martes, 17 de noviembre de 2020

Asuntos internos: sobre mi candidatura a la Asamblea Universitaria PUCP 2021-2022.

PUCP: Preparando la post normalidad


El siguiente es el documento completo que plantea mis razones para postular a la Asamblea Universitaria PUCP, como profesor principal, con el número 25. 


Estamos ante un camino complicado. La post normalidad será el periodo en que los efectos directos de la pandemia de 2020 comiencen a desaparecer, pero donde las condiciones materiales y humanas todavía no regresen al estado pre pandémico. Tomará tiempo no solo vacunar a la población del mundo, sino reiniciar la economía, y enfrentar los efectos sociales y culturales de la pandemia. Se decía que la normalidad era el problema y no se podía volver a ella; quizá sea cierto. Pero no sabemos realmente que significará la post normalidad, ni como haremos para hacerla viable; más aún, las consecuencias de la crisis climática comienzan a sentirse. Es un panorama complejo, y en la pequeña escala que es la Pontificia Universidad Católica del Perú, será crítico prepararnos para tener alternativas. 


Es necesario reconocer que la PUCP ha logrado manejar la inmensa crisis producida por la pandemia de una manera más que adecuada. Por un lado, considerando los efectos económicos y financieros, los efectos reales en la marcha institucional son fuertes pero se ha logrado amortiguar los peores posibles, como pérdida de salarios significativa para los docentes —sin negar que el empleo de un porcentaje de trabajadores administrativos ha sido duramente golpeado. La adaptación de la actividad académica a la pandemia, sin descartar los problemas que se hayan presentado, ha sido en su mayoría correcta, efectiva y solidaria. 


Pero al mismo tiempo, y atravesando hostilidad innecesaria de grupos de estudiantes y de profesores, se ha logrado también colaborar fundamentalmente con el país, ofreciendo innovaciones tecnológicas de necesidad nacional, algo que ninguna otra universidad ha podido alcanzar. Esto es un logro notable que debemos destacar y que debe enorgullecernos, no solo por la capacidad de nuestros colegas que llevaron estos proyectos, sino por la decisión institucional de impulsarlos. 


Sin embargo, es también necesario reconocer lo que la crisis de la pandemia ha puesto en relieve cuestiones críticas a enfrentar. No solo se trata de seguir funcionando en lo que bien pueden ser varios semestres más de enseñanza remota, si no ir preparando lo que vendrá en la eventual post normalidad, cuando la pandemia deje de impedirnos funcionar como antes, pero tras un periodo prolongado de ingresos disminuidos, de alteración profunda de la práctica cotidiana de trabajo, y de abandono del campus, estaremos en necesidad de reconstruir nuestro trabajo institucional, y de ir planificando como volver a una condición en donde podamos aspirar a funcionar como lo hacíamos antes de la pandemia. 


La crisis política de noviembre fue también un momento definitorio: exigió una respuesta institucional a pesar que la situación claramente escapaba al ámbito inmediato de la universidad; esta respuesta institucional mostró que principios básicos que la universidad ha defendido siempre —aunque no siempre ha ejercido a satisfacción— son indispensables para el funcionamiento de nuestro país. 


Las dos enormes crisis que ha vivido el país nos han afectado menos que al promedio de peruanos; pero igual nos sacuden, y nos obligan a acercarnos más a la sociedad de la que somos parte a pesar de las desigualdades y desequilibrios indiscutibles. La decisión de declararnos en luto por una semana es un reconocimiento al rol inmenso que los jóvenes, universitarios o no, jugaron en esta crisis; pero también de nuestra capacidad de adaptación, y de la existencia en la comunidad de una coincidencia, general, gruesa pero coincidencia al fin, entre los valores fundamentales de una democracia y la marcha institucional. 


Juntas, estas crisis nos dicen que nuestras debilidades son manejables, pero que existen y que debemos enfrentarlas. Por eso hay que impulsar el cambio desde todos los niveles de gobierno de la Universidad, y por eso es que postulo a la Asamblea Universitaria. 


Tres razones críticas: la necesidad de cambiar la manera como se gestiona la PUCP es fundamental. Este cambio es necesario a nivel político tanto como gerencial, e implica asumir que necesitamos otro tipo de mecanismos para tomar decisiones, más basado en evidencia, pero también otros criterios para definir cómo tomar dichas decisiones, no solo basado en evidencia, sino en un diálogo fundamentado en los valores institucionales, sin perder de vista la necesidad de adaptarnos a un mundo cambiante. 


Segundo: adaptarnos no significa aceptar un mundo cambiante. No solo por los valores institucionales, sino porque los vectores reales del cambio no son los mismos para distintos grupos de intereses, distintos actores, distintas realidades. Lo que parece ser evidente en sí mismo para algunos no comienza a tener sentido para otros; lo que debe permanecer no puede hacerlo solo porque conviene a algunos o porque no es cómodo hacer cambios. La diversidad de la universidad es un bien en sí mismo, pues nos acerca algo a la diversidad del Perú, que no es solo cultural sino de desigualdades y de posibles respuestas a estas desigualdades. Lograr el objetivo colectivo de ser la mejor universidad en un país como el Perú, pero dejando espacio para que no tengamos como único factor de decisión para el ingreso la capacidad de pagar pensiones académicas, es indispensable, y esto requiere un esfuerzo complejo y sobre todo compartido. 


Tercero, cambios como estos requieren legitimidad, la que no puede provenir solamente de la autoridad del equipo rectoral y una aprobación pro forma de la Asamblea Universitaria. Siendo cambios transformativos en una etapa de crisis, la Asamblea debe asumir una responsabilidad más cercana a un cuerpo legislativo; sin embargo, está claro que la Asamblea ha sido tradicionalmente una instancia que aprueba propuestas del equipo rectoral, con relativo debate y de manera ágil pero breve, y con poca difusión de lo que se decide más allá de sus miembros.  


Esto ha cambiado en momentos de crisis, claramente, cuando la Asamblea tornó en un mecanismo político, para canalizar el debate y procesar ciertos consensos. Eso ha dejado un vacío, pues las decisiones más estructurales que se han tomado en los últimos años no han sido necesariamente debatidas con la amplitud y profundidad necesarias, lo que debilitó su legitimidad.


Similarmente, la gestión misma de la universidad, que ha causado algunas controversias y un enorme conflicto —la crisis de diciembre de 2018— no siempre han sido advertidas y debatidas cuando se pudo, dejando de lado cierto grado de control político, debilitando la legitimidad del equipo de gobierno. 


En otras palabras, la Asamblea debería ser más activa, asumiendo funciones de control político y debate abierto sobre el curso que quiera tomar nuestra Universidad; para así evitar que las dudas se conviertan en controversias, y las controversias, en crisis. 


Lograr mejorar, cambiar la gestión de la PUCP para hacerla más cercana a las necesidades de su función primordial; reconocer que estos cambios deben dejar margen para la diversidad de la institución, respetando la iniciativa docente y la necesidad de contar con un alumnado lo más diverso posible; y darle legitimidad al proceso a través de un gobierno más deliberativo y diverso. Esto implica apoyar al Rectorado de la manera más amplia pero menos complaciente posible, y participar y demandar participación en las decisiones de mediano y largo plazo. 


Esto debe estar matizado por algo que quizá pueda ser obvio, y por lo cual hay que decirlo: coincidir con el equipo rectoral no debe significar apoyarlo sin más que unas palabras críticas; debería implicar actuar de manera consistente y crítica en los procesos de toma de decisión en donde debemos participar más docentes. No estar de acuerdo con el equipo rectoral no puede ser hablar sin proponer ni evadir la responsabilidad de deliberar para alcanzar el resultado que uno considera mejor, aceptando la mayoría cuando sea necesario. 


Bajo esos principios actuaré si soy elegido. Por esos principios, pido tu voto. 


Gracias. 




domingo, 26 de abril de 2020

Pandemia con vista, VI: qué hacer con la educación

La demanda creciente, altisonante, desinteresada en el diálogo, alrededor de reducir el precio de la educación privada en el Perú, resulta siendo un ejemplo perfecto de la completa falta de visión con la que observamos la pandemia y sus efectos de mediano plazo.

El Perú tiene un exceso de oferta privada educativa por dos razones: el auge de las pasadas décadas coincide con lo que la región ha visto como patrón, la disminución de la oferta pública y la liberalización de la oferta privada, en educación escolar y terciaria. Demasiados colegios y universidades que llenan vacíos que el crecimiento de la demanda y la búsqueda de des-elitización de la oferta han ido creando.

Pero además, en el Perú el abandono de los colegios y universidades públicos es anterior, y más insidioso. A diferencia de Argentina o Mexico o Colombia no tenemos en la Universidad de San Marcos un líder absoluto, incuestionable, de escala nacional; similarmente, los colegios públicos fueron convertidos hace mucho en páramos a donde solo va el pobre, y una señal de estar dejando de serlo es usar algún colegio privado, sin importar si es bueno o no.

Ahora llega la pandemia y la combinación de desidia y reimaginación colectiva de la educación, cortesía de los procesos de 60 años y 20 años, se demuestran agotados. La educación es un derecho pero es un servicio, subregulado por el Estado en lo económico aunque intente ejercer cierto control en lo académico. A nivel escolar la situación es terriblemente dispersa, mientras que a nivel terciario la oferta pública ha mejorado pero no lo suficiente como para hacer posible que muchas universidades privadas no sean atractivas.

La demanda por un descuento radical de las pensiones (50% pide la fantasmal Federación de Estudiantes del Perú, que ejerce su irrelevancia con convicción; en colegios muchos andan por ahí también) descansa en dos argumentos: lo que se contrató no fue esto (educación a distancia digital), que además es inferior y más barata de realizar que la educación presencial. De parte de las universidades y colegios el argumento en contra de la reducción de pagos es casi especular: es lo que se puede ofrecer dadas las circunstancias, y los costos realmente no son tan distintos, si es que no mayores.

Pero el problema no reside en los argumentos, sino en los principios desde los que se formulan. Sea por razones ideológicas o políticas, algunas organizaciones como la FEP piden el descuento porque es lo que deben hacer para mantenerse o lograr relevancia; los estudiantes lo piden porque, legítimamente en muchos casos, no es posible pagar los mismos precios dado el colapso económico. No es necesario un análisis específico de las condiciones de cada uno de los estudiante, sino que el descuento debe ser general, ciego, "en favor del pueblo", y sin mayor consideración por la salud de las organizaciones que brindan el servicio.

Entonces la lógica transaccional como se entiende la política y las relaciones sociales, aparte de la educación, queda clara. No es encontrar algo que funcione, sino satisfacer mi demanda. El otro es inevitablemente flexible y capaz de lidiar con la incertidumbre, mientras que yo no puedo comprometerme a nada. Y además cuando todo termine podrán componer los problemas; y debieron estar preparados para estos problemas, para eso cobran lo que cobran.

De parte de las organizaciones educativas, incluso de aquellas que no quieren reducirse a una lógica transaccional, la preocupación es la preservación institucional. Si no se pagan sueldos, si no se tienen los fondos para garantizar que las instalaciones estén funcionales, sino se sostiene la maquinaria burocrática, ¿qué sobrevive? ¿un cascarón? Pero es cierto que la presión económica es brutal, que las fuentes complementarias de ingresos han caído, que los costos no de la misma manera. Mantener los sueldos y no despedir a nadie aparece como un imperativo, pero ¿es viable sin ingresos?

Para muchos "usuarios" de la educación, la cosa está clara: no es su problema. Si no están usando los servicios, entonces no tienen por qué pagarlos. Si ellos no están recibiendo los mismos ingresos, no tienen por qué preocuparse de los ingresos de los demás. Si no me dan lo que se supone me debían dar, entonces no tengo por qué pagar lo mismo. Es simple pero apabullante: la realidad es que no importa el mediano o largo plazo, no importa qué pasará con la institución, lo inmediato gana.

Claro, lo inmediato nos importa a todos. Pero renunciar al largo plazo es ejercer el corto placismo hasta el suicidio. Nadie parece pensar que si un colegio se ve obligado a bajar sus pensiones al 50%, terminará pronto de dejar de funcionar; ¿quién lo reemplazará? Cuando vuelva "la normalidad", ¿quienes tendrán el dinero para montar escuelas? Lo mismo de las universidades, que tal vez puedan seguir funcionando, pero si las reducimos a la mínima expresión será difícil que realmente puedan ser buenas universidades.

Todo esto revela la miseria de la victoria del fujimorismo. No solo hemos aceptado que la educación privada es lo natural: hemos aceptado que tratarla como si fuera una bodega o un restaurante, un servicio de bajo costo institucional y fácil de reemplazar, es lo natural. No exigimos mejor educación sino que la educación sea como la quiero: funcional y barata, y sobre todo que si no me gusta cambie de inmediato.

Esto en medio de todo, es un drama menor. Si en unas semanas, digamos a mediados de mayo, la cantidad de muertos nos convierten en un desastre y comienzan realmente situaciones descontroladas de violencia, pensar en el costo de la educación privada será una banalidad al lado del colapso social y político. Podemos terminar muy mal, con muertos por miles, violencia desbocada y represión sin control, hasta que el virus haga que los que ya no pueden aguantar más y optan por el desborde, terminen muertos. Una catástrofe de proporciones existenciales. Nadie estará pendiente de clases virtuales o costos de pensiones si los peruanos mueren como moscas.

Pero puede que no ocurra, que no estemos ante una catástrofe existencial. Hay que pensar en el futuro, pero no como "la nueva sociedad" que vendrá, sino como un horizonte, difuso e impreciso, al cual hay que llegar con algo funcionando, con ciertos componentes capaces de mantener niveles de operación adecuados. La educación debería ser uno de ellos.

Quizá más en la educación universitaria que en la escolar, hay demasiados componente del sector privado de los que no se puede prescindir. Sin duda no soy un observador independiente: mi relación de 30 años con la PUCP me hace pensar con claro foco personal, pero también nacional, en la necesidad de evitar su deterioro hasta donde sea posible. Pero también hay que pensar en otras universidades que hacen su tarea, o que intentan hacerlo en serio. Preservarlas con un mínimo de integridad es una necesidad nacional.

A nivel escolar es menos claro, dado que la calidad no viene garantizada por el ser colegio privado; pero igual, dejar que desaparezcan pensando que el sistema público se hará cargo es de una ignorancia mal intencionada. Si aun ahora no hay suficiente oferta de calidad en la educación pública, ¿como diablos hacer para que de súbito y luego de una pandemia que destrozará los ingresos fiscales, los colegios estatales sean suficientes y suficientemente buenos para reemplazar la oferta privada?

Una situación como esta no es fácil de solucionar. Pedir dinero público para los colegios o universidades privados es injusto si primero no se abastece plenamente al sector público. Pedir sacrificios radicales a los padres y madres es insostenible.

Pero al mismo tiempo, si se descapitaliza y debilita a la oferta privada, por años (esto no va a terminar el 2020, por favor...), entonces no habrá nada más. Si las pensiones de una universidad como la PUCP caen por ley a 50% de su costo actual, sin duda sobrevivirá; pero lo que se ha intentado hacer por décadas para convertirla en una institución de calidad internacional, simplemente se perderá. El daño no será inmediato, sino de largo plazo, más allá de la pandemia.

No tengo idea del punto ideal. Pero pensar en términos inmediatos solo nos traerá daños de largo plazo. Buscar alternativas sensatas, que pueden incluir cierta reducción pero sobre todo asistencia focalizada, sacrificio de ciertas actividades o planes, y dedicación a tratar de mantener la calidad educativa dentro de las limitaciones de la educación a distancia, son los pasos indispensables. De parte de los estudiantes, se necesita exactamente lo mismo.

Del Estado, uno esperaría liderazgo, que alguien sea capaz de plantear los problemas como algo de fondo y de relevancia colectiva, no que se ponga de costado, o que opte por dejar la iniciativa a los desesperados congresistas que solo buscan validar su existencia proponiendo lo que pide la calle, sin imaginación para pensar en el país de mañana, solo en el titular de mañana.

Pero en realidad todo lo anterior no es lo importante.

Lo importante, lo crítico, es si lograremos mantener la sensatez y tratar de pensar en soluciones más allá de la demanda individual y la respuesta inmediata. Ambas partes, ¿podrán imaginar una ruta que nos permita que en el 2022 o 2023 podamos volver a la "normalidad" medianamente enteros, medianamente funcionales? ¿O todo lo sacrificamos al altar de mayo de 2020?

Salvar al Perú es más que solo pasar el pico de contagios de la primera ola de la pandemia. Es imaginar qué necesitaremos para reiniciar el país cuando se pueda. El verdadero desafío de la pandemia es hacernos pensar en como sentar las bases para reconstruir el país cuando se pueda iniciar esa tarea. La educación será indispensable, lo que nos obliga a buscar como preservar lo que sirve de lo actual para usarlo en el futuro. Más allá de los intereses individuales, es el norte que no debemos perder de vista. Ojalá lo logremos.

miércoles, 15 de abril de 2020

Pandemia con vista, V: el futuro que todos pretenden ver

Un mes de encierro da perspectiva. Aparte de la contemplación, el ritmo finalmente aparece, y uno se las arregla para hacer lo que tiene que hacer --o al menos algo de lo que se tiene que hacer-- y además se lee y ve mucho que puede servir para pensar las cosas que ocurren. Por ejemplo, uno se da cuenta que por más que se intente compensar, la carencia de una buena educación científica es un problema, que impide realmente entender lo que están haciendo los científicos en todo el mundo. También esa carencia impide discernir plenamente si todos los que meten su cucharón estadístico en este cocido tan complicado y enorme realmente saben lo que hacen. La sospecha que desde un solo saber no se puede realmente intervenir en un debate tan complejo emerge, pero hay realmente pocos que pueden pretender entender todos los ángulos y decir quién está realmente perdido.

También aparecen discusiones en la que uno no quiere participar porque la verdad, son demasiado efímeras o irrelevantes. Surgen además motivos de orgullo o alegría, de desazón o desconsuelo, y sobre todo la sensación que no importa como y cuando termine esto, lo lógico sería pensar en todo lo que se ha puesto en evidencia sobre nuestra sociedad y en cómo cambiarlo.

Lo cual lleva a la pregunta por cuál es nuestra sociedad. Cualquier pandemia expone la constitución misma de la sociedad a la que afecta, en el sentido que más allá de las grandes diferencias que pueden existir entre comunidades, naciones o estados, la capacidad de las enfermedades para afectar a todos es una señal del grado de integración global en el que se vive; o incluso mejor, de la definición efectiva de "global" en la que vive una sociedad. La pandemia de Justiniano o la Peste Negra no solo son lejanas, sino que fueron "globales" a pesar de ser "locales": ambas afectaron a Eurasia, matando millones, y sin duda también el Africa mediterránea: pero el Africa sur-sahariana, las Américas, Oceania, no eran parte del mundo en ese entonces, si no tangencialmente, o directamente eran desconocidas. El resultado fue que sin alcanzar el planeta entero, esas pandemias fueron globales.

En cambio, la Gripe Española alcanzó al mundo entero, lenta pero segura, y mató millones en todas partes, en tres oleadas durante dos años. Un mundo global vivió su primera amenaza global, pero la respuesta estaba enmarcada en la realidad de la época, hacia el final de un guerra mundial que había comprometido la seguridad sanitaria de casi todas las potencias mundiales, y con la ciencia médica lejos de contar con los conocimientos y capacidad industrial de hoy.

La pandemia del coronavirus es la primera que realmente ha detenido al mundo globalizado de la actualidad. Pero la globalización es un factor central de los efectos de la pandemia: toda la economía global se organiza alrededor de cadenas de producción des-nacionalizadas, dependientes tanto de tecnología de información y comunicación para fluir sin detenerse, como de cadenas de suministro y distribución que aunque no tan visibles, garantizan que todos los países tengan acceso (disimil y desigual, pero acceso) a productos y servicios globalizados. Los servicios sufren menos (Netflix funciona bien) pero los productos comienzan a perderse en medio de la disrupción que la pandemia produce: medicinas indias, equipos chinos, ropa de Bangladesh o Vietnam, espárragos peruanos, todo deja de moverse conforme el mundo se atrincheran tras sus fronteras nacionales.

La pandemia es globalizada, y en cierta medida la respuesta es global: pero en realidad, para las personas de a pie, la pandemia es la que ocurre en tu país, en tu estado nación. Así no nos guste, los peruanos tenemos que lidiar con la divergencia entre liderazgo estatal adecuado y capacidad efectiva en el terreno realmente lastimosa. En hospitales mal equipados donde no hay liderazgo ni capacidad ejecutiva, los mandatos presidenciales se desvanecen; y las limitaciones de nuestro estado y nuestra sociedad de hacernos responsables por lo que realmente importa quedan en completa evidencia.

Pasamos casi una década jugando a que las niñerías y contubernios de unos corruptos eran importantes para el país; que la inversión sola crearía riqueza y que por ello había que tolerar y aplaudir a los asesinos, cobardes y corruptos de siempre, y sus sucesores sin mérito. Abandonamos la idea de la responsabilidad colectiva por el crecimiento económico inherentemente desparejo y desigualitario. Ahora que vemos que necesitamos estado; que ni las fantasias libertarias --convertidas en cantaletas de señorones irrelevantes refugiados en una prensa onanista-- ni el caos creativo nos llevan a ninguna parte cuando necesitamos estado; pero que la sociedad peruana, jamás un ejemplo de orden y responsabilidad colectiva, no ayuda nada. Desde el pituco que no puede vivir sin que le carguen las cosas al camionetón hasta el pobre que no puede salir a comprar sino en grupo, nadie parece darse cuenta que la precariedad y el desorden son nuestros mayores enemigos; que no es la falta de ventiladores mecánicos o camas UCI lo que nos puede matar, es la falta de un sistema de salud real, capaz de adaptarse a la realidad de manera humana y efectiva.

Pero la otra realidad evidente es que la globalización ha empequeñecido nuestra capacidad de responder a la pandemia, porque nos ha regalado placeres sin asumir responsabilidades. No hay un sistema global de respuesta a la pandemia: la OMS es finalmente un componente que negocia con las potencias, y cada país baila a su manera. Cuando EEUU asume el liderazgo de algo lo hace porque le conviene, en diversidad de dimensiones es cierto, no solo por pura conveniencia económica; pero ahora ese país tiene a un pobre diablo incapaz de entender nada que no sean sus pulsiones primarias, y que ha reducido todo a un juego de acarícienme el ego; China no está en condiciones efectivas de liderar globalmente; Europa no sabe si es Europa o el Pacto Andino... No hay nadie que pretenda compensar la ausencia de un sistema global, que es lo que necesitaríamos para enfrentar esta situación.

Y localmente, tampoco lo hemos hecho. Más allá de la mención en nuestros pasaportes, la Comunidad Andina es un edificio en el Paseo de la República, que no ha servido para crear mecanismos, por ejemplo, para garantizar seguridad sanitaria regional. Ya ni mencionemos las multiples almas en pena que pululan por la región, esos intentos fallidos de integración mayor: el zombie OEA, el fantasma de UNASUR. Nunca hemos podido trascender nuestros pequeños estados nación para prepararnos para lo que realmente sería importante, como salvarnos la vida.

Lo que nos lleva a la paradoja máxima que la pandemia ha puesto en primer plano: hemos construido un mundo globalizado para el negocio donde todo lo demás es soberanía nacional, pero donde la soberanía nacional ha terminado por ceder terreno, demasiado terreno, a la fluidez económica, a la facilitación del comercio.

Esa es la tarea difícil que debería preocuparnos: no el fin del capitalismo o fantasías similares, sino como hacer para que los estados nación, con los que parece viviremos mucho tiempo más, recuperen la capacidad de gobernar efectivamente sus territorios (o la obtengan) mediante la cooperación orientada a la calidad de vida; en vez de simplemente entregarle soberanía al mercado para luego no tener como enfrentar los desafíos que tenemos delante: ahora es el COVID-19, pasado mañana, la emergencia climática.

Si no podemos generalizar la globalización y crear un gobierno planetario, debemos rehacer la relación del estado nación con la soberanía, el comercio y la acción estatal. Como lograrlo debería ser el debate de los próximos años, incluso mientras contemplamos la posibilidad de perder los privilegios que la globalización le ha dado a algunos.

jueves, 26 de marzo de 2020

Pandemia con vista, IV

La mejor metáfora hasta ahora es la del martillo y el baile. Incluso en el mejor escenario de contención y supresión, de varias semanas sino meses, no todo terminaría. Se lograría suprimir el virus en un país, pero no en el mundo; si se suelta la vigilancia, volvemos a caer. Por ello necesitamos mantener una cantidad de medidas de contención para evitar una nueva oleada que nos ponga otra vez ante la necesidad de cuarentenas agresivas, que al final pueden no ser suficientes, como Italia lo muestra.

Estamos, hoy, en el Perú,  en el décimo día del martillo. Sería audaz decir que hay éxito, porque realmente no tenemos idea si hay diez veces o cien veces más infectados de lo que las pocas pruebas que se toman indica. Si las pruebas tomadas (poco más de 8000) reflejaran la realidad, tendríamos un tasa de infección importante, sobre el 5% de la población, pero que no parecería tener mucho que ver con la pobre práctica de distanciamiento social que se realiza en el país, donde los mercados siguen llenos y hay zonas en donde nadie parece realmente estar preocupado de nada que no sea usar mascarillas completamente inútiles, hechas artesanalmente con materiales que no sirven para la situación.

Digamos que es un martillo incompleto, insuficiente. Quizá funcione, porque hay tantos misterios que nadie puede responder sobre el coronavirus que a lo mejor no hay mucha transmisión. Pero si en dos semanas o tres se suelta el martillo, habría que pensar en el baile. ¿Como será la sociedad peruana en el baile con el diablo que vendrá? ¿Cuanto tiempo estaremos bailando?

Inevitables primeros pasos: la cuarentena seguirá para los mayores de.. ¿cuánto? para los enfermos de ... ¿qué? Las aglomeraciones mayores de 500, ¿incluirán por ejemplo 500 consumidores en una cafetería universitaria, aunque no sean simultáneos? ¿Será posible tener a más de cincuenta personas en un salón de clases? ¿A más de mil en un campus?

¿Cuándo se podrá salir de la ciudad o pueblo dónde vives? ¿Cuándo se abrirán las fronteras?

Volverá el delivery de alimentos, pero ¿cuando podremos salir a comer? ¿A comprar?

¿Tendrá sentido que haya tráfico en las ciudades?

¿En qué circunstancias tendrá que aceptarse que hemos fracasado y que hay que volver al martillo?

¿Toleraremos un segundo martillazo?

Salvo que el coronavirus decida mutar, la única salida clara es una vacuna; claro, la mutación puede hacer que la vacuna no sirva también, con lo que volveríamos a cero. Cortesía de monos con metralleta como Trump, AMLO o Bolsonaro, lo más probable es que la posibilidad de oleadas de contagio se mantenga.

El mejor escenario es que a punta de martillazos el mundo supere la crisis y luego ponga la mejor cara posible mientras llega la vacuna, dedicados a esa danza semi macabra que tendremos que tolerar por meses hasta que la ciencia nos salve.

El peor es oleada y oleada de contagios masivos, como con la gripe española. Martillazos que destruyan la economía, la tolerancia de las comunidades a ser obligadas a aceptar los martillazos. Violencias muchas y el riesgo de perder el control.

Estamos ante una crisis que puede volverse colapso, en el peor escenario. Personalmente, colectivamente, social y nacionalmente, podemos terminar viendo como se deshace la civilización ante nuestros ojos. El tipo de tragedia donde los pequeños horrores personales se desvanecen en la abrumadora incapacidad de corregir el rumbo. Como cuando hay un terremoto o una guerra y no hay tiempo de enterrar a los muertos en orden y con cuidado personal, podemos ver como una tras otra de las instituciones de la sociedad se desarman y desaparecen ante nuestros ojos, sin que podamos despedirnos de ellas.

Por eso solo queda confiar en el martillo ahora, y prepararnos para un largo baile. Con suerte volveremos a las playas y centros comerciales y aviones en un año. Pero el 2020 está cancelado. Apenas queda la posibilidad de tolerarnos mutuamente, y resistir hasta que termine. Y confiar que el azar genético y la chamba generosa y sin limites de científicos por toda la tierra se junten para evitar que caigamos al abismo.

domingo, 22 de marzo de 2020

Pandemia con vista, III

¿1984 o Star Trek? ¿Cuál escogeremos?

Un capitán del ejercito peruano agarra a cachetadas a un transgresor del toque de queda. El transgresor se portó como un idiota y tuvieron que reducir, pero el capitán optó por maltratarlo y básicamente amenazarlo de muerte.

El comando de las FFAA publica un comunicado, luego que el video circula, indicando el nombre del capitán y anunciando sanciones y mejor capacitación. El grueso de los comentarios en medios sociales es "bien hecho, que le peguen por hacerse el vivo".

La pandemia abre la puerta para hacernos los locos cada vez que podemos, y para correr aplaudiendo el castigo de la viveza ajena. Hay casos que resultan incomprensibles, casi suicidas: ¿Como un circo puede funcionar en plena cuarentena? ¿Como pueden estar repletos los mercados? Ciertamente mucha gente necesita trabajar, pero realmente ¿no les importa el riesgo? ¿O es que al final, como mucho de la realidad, optamos por ignorarla y asumir que ya-que-chucha? Total, pasa en todo el mundo: Bondi beach tan llena como Agua Dulce...

Pero cuando los muertos comiencen a apilarse, la respuesta no podrá ser solo represiva. No hay capacidad de hacerlo. Sin duda el miedo hará su parte, pero poco a poco la normalización del riesgo y la muerte hará que las barreras sociales colapsen y cualquier racionalidad basada en la premisa de "normalidad" desaparezca. Ese el temor, el colapso completa de cualquier vinculo social, de cualquier noción de auto represión, a cambio del dominio del miedo en la masa.

¿Como enfrentarlo? Para los científicos sociales y los filósofos, es el debate entre Hobbes y Locke. ¿Es nuestra naturaleza inherente malvada y caótica? ¿Es nuestra vida, necesariamente, solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta? Necesitamos un estado fuerte, capaz de reprimirnos hasta someter nuestra tendencia al caos? En las pesadillas autoritarias del siglo XX, reflejadas por Orwell, la humanidad solo podía sometida por un poder omnímodo, pero también por la normalización de una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta. El leviathan como fin en sí mismo y la obediencia al modelo como satisfacción de la ambición de una vida distinta a la predicha por Hobbes.

Frente a eso, la idea de una sociedad racional, inspirada por la separación del estado y la religión, y por la aceptación de la bondad inherente de la humanidad, es la inspiración liberal tras proyectos multiples que incluyen pero no se agotan en el éxito capitalista de la segunda postguerra. Ahi, cuando como dice Piketty por primera vez r < g, se crea la ilusión de prosperidad que todavía ha sostenido los ideales liberales de un mundo racional; incluso las visiones mas optimistas de Habermas descansan en una sociedad capaz de preferir la cooperación y la comprensión a la agresión y la pasión. Claro, ese ideal liberal no es compartido por todos, pero en el fondo sabemos que la expansión de prosperidad, agotada como esta, sigue siendo el periodo más exitoso de la historia de la humanidad para el humano de a pie. No perfecto, pero más próspero.

La pandemia puede ser el fin de toda ilusión. China nos muestra una versión: comodidad y prosperidad pero robots que te persigue si no obedeces al Leviathan. Italia nos muestra otra: un gobierno indeciso, fragmentado, que cuando toma decisiones lo hace temiendo la incomodidad de la ciudadanía, y que al final termina peor que China.

Entonces parece que Star Trek, la encarnación pop más transparente del ideal liberal, no es el camino. Si hay plata, 1984 no es tan malo; no hay que ser tan pobre, tan solitario, vivir tan poco (no hablemos por ahora de la emergencia climática: una crisis a la vez).

¿Pero qué le queda a la periferia, y a la periferia de la periferia? Nuestro futuro no puede ser completamente 1984 y definitivamente no es Star Trek.

Recuerdo la sensación durante los voraces meses de 1992, entre el autogolpe y la captura de Abimael Guzmán. Las bromas crueles y los supuestos planes secretos, la idea que el Perú no tenía arreglo y que terminaría siendo destazado por las potencias circundantes. Si el pueblo pide 1984 pero no se lo puede dar, ¿vendrán a destazarnos? ¿O habremos demasiados en America Latina esperando ser repartidos al mejor postor? A lo mejor solo quedará un cordón sanitario para que mientras volvemos al estado de naturaleza, no fastidiemos a nadie más.

Al menos la brisa corre y la noche es agradable. El apocalipsis no tiene que ser feo, ni corto. Puedo tomarse su tiempo.

viernes, 20 de marzo de 2020

Pandemia con vista, II

Tres muertos en el Perú.

No sabemos cuantos más vendrán pero es evidente que serán muchos. Al parecer también es evidente que el mundo cambiará.

Si es cierto que cuando uno es carpintero todo parece clavos, las proclamas sobre el futuro de los que observan el mundo, desde la ventanita minúscula que cada uno tiene en medio de la emergencia, sirven más para comprobar los sesgos preexistentes que como ejercicio coherente de prognosis. Hay quienes están afirmando con convicción envidiable que el mundo tendrá que cambiar y que cambiará en la dirección que les gustaría que cambie: sea la solidaridad o la educación basada en dispositivos móviles.

Los propagandistas de Cuba insisten en las virtudes del interferon, compuesto químico que Cuba produce desde hace décadas y que no sirve para curar sino para paliar, pero que sobre todo abunda en todas partes porque se produce desde hace más de cincuenta años.

Los propagandistas --ingenuos-- de Rusia alaban que el viejo Oso no tenga muchos infectados y que Putin haya, él solito al parecer, decodificado el genoma del SARS-nCoV-19, cosa que se hizo antes y en muchos sitios.

Los que condenan a los pitucos por salir a correr se alternan con los que condenan a los pobres por seguir en la calle vendiendo. El pobre no cree sino en si mismo y por eso necesitamos una revolución, o dejar de ser pobres, o lo que venga a tu imaginación. El pituco es malo, malo, malo, y egoísta por pensar en él y no en los demás, aunque el pobre lo hace porque no cree en los demás.

Algún señorón que vende su imagen de "niño terrible" gracias a la complacencia de la prensa cubre su deseo de seguir haciendo lo que le da la gana en un liberalismo a ultranza, de esos que sostienen que cada "homo economicus" puede decidir mejor que nadie por su propia salud. Aparte de lo absurdo del argumento en medio de una pandemia, no puedo dejar de pensar en lo desagradable que debe ser no tener quien te haga la cama, te exprima el jugo y te tiña el pelo.

Algún radical con añoranzas autoritarias quiere que expropien el Golf de San Isidro, porque eso es más urgente que habilitar parques en donde no los hay y educar a la gente para que los use bien y los cuide.

Yo solo me paro en la puerta de mi casa y veo lo que queda de la normalidad, y compruebo que lo primero que extrañamos es eso, lo de siempre. Que el elástico ha sido jalado tanto en una dirección tan incomoda y peligrosa que lo primero que querremos todos será la normalidad. Pero que es cierto, que hay fuerzas que están alterando elementos estructurales, esos que no se ven, y que quizá sea posible combinar las posturas: querremos normalidad pero no podremos evitar los cambios, porque esos no vendrán de nosotros.

Los jóvenes cuyos planes de viaje quedaron truncos volverán a soñar con hacerlos, pensando que podrán ver los cisnes en Venecia.

Las empresas que están a punto de quebrar serán salvadas por muchos gobiernos, aunque esto signifique no asistir a los ciudadanos.

Volverán los aviones y los barcos a circular con todo lo que tienen que traer de aquí a allá, y seguiremos hiperglobalizados.

Habrá un daño psicologico, masivo, pero al final será superado. Como una guerra mundial, ¿será lo que defina un época? Quizá el colapso del dominio de los EEUU por un mundo en clara competencia entre un autoritarismo con plata, el chino, frente a una democracia en declive, sino decadencia, Occidente. Qué ocurrirá con ese nuevo conflicto es difícil de saber pero es más difícil imaginar que el modelo económico cambiará.

Me estoy imaginando la elección presidencial peruana de 2021. Sin Vizcarra, es decir sin alguien a quien echarle la culpa o halagar por su acción ante la mayor crisis de salud pública desde el cólera de 1991 (sino antes), ¿de qué van a debatir los candidatos? ¿Como el estado peruano se preparará para la próxima pandemia? Lo dudo. Digo, si hay elecciones: quizá tengamos la pandemia, en segunda o tercera oleada, durante la campaña.

Si el mundo está sufriendo un shock, lo único que se puede decir es que solo aquellos que sobrevivan mejor podrán reconfigurar las instituciones y estructuras planetarias. Aún está lejos saber quién será ese "vencedor", pero parece más probable que sea China a que los EEUU, atrapados en la payasada trumpiana, sepan como reimaginarse.

