miércoles, 23 de julio de 2014

De doctores, doctorados y críticas

Comprensible la andanada de burlas y pullas luego de la revelación que Alan García Pérez no tiene doctorado y por ello, no debería ser ni siquiera profesor de un doctorado en su muy acogedor segundo hogar, la Universidad San Martín de Porres. Me aúno, no es un personaje que merezca mi respeto.

Pero las críticas se fijan demasiado en un aspecto muy preciso. Efectivamente, hay disposiciones legales y reglamentarias que requieren que alguien tenga un doctorado para poder dirigir un doctorado, y AGP no las cumple; y esto es apenas el inicio del problema, y no debería ser el centro de las críticas.

El propósito de un doctorado no es dar un pomposo apelativo que usar antes del nombre, para impresionar a los incautos. "Doctor" no es equivalente a sabio o superior, solo indica que una persona ha continuado su educación, con mucho esfuerzo, y que ha producido un trabajo de carácter académico con ciertas características, que ha sido juzgado por otros doctores como digno de la categoría de "tesis doctoral". Producir esa tesis es una chambaza, lo sé por experiencia propia pero sobre todo por la enorme cantidad de horas, pestañas y neuronas que ha requerido de muchos buenos amigos y colegas que han hecho doctorados de altísima exigencia.

Pasar a enseñar en un doctorado es todavía más difícil, puesto que indicaría que no solo has hecho una tesis y cumplido con los demás requisitos, sino que encima estás más preparado que otros con tus mismas calificaciones. ¿ Cómo se estima esto? A través de tu producción académica: has seguido escribiendo, publicando y un largo etcétera. Si no solo enseñas, sino que diriges un doctorado, es que tus calificaciones académicas son singulares, y encima eres un buen administrador.

AGP no califica, no porque no tenga el grado de doctor, sino porque no es un académico. No ha producido nada que sea juzgado por otros académicos, sino que es un político (malo, pero ese es otro tema) que ha aprendido mucho en el hacer. Esto lo calificaría para enseñar en un doctorado, muy probablemente, puesto que su experiencia es de primera mano y amplia; en muchos casos se opta por permitir que aquellos a los que les sobra experiencia pero no tienen las calificaciones enseñen, materias precisas que tienen que ver con esa experiencia.

Evidentemente, la intención de AGP al dirigir un doctorado es darse una patina de respetabilidad académica, crear un rollo que parece justificar lo que hace, hizo o quisiera hacer como dirigente político y presidente. Carece de un propósito académico, es decir de formar gente para que pueda producir con un nivel elevado y consistente reflexiones intelectualmente sólidas, basadas en conceptos y teorías bien usados.

Esa es la crítica central, que no tiene que ver con el falso grado de doctor: para AGP, como para muchos políticos o empresarios o simplemente miembros de la élite peruana, un doctorado es un adorno, otra chapita para pegar en el traje; no la promesa de seguir haciendo lo que se hizo durante el tiempo que se estudiaba. Trivializar el trabajo de los académicos es tan grave como despreciar la inteligencia en general, cosa que suele ocurrir en nuestro país; dirigir un doctorado cuando lo único que se quiere es justificar las propias acciones y producir adulación pseudo-intelectual, es señal de pequeñez humana y de irresponsabilidad política. Así visto, si AGP tuviera, como bien podría pasar, tener un doctorado, no estaría calificado para enseñar o dirigirlo: no sería un académico, sería apenas un interesado en la adulación y la autojustificación.

Que sirva para aprender la lección que la Ley Mora no ha incorporado: el problema no es ni debe ser el requisito formal, sino lo que se busca lograr con ello. Un buen político, sin doctorado, puede ser un profesor digno de un doctorado de ciencia política; un mal político, con doctorado, no debería ser admitido en ella sino para volver a empezar.

jueves, 17 de julio de 2014

Tras el Mundial (I): el futuro (nada) diferente del fútbol peruano, o pedirle peras de oro a un olmo privatizado

A mediados de los setenta, el Perú gozaba de un buen período futbolístico. El éxito de 1970, el también éxito (aunque con trafa) de 1975, luego la clasificación a Argentina 78. En el terreno dirigencial, Teófilo Salinas Fuller era el presidente de la CSF, ahora Conmebol, y eso “era bueno para el fútbol peruano”, o al menos eso decía la prensa local. 

En la actualidad, el fútbol peruano hace agua por todos lados pero tenemos un dirigente tan prolongado como Salinas: Manuel Burga. Objeto de desagrado y desprecio, también recibe el calificativo de causa del fracaso de este deporte. Desde comentarios tremendistas que asumen que el principal o casi el único culpable es Burga, hasta los que opinan que es culpable junto con otro, su aparición en reuniones de la FIFA o en eventos deportivos produce revulsión. 

Ahora, la pregunta inevitable es ¿qué ha hecho o dejado de hacer Burga para ser convertido en la bestia negra de los aficionados peruanos? ¿Qué hace que tener un dirigente eterno sea bueno cuando nos va bien, pero deja de serlo cuando nos va mal? El problema no es, strictu sensu, corrupción, dado que la FIFA y las federaciones nacionales no son organizaciones corruptas sino más bien un monopolio transnacional sin regulación, capaces de hacer lo que quieren porque controlan un negocio majestuoso a través del mecanismo de repartir ganancias sin mayor empacho. No hay delitos, pero sin duda hay conductas inmorales. 

Salvo en los países autoritarios, la organización del fútbol a nivel nacional suele ser más bien autónoma, alrededor de grupos que se articulan en ligas y campeonatos, y que reciben exenciones fiscales pero no necesariamente financiamiento estatal. Es el caso de la Federación Peruana de Futbol, que no tiene muchas propiedades ni controla el fútbol profesional: este negocio es manejado, como en muchos otros países, por los propios equipos que juegan en la liga superior, con la única demanda de respetar la estructura integral y aceptar a los equipos que ganen los ascensos como parte de la élite comercial. 

Sin duda, Manuel Burga ha optado por la comodidad absoluta: que los clubes hagan lo que quieran, él apenas verá lo mínimo indispensable para garantizar la marcha de la selección, de las selecciones en otras categorías, y ciertamente de los campeonatos locales. Burga, digno representante de los tiempos que corren, decidió que el mercado es el mejor asignador de recursos y no ha intervenido en su marcha. 

La mediocridad del fútbol peruano resulta entonces culpa de muchos, incluyendo Burga, pero la falta de resultados no se le puede atribuir directamente. Un liderazgo activo tendría que conseguir convencer a todas las partes de crear otra estructura, pero sobre todo otras prácticas en la formación futbolística, comenzando desde la infancia con campeonