medio digital ofrece la posibilidad de captar la atención de los votantes, y ese es su primer deber. Captada la atención, el votante debería expresar intención de votar, no solo en su fuero interno, sino a través de acciones simples como dar “like” o más complejas como convocar a amigos a participar.

Desde el otro lado, para los partidos y candidaturas los medios digitales deberían ser mecanismos para crear redes: de simpatizantes, de convencidos, de militantes. Se trata de lograr que se canalice el interés de las personas y que encuentren una forma de usarlo que sea util para la candidatura, desde difundir el mensaje hasta actuar de una manera determinada (ser personero, por ejemplo). Dicho de otro modo, es el mecanismo para buscar que los interesados difundan, participen y eventualmente se movilicen por una candidatura.

Esa construcción de una red social, de conexiones entre personas que piensan parecido y que buscan una opción electoral, es lo más poderoso que se puede hacer con un medio digital, y en particular con 
social como Facebook. Pero es imposible construir esa red social solo en espacios digitales: se necesita bajar a tierra y conectar con mucha más gente, especialmente aquella que sí necesita ser convencida. Se puede comenzar en lo digital pero se tiene que bajar a lo “real”.

El término preferido para describir este interés activo, participativo, es el mismo desde la política y la
comunicación digital: Engagement. Involucramiento, participación convencida; difícil de traducir, 
apunta a un sentido de compromiso por la política o por aquello que se difunde digitalmente, y que se
expresa en participación y movilización. El consumidor que se involucra con cierto contenido hará lo 
que el ciudadano convencido por un candidato: se manifestará a través de la acción, digital y política, 
compartir contenidos, de comentar positivamente en las páginas del candidato o negativamente en 
de rivales, en suma de buscar que otros se conecten. Lograr ese engagement es fundamental y 
ofrecer a cada quien algo que resuene y evidencie el valor del compromiso personal con el candidato:
porque es personal, como lo es la actividad de cada uno en medios digitales; no hay tanto acción colectiva, sino otras formas, individuales, de acción, orientadas a la conexión: acción conectiva.

El principal medio de campaña para lograr engagement es Facebook. Es en este que las campañas se
explayan en sus ideas, que muestran la variedad de virtudes de sus líderes, que convocan con más diversidad. Se puede tener Instagram, YouTube o hasta, incomprensible, Snapchat, pero todo se subordina a la base que es Facebook. También está Twitter, pero la relevancia de ese dazibao digital es más hacia al interior de los ya convencidos, de los ya movilizados, de los que definen lo que puede o no ser de interés público, que para el público en general; la literatura académica apunta a que el uso 
motivados (the already engaged) y se orienta a la argumentación agresiva, antes que al convencimiento y la movilización. Por eso, nos centraremos en Facebook.

Efectos de red
La campaña digital comenzó el 2015, cuando Julio Guzmán se lanzó con su primera versión de Todos Por el Perú, mediante un sitio web que imitaba bastante bien la retórica y el estilo de Podemos, el grupo de izquierda español. Ya Keiko Fujimori venía haciendo campaña desde el 2011, pero su presencia digital no se destacaba, como no lo hizo en ningún momento.

Guzmán no logró mayor éxito hasta noviembre o diciembre de 2015, cuando comenzaba a crearse atención sobre las elecciones. Con un mensaje claro y bien practicado, con una ubicación definida como el mítico outsider que la mayoría de comentaristas electorales buscaba, y con la frescura de una persona desconocida pero no desconocedora del poder, Guzmán logró inventarse como candidato sin entrar en muchas precisiones ni mucho menos, comprometerse a mayor cosa. Su perfil de tecnócrata ambicioso, sus alianzas tácticas muy predecibles, y sobre todo las propuestas, cuando las había, que apuntaban a una versión un tanto más articulada del modelo, ese otro animal mítico de la política peruana, no eran tanto el motivo de atención.

Su campaña digital era lúcida y buscaba promover engagement, y luego, acción conectiva: es decir, que sus potenciales votantes promovieran la candidatura no desde la identificación con un ideario o una serie de propuestas especificas, sino desde la relación personal que establecían con la candidatura misma: en un memorable mensaje, Guzmán le pidió a sus partidarios que convencieran cada uno a 10 personas, diciéndoles qué es lo que los va a hacer votar por TPP. La personalización de la identificación política promovida desde el engagement digital, fomentaba una mirada individualista, donde el candidato no creaba un movimiento sino una agregación de convencimientos.

El otro candidato que despega al inicio de la campaña no pudo ser más distinto: César Acuña también diseño un proyecto político con mucha antelación, creando alianzas personales y fomentando lealtades concretas a lo largo de los lugares en donde se había consagrado a su negocio primordial, la educación universitaria. La compra de publicidad en Facebook y el millón de “likes” que ostentaba a inicios de la campaña pronosticaban que iba a ser un candidato con fuerte presencia en medios digitales, pero siempre construyendo a partir de esas redes articuladas alrededor de formas de clientelismo, y legitimadas por la presencia de figuras públicas de distintos prestigios y andares, pero que servían como blasón de respetabilidad.

La campaña digital de Acuña comenzó creando contenidos con menciones y referencias a fiestas regionales, aniversarios de distritos y testimonios de dirigentes de base de provincia, apelando a orgullos regionales. La identidad territorial de estos grupos, vista por separado y con una retórica reconocible en ciertas formas tradicionales de hacer política en el Perú, fue la base de una búsqueda particular: que las elites no limeñas sancionaran el voto como algo natural; el rebote dentro de sus redes no era despreciable, pero siempre tenía esa aura de formalismo propia de los viejos políticos. No obstante, el problema con concentrarse en identificaciones subnacionales puede llevar a generar dificultades a la hora de unificar el voto hacia él. El interés que generaban sus publicaciones era mínimo en comparación a la de otros candidatos con menos “likes” en sus páginas: el engagement débil mostraba un candidato que no quería o no podía dirigirse a otros grupos a través de los medios digitales.

Mientras tanto, Fujimori y Kuczynski reiteraban estrategias de campaña ya usadas el 2011,  ciertamente con distintos resultados. Mientras que la primera se deslizaba por las redes sin 
originalidad y sobre todo sin decir mayor cosa concreta, el segundo optó por una diversidad de 
que se contradecían al apelar simultáneamente a la experiencia, la seriedad y la trivialidad: el equipo 
gobierno, la condición de estadista del candidato y el PPKuy coexistían en el mismo muro. 

Keiko Fujimori usó la misma estrategia de campaña en Facebook a lo largo de la primera vuelta: jugó 
al no arriesgarse con nuevos contenidos. El objetivo no era convencer sino mantener la atención que
ostentaba desde su inapelable primer lugar en la intención de voto desde 2015. Por ello, la campaña 
Fujimori no incrementó su atención de forma proporcional como otros candidatos sino que mantuvo 
ritmo estable. La gran mayoría de publicaciones apelaban a la humanización de la candidata sea en lo
personal como en sus visitas a diversas provincias del país. La apelación a lo emotivo y al sacrificio 
recurrente a través de fotografías donde se observaba a la candidata tomando un bus en la madrugada 
desayunando humildemente y muy abrigada. Muchas de estas fotografías llegaron a ser muy compartidas por sus simpatizantes. Del mismo modo, gran parte de las publicaciones en Facebook eran álbumes de sus visitas alrededor del Perú que remarcaban su experiencia y conocimiento de las distintas realidades. No obstante, el poco uso de videos le insertaba mutismo a su campaña digital al punto que carecía de propuestas. Al igual que la campaña de Julio Guzmán, se apelaba mucho a lo visual y no al contenido programático en sí.