Y nuestro querido Perú, quizá sobreviva más o menos igual. Pero difícilmente salga adelante.






miércoles, 18 de marzo de 2020

Pandemia con vista, I

El perro de mi vecina lloriquea porque nadie lo saca a jugar.

Es un perro bonachón, chusco pero con buena onda, que nunca ladra y hace caso a cualquiera que lo busca. Vive, como yo, frente a un enorme parque con arboles varios y mucho espacio para correr, popular con los chicos del barrio. El perro suele ser sacado por ellos, sin pedir mayor permiso, para corretear un rato; o por otros dueños de perros, quizá porque su bonhomía es tal que compensa la energía de los demás animales.

Claro, en el tercer día de la cuarentena, nadie lo busca.

Mi completa carencia de empatía con los animales me impide preocuparme mucho, pero sí entiendo su plañido. Los niños (y son sobre todo varones, para evitar dudas inclusivas) de siete a once suelen adorar los perros, aunque luego la pasión parece moverse hacia las niñas. Para una generación como la mía, que no imaginaba salir de su casa salvo para irse afuera o casarse, el rito de pasaje de vivir con amigos y tener una mascota no se me apareció nunca por la cabeza. Un hijo alérgico canceló cualquier posibilidad.

Pero que la gente adora, hasta la humanización, a sus mascotas, es un rasgo intensamente contemporáneo, donde las tareas que antes requerían un sistema familiar son más fáciles. Un perro comía camote y hueso, cocinados al mismo tiempo que la cena familiar; ahora tiene una amplia variedad de opciones preempaquetadas que permiten al joven sin intención de complicarse la vida el tener un perro, alimentarlo y no gastar tiempo en esa parte de la chamba. Incluso los gatos, la mascota más fácil para el flojo, usan ahora arenas especiales y comidas gourmet.

¿Como manejarse en la ausencia de libertad? No se puede ir corriendo a un supermercado por comida ni encargarla por un motociclista explotado por una plataforma digital. Hay que incorporar a la mascota al ritmo de supervivencia. Pero claro, si un perro le faltará ejercicio, quizá hasta el punto de la neurosis; lo mismo se puede decir de los que tienen a la mascota y su alimentación en la cúspide de sus preocupaciones. "No debemos romantizar la cuarentena" nos dicen los conscientes; ¿qué puede hacer alguien que no tiene realmente otra preocupación? O mejor dicho, ¿si los que podemos hacerlo no romantizamos la cuarentena, qué opción nos queda?

El perro de mi vecina puede ser un espectador triste de la soledad del parque; yo puedo deleitarme con el silencio, aunque extrañe el ruido de los aviones que salen del aeropuerto cercano, que me ha acompañado desde hace 45 años, cuando me mudé por esta zona; otros podrán deleitarse de la variada colección de contenidos mediáticos que les facilita aburrirse. La opción es pensar en serio en lo que pasa, y deprimirnos.

No me refiero a la realidad inmediata: a los idiotas que no acatan la cuarentena y se van a cantinas clandestinas, a los ancianos necios que dicen "¿qué te importa de qué me muera?" al periodista que los cuestiona; a los gerentes peseteros que explotan a empleados precarios. Hay mucha tragedia alrededor.

Más bien, la realidad sería la trayectoria civilizatoria. Esta pandemia es el costo del desarrollo con crecimiento poblacional y consumista, donde lo que se podía hacer hace cuarenta años en China y cien en Occidente (consumir sin límites todo lo que uno quisiera) estaba al alcance de una minoría ecológicamente segura. La maravilla de ver delfines y cisnes en los canales de Venecia parece sacada de las historias de Le Grand Tour (como llamaban las damas de alta sociedad inglesas al obligatorio paseo por la Europa continental antes del matrimonio, como aparece en A room with a view); la gracia es que ese Grand Tour solo era viable cuando lo hacia una minoría rica, no las masas desbordadas que hacen que Italia sea cada vez más un curso de obstáculos. Claro, la economía italiana se adaptó hace rato a ese curso de obstáculos, y el resultado ahora es sufrimiento. Los cisnes y delfines no son compatibles con Instagram.

El 2019-nCoV/SARS-CoV-2, el virus que produce el COVID-19, es un regalo de la globalización: las prácticas culturales de una minoría producen mutaciones y saltos zoonoticos, pero la facilidad de contagio tiene que ver con las industrias y la economía de consumo final creada por la globalización. No tiene mucho sentido pensar cuán diferente hubiera sido sin viajes abundantes entre China y el resto del mundo, porque el antecedente de la Gripe Española de hace casi exactamente 100 años es suficiente: se puede matar a millones sin necesidad de aviones. Pero poder ver en tiempo real, cual si contempláramos la leche llegando a punto de hervor, cómo un virus asola al mundo, es un regalo de este presente.

Pero nuestros cielos súbitamente más azules nos permiten pensar en un mundo distinto. Ante la catástrofe de clave menor pero igualmente global que tenemos hoy, el cielo más bello será aquel que la destrucción completa de la civilización occidental nos ofrezca cuando la emergencia climática termine de desatarse. Al menos nos que nos sobrevivan tendrán hermosas vistas.

¿Podré eludir el abismo de la depresión producida por la realidad? ¿La que hay y la que vendrá? No lo sé. Por ahora escucho al perro gimotear y me da pena, pero quizá no sea por el perro.