Por otro lado, dos expresidentes, que pensaron que tenían oportunidades pero nunca estuvieron realmente en posición de lograr mayor cosa, centraron la campaña tanto en ellos mismos que terminaron convirtiéndola en un referendum sobre cada uno de ellos. Ya sabemos lo tremendo del resultado. Desde el término de su gobierno, Alan García parecía perfilarse como un próximo competidor para el 2016. La creación de cuentas personales en Facebook y Twitter son ejemplos del intento de modernización del político tradicional que había sabido reinventarse durante toda su carrera. No obstante, su creciente anti-voto y su falta de credibilidad provocaron la nula atención del candidato a través de los medios digitales, a pesar del ahínco de su campaña por innovar contenidos y propuestas. La campaña digital de García inició como un diario de campaña, mostrando fotografías de sus viajes por el Perú además de imágenes del candidato en un entorno familiar o personal como leyendo el periódico o en compañía de sus hijos. Luego, su propuesta en Facebook comenzó a jugar con diferentes productos que van desde un formato de preguntas en vivo llamado “Alan Responde”, una plataforma de recojo de propuestas ciudadanas, y hasta una serie de juegos de memoria sobre el último gobierno aprista. 

Pero la estrategia incidió especialmente en dos recursos: García hizo uso indiscriminado de Facebook Mentions, la plataforma para compartir videos en vivo del medio social. Aferrados a la oratoria del candidato como forma de enganche con el público, muchos de los videos eran repetitivos y tediosos colocando al candidato como única voz autorizada dentro de la narrativa de campaña. En segundo lugar, García buscó establecer diversos productos para informar sobre sus propuestas destacando la experiencia en el gobierno, apoyando la idea de una campaña con ideas; pero estas ideas, a fin de cuentas, descansaban en la premisa central de la campaña: la credibilidad del candidato. Cuando se colocaba mensajes como “seremos el país más seguro de América Latina” sin más apoyo que el abrazo sonriente de los líderes de la alianza electoral, semejante aserto solo podía ser juzgado desde la credibilidad de García. 

Alejandro Toledo fue un caso francamente deleznable. El único elemento discursivo destacable era él; no hubo nada más que él, acompañado por su esposa, en la campaña digital, cuando podría haber aprovechado la situación para promover ideas o personas renovadoras. Si bien podría ser entendible que en la campaña “física” se insistiera en su presencia, en la digital resultaba incomprensible, puesto que es sumamente fácil encontrar argumentos en contra del candidato a cada minuto. Toledo no hizo tanto campaña como promoción personal, y que el resultado fuera predecible no significa que no sea algo triste ver el final de la carrera de un ex presidente en su propio muro de Facebook.

En ese inicio de campaña, dos candidatos que serían importantes más adelante no resultaban para nada significativos. Verónika Mendoza , atrapada en la confusión de los procesos internos de la izquierda peruana y sin un mensaje o personalidad claras, se dedicaba a responder a los demás candidatos, y a festejar avances aparentes en la intención de voto. Barnechea, por su parte, no existía.

En esos primeros meses, la campaña del Frente Amplio se destacó por el desorden, el que producía
desesperación entre sus partidarios, los que multiplicaban las páginas independientes en Facebook. El
mejor ejemplo fue que hasta inicios de febrero, eran las páginas de simpatizantes las que llegaban a tener más acogida que la misma página de la candidata. Añadamos que al momento de las presentaciones o manifestaciones, no mantenía una idea central específica y su discurso era variable, y veremos que el futuro no era muy promisorio. Esa campaña reactiva daba la imagen de ser la única candidata capaz de enfrentarse a los demás sin reparos, pero al mismo tiempo no parecía ser capaz de proponer algo por ella misma. 

Todo cambiaría a partir de febrero, cuando los errores de unos y las exclusiones de otros re-diseñarían el territorio, y con ello la campaña.

Viejo vino en nuevos odres
La dinámica electoral fue afectada por varios eventos en la segunda mitad de enero; pero fue el 31 de enero una fecha especialmente interesante, pues ese día, domingo, la campaña de Kuczynski realizó un evento singular: el matrimonio del PPKuy la PPKuya.

El evento fue la culminación de una serie bastante bizarra de acciones de campaña, con énfasis en lo digital. Divagaciones acompañadas de un diario de viajes competían por espacio con la mascota, de cuya popularidad no tenemos datos, pero que sin duda era, al menos, una idea ya vieja. Entre varias extrañezas, el PPKuy tuvo una cuenta en Snapchat, un servicio popular entre adolescentes en el cual una propuesta política resultaba sobrando. Pero la idea del matrimonio, un evento publico en la plaza San Martín, con miembros de la plancha oficiando como padrinos o celebrantes, resultaba incomprensible, y se volvió ridícula cuando a la noche, la encuesta mas reciente de GfK ponía a PPK cuarto, aunque en empate técnico con dos candidatos emergentes: Guzmán y Acuña. Salvo el bolsón electoral de Lima-Callao, la candidatura de Peruanos Por el Kambio hacia agua.

En un giro radical de la campaña, habiéndose despedido de su querido amigo, Kuczynski se re-posicionó con la noción de que ser “viejo” le daba experiencia. Sin embargo, se contradecía constantemente al hacer apariciones en como “La Zona” a que le hagan entrevistas radiales, o repitiendo la táctica usada en 2011 de hacer el ridículo en público, esta vez dejándose bajar los pantalones cuando antes había permitido que le toquen los testículos. PPK demostró por muchos medios su interés por acercarse a grupos que no eran sus votantes más lógicos, como jóvenes y sectores populares, pero con las maneras más extrañas y hasta erróneas. No supo manejar el contraste entre la total informalidad del inicio de su campaña y el nuevo discurso que quería imponer de que “la vejez era igual que la experiencia”. El engagement era claramente provincia de los ya convencidos, y ya movilizados; pero no había nada de claridad sobre qué decir o contar
para atraer a nuevos votantes. Esto se demostró una vez más en los últimos intentos de PPK al lanzar su campaña “Se acabó el Recreo”, con un look “casual”, hasta fresco, pero también sin acogida en redes. Y también por su video de “48 horas para salvar el Perú”, que a pesar de que fue "viralizado", dio pie a mejores respuestas por parte de candidatos como Verónika Mendoza y Alfredo Barnechea.

Kuczynski quedó como la demostración de que usar medios digitales no moderniza una campaña por ellos mismos. Otro usuario intensivo de los mismos medios, Alan García, terminó perdiendo por completo el control de su mensaje digital: curiosamente, lo que más se compartió dentro de sus redes fueron dos videos –una coreografía y un comercial con extractos del FestiAlan- en los cuales el candidato no aparecía. Inclusive, el FestiAlan —un festival en Agua Dulce con artistas populares que terminó con una presencia del candidato realizando un baile (si se lo puede llamar así) entre grotesco y ridículo— se publicitaba con las imágenes de los artistas invitados mas no del candidato presidencial. El evento con quizás la mayor concurrencia en la campaña del APRA no fue gracias al intento de rejuvenecimiento de García, sino al efectismo de la música y la fiesta. Alan pasaba a ser el telonero en vez del evento principal, confirmando que su estrategia personalista no tenía viabilidad alguna. 

La campaña digital de García demuestra las limitaciones de una estrategia que, dentro de su conservadurismo, intentó acomodar la forma del mensaje a los nuevos públicos pero que la existencia de un emisor completamente deslegitimado fuera de su círculo de votantes fieles provocó que no capté la atención en lo mínimo. Un buen ejemplo en el que la forma digital no pudo compensar las carencias fundamentales.

Otro candidato entrampado de la misma manera fue Hernando Guerra García, que sufrió particularmente por ser casi un pretexto para la reelección congresal del financista de la campaña, José Luna. “Nano” intentó por todos los medios ser relevante, sin lograrlo nunca. La innumerable publicidad de Luna, tanto en la ciudad como en Youtube, generaba malestar mas que de lo que servía para comunicar a las personas sobre las ideas del candidato, y desmerecía la candidatura presidencial. Pese a ello, Guerra García siguió una agenda propia con puntos fuerza: lucha frontal contra la SUNAT, promoción del emprendedurismo, y posiciones conservadoras en lo social como el rotundo rechazo al aborto y a la unión civil. Los spots de su campaña, diseñados para televisión pero emitidos sobre todo en Facebook, comenzaron por esos objetivos, aunque fueron más polémicos que efectivos en mostrar a un candidato con credenciales para ser presidente. El gran problema con su campaña fue su exceso de histrionismo que contrastaba con la seriedad que ameritaban algunos temas: Guerra García trató de lograr atención a través de acciones incongruentes con la actitud que habitualmente mostraba al pregonar sus propuestas. El uso de su página de Facebook fue de lo más tradicional
inclusive en su momento cúspide de atención luego de encadenarse a la entrada del Palacio de Gobierno, lo cual generaba mucha confusión en el mensaje que quería comunicar.

Quiebre y oportunidad
La salida de Guzmán, y en menor medida la de Acuña, ofreció la oportunidad de recomponer la contienda electoral, la que tomó el perfil con el que terminaría: Fujimori claramente arriba; Kuczynski y una emergente Mendoza compitiendo y Barnechea, expectante, intentando meterse por los palos, para usar una vieja metáfora hípica. Ya claramente estancados, los demás contendores solo lograría mínimos cambios gracias a golpes de efecto, al final. 

Pero una breve digresión sobre los que nunca sonaron. Aunque se retiraron algunos, varios siguieron hasta el final, con Guerra García nuevamente el caso más llamativo. Pero también Cerrón, Hilario, Flores Aráoz,  y Simon insistieron a pesar que nunca lograron atención alguna. Algunos de ellos intentaron una narrativa definida, es decir poner una gran explicación de sus actos y propuestas que sirviera para crear una historia que se contara sola en la campaña: por ejemplo, Hilario insistió en su historia personal, mientras que Reggiardo se presentaba como adalid de la seguridad ciudadana. Pero estas narrativas no funcionaron porque no fueron ni sólidas ni dirigidas a alguien específico, a diferencia de las narrativas de los candidatos más exitosos.

En efecto, Guzmán, antes de su exclusión; Mendoza, a pesar de su desorden inicial; Barnechea, que emergió en el tercer tercio: todos tuvieron una narrativa clara. Sea el “outsider” que trae limpieza y creatividad, sea la izquierda valiente y con amor, sea el tecnocrata / intelectual que quiere a su patria, estos candidatos lograron encontrar a quién dirigirse y qué decirles más allá de las propuestas puntuales, y usaron, en los tres casos, Facebook para promover esas narrativas de manera eficiente y barata. Al encontrar a quién hablarle y cómo hablarle, se convirtieron en protagonistas, y el éxito les sonrió, siquiera por un tiempo.

Pero Guzmán no tuvo capacidad de hacer política, a pesar de la fortaleza de su campaña en redes, del buen engagement con su público gracias a que se dirigía a ellos de manera directa y clara. Transmitía la impresión que los conocía muy bien, contando con todas las claves precisas para llevar la intención a la acción. El declive de su campaña empezó cuando se inició el proceso de exclusión. Su respuesta directa ante dicho proceso fue realizar una vigilia en el Parque de la Democracia, junto a sus jóvenes seguidores, mientras que su campaña en redes se descuidaba cada vez más, y se dedicaba a transmitir videos en directo, de mala calidad. Al final, su performance en la calle fue pobre, y dejó la duda sobre la continuidad entre el entusiasmo virtual y el apoyo real.

Efectivamente, Guzmán pareció ser una víctima más del clicktivismo, el activismo hecho con clicks en pantalla: nada más fácil que indignarse, que entusiasmarse o que fascinarse con un click, y nada más etéreo y efímero. A pesar del éxito inicial en redes, de fijar una narrativa y de promover engagement, la campaña de Guzmán no construyó aparato y no tuvo como movilizar el entusiasmo de sus partidarios. Cuando se los necesitó haciendo presión en la calle, las limitaciones de la conectividad impidieron la acción colectiva.

El quiebre no solo cortó el vuelo de Guzmán, sino que cerró el capítulo de Acuña, quién había perdido demasiada fuerza ya para esos días. El final lo encontró luchando contra las denuncias por plagios académicos, y tras el fracaso de su estrategia de respuesta, deslegitimando su candidatura. Rápidamente, Facebook sirvió para ejercer control de daños, con contenidos que viraron en dos dimensiones: por un lado, la campaña se puso a la defensiva, comentando y respondiendo a las acusaciones que llovían desde los medios tradicionales; por el otro, se reforzó la narrativa hacia la victimización del candidato, aduciendo que se le atacaba por ser de provincia y por haber sido pobre. Los contenidos más compartidos de su campaña eran concernientes a su testimonio de vida desde sus inicios más que a sus propuestas. El resultado fue que la disminución de la intención de voto impidió una respuesta política cuando las cosas se resolvieron negativamente: la narrativa del éxito inevitable del provinciano generoso y distinto no sobrevivió las enormes carencias del candidato.

Por contraste, el caso de Alfredo Barnechea es todavía más peculiar. Su campaña empezó siendo monótona y sin un público específico. Únicamente realizaba apariciones en entrevistas casuales acerca de temas puntuales y también en programas de TV, de una manera muy formal y bastante alejada de los demás. Mantenía un discurso sensato, reafirmando la imagen de Acción Popular, como partido antiguo y respetable. Sin embargo, fue a partir de su aparición en el foro de Proética (Fecha) lo que generó curiosidad, y un claro aumento de la atención en Facebook. Sus seguidores lo empezaron a ver como alguien culto, reservado y de muy buena formación. Tras su aceptación en redes, enlazó la vieja narrativa de Acción Popular con propuestas atractivas para los jóvenes y se mostró como la nueva esperanza de estos. Al igual que Guzmán, supo aprovechar la oportunidad de la falta de confianza para darle un giro a su favor. Asimismo, se preocupó por tener una línea gráfica en su fanpage y realizaba videos de los lugares que iba a visitar. En suma, creo una narrativa consistente aunque muy anclada en la percepción positiva que se había construido de manera
rápida y hasta fugaz.

Sin embargo, tras la exclusión de César Acuña y Julio Guzmán, no supo aprovechar esta oportunidad para subir en las encuestas, puesto que inevitablemente hubo ataques, sobre todo en Facebook, empezándose a difundir videos y publicaciones que lo desmerecían como candidato. Se hizo sentido común que su descenso se debió a dos conocidos hechos: “El escándalo del chicharrón” y el “Rechazo del gorrito de Jauja”, que reforzaron la mirada opuesta de su distancia y sofisticación: pituco, privilegiado, flojo. Los intentos de contestar fueron pocos y débiles, y en ciertos casos contraproducentes: su equipo de campaña, compuesto sobre todo por personas de su apariencia y rango de edad, fue presentado en Facebook no con un video o con una publicación atractiva, sino con un foto que parecía salida de un anuario escolar: la promo, digamos, lo que reforzó más las apreciaciones negativas; esto, a pesar de la defensa cerrada de sus partidarios, quizá los más articulados y dedicados en Facebook, que aparecían mostrando sinceridad y pasión cada vez que un
comentario desfavorable era publicado en redes.

Fue en este periodo que la campaña de Mendoza se consolidó alrededor de ideas fuerzas más claras. Primero que nada, el uso del slogan “Vero con V de Valiente”, intentando tener el respaldo todas aquellas mujeres “valientes”. A pesar que no especificase el porqué de la valentía, de la ausencia de una noción clara de fondo en esto (¿valiente por qué, ante quién?), fue a partir de este idea que se reforzó la autonomía de la candidata de la narrativa tradicional de la izquierda peruana. Súbitamente había una narrativa propia, de mujer joven y provinciana, que hablaba del coraje y del amor sin complicaciones. Esta claridad se trasladó a la campaña digital, que pasó a ser propositiva y no reactiva, y a difundir mucho mejor qué buscaba la candidata —ya no el Frente Amplio, ya no la izquierda, sino la candidata— para el Perú. Su viaje a la zona del derrame petrolero, de por sí una excelente movida, fue muy bien aprovechada por su campaña digital, que difundió ampliamente el video, las imágenes y sobre todo la noción que su preocupación, sincera y activa, por el medio ambiente, era integral a la política que proponía la candidata.

Otro aspecto particularmente rescatable de la campaña digital de Mendoza fue que muy a pesar del desorden inicial, siempre se mantuvo la imagen de que era ella quien estaba detrás de las opiniones que se compartían en sus medios, lo que fortalecía los lazos con sus votantes. Se manifestaba públicamente desmintiendo las acusaciones, con comentarios o comunicados según el caso. Sus palabras de aliento y esperanza llegaron tanto a simpatizantes como a quienes se negaban a creer lo que difundían de ella, pero no fueron suficientes para convencer a los indecisos. Al final se notó agotamiento: finalmente se trataba de una campaña pequeña, creada sin muchos recursos y sobre la marcha; esto hace el logro alcanzado aun más interesante.

El contraste con PPK y Kuczynski es evidente: un candidato que desde el 2011 estaba en el partidor, sin carencia de recursos ni de cuadros, de liderazgo incuestionable y sin mayores complicaciones ideológicas, no logró fijar su narrativa en ningún momento. Su apelación cerrada a un grupo específico de peruanos fue tan dura que lo llevó a pedir votos con insultos poco velados, y sus propuestas, abundantes, terminaron perdidas entre las trivialidades de la campaña. Solo al final encontraron un discurso especifico que usar para lograr consolidar el segundo lugar, pero con un costo importante.

Mientras Fujimori seguía tranquila su camino. Una de las publicaciones más compartidas de la campaña fue el documento de su compromiso de honor firmado en el debate, aunque no todas las personas que compartieron dicho documento lo hicieron apoyando la candidatura. El compromiso de honor ejemplifica que no necesariamente un gran número de compartidos representa un claro apoyo en lo digital. Intentó ser la bala de plata, la manera de terminar la discusión, pero la campaña general de Fujimori fue contradictoria: no buscó atención, no buscó movilización, sino que fue un lento deslizamiento hacia el triunfo ineludible sin salirse del guión ni ofrecer nada a cambio de su tranquilidad. En resumidas cuentas, la campaña de Keiko Fujimori fue casi estática. No buscó hacer estrategias arriesgadas en Facebook y se dedicó a compartir fotografías sin contenido, antes que llamar a la movilización.

Puede ser visto como un acierto, pues semejante estrategia concentró recursos en los grupos que le
interesaba: el grueso de las actividades de campaña fue tradicionales, mitines ligeramente disfrazados pero que en realidad fueron caridad o de entrega de dádivas, buscando adquirir o consolidar votos. Al mismo tiempo, esta estrategia evitó que la candidata confrontara sus ideas, lo que terminó por disminuir significativamente la posibilidad de legitimar su triunfo demostrando que es más que tácticas hábiles y apelaciones al pasado. Una enorme oportunidad perdida para la consolidación política del fujimorismo, que más bien queda como un proyecto personalista y populista, precisamente porque no quiere comprometerse con nada más allá de la seguridad del triunfo. El espacio digital, entregado por completo a la difusión de actividades de campaña y a propuestas genéricas, nunca buscó promover lealtad alguna en sus partidarios a ideas o posiciones, sino tan solo a la candidata como cifra, como alusión mas o menos opaca, mas o menos críptica, a cierta manera de hacer política.

La bala de plata
Consolidada la ganadora, la batalla final por el segundo fue “en las redes”. Ya Barnechea había perdido el ritmo y estaba claro que ningún otro candidato tenía esperanza alguna. Ya tanto Olivera como Santos habían alcanzado su mínima fama en participaciones mediaticas tradicionales, aprovechando al máximo la suerte que les saludó. En los últimos días de campaña, cuando parecía posible que Mendoza pasaría a Kuczynksi, la respuesta vino por la Internet.

Mientras que Mendoza recorría el país y radicalizaba su posición política hacia la izquierda más tradicional, Kuczynski probó dos recursos. El primero, viejo y no necesariamente muy efectivo, fue buscar respaldos (endorsements, se les llama en inglés), que fueron difundidos por Twitter. Al ser artistas y miembros de la farándula, el rebote en prensa se dio en las páginas y programas de espectáculos, lo que resulta un contrabando; los rumores de que fueron pagados por la campaña no ayudaron a reforzar la credibilidad de estos respaldos, que en todo caso no tienen una historia muy convincente. El otro recurso fue hacer videos, declarados como voluntarios y sin relación con la campaña, incluidos un par hechos por artistas de factura demasiado profesional para parecer espontáneos.

Pero el gran video de la campaña sería “los amigos en el chifa”. Con apariencia testimonial, un grupo de personas discutían que ante la amenaza del “regreso del comunismo” era necesario votar por PPK. Se buscaba, de manera descarada, viralidad: el video tenia que producir polémica, tenia que “remecer las redes”, y para eso no importaba que la atribución fuera ridícula, usando tropos no por antiguos y sin sustento menos efectivos en ciertos sectores conservadores y, hay que decirlo, prejuiciosos. Era un llamado a no votar por ningún otro candidato que no fuera el único que podía proteger al Perú del comunismo, es decir Kuczynski.

Un video así no es nuevo: videos de ataque ha habido hace mucho, desde el famoso “Niña con margarita y bomba atómica” de 1964. La clave es más que atacar directamente explicar que la responsabilidad está en manos del votante. La diferencia esta vez es la decision de ponerlo en YouTube y difundirlo por Facebook para producir impactos, repetición y re-difusión. La efectividad del video fue indiscutible: logró viralidad y por lo tanto, aprovechó el potencial de los medios
digitales. 

Aunque la respuesta de la campaña de Mendoza fue rápida y potencialmente efectiva, lo cierto es que el grupo al que se dirigió “los amigos en el chifa” era precisamente el más conectado y el más dispuesto a usar los medios digitales para repetir el mensaje, mientras que la respuesta del FA, sin duda también con ese potencial, tenía una población de receptores de menor tamaño. Es imposible afirmar que haya sido este video específicamente, el que causó el resultado final; es cierto que Mendoza, como ya se dijo, había virado a la izquierda, y que la andanada de publicidad negativa tomó muchas formas, y que a pesar del entusiasmo, es posible que simplemente no hubiera mucho margen de crecimiento para el FA en ese momento. Pero lo cierto es que el recurso a la viralidad no fue mejor empleado en toda la campaña como lo fue en ese preciso momento y con ese preciso video.

En resumen…
Como se ha visto, analizar la campaña digital en sí misma es imposible; no solo es un factor relativamente complementario a otros aspectos de la campaña, sino que está subordinada a la narrativa general, a los recursos disponibles, y a los segmentos del electorado a los que se quiere llegar. Pero sobre todo porque tiene que articularse con la movilización general, la que ocurre fuera de las pantallas y que permite contar con los votantes no solo como resignados actores en la soledad de la cámara secreta, sino en la calle o al menos, en el momento de actuar. Guzmán pudo poner un botón para donaciones en su app para teléfonos móviles, pero no por ello pasó de la conexión a la colectividad. Fujimori no tuvo que hacer campaña prácticamente en ningún sentido, porque había construido su base electoral de otra manera, y solo tuvo que sostenerla durante el periodo de campaña; la colectividad será tenue y débil, pero no por ello es pura conexión, sino que existe en el momento que se la necesita.

Sostener la red, alimentar la red. Pero sobre todo, extenderla hacia otras conexiones fuera de lo digital, ese es el camino. Guzmán no tuvo tiempo para hacerlo, aunque no parecía estar en las mejores condiciones para lograrlo. Barnechea definitivamente no supo hacerlo. Kuczynski alcanzó a recurrir a ellas en un contexto tan preciso que casi lo hace irrelevante, salvo porque fue al final de la carrera. Esas son las lecciones de esta elección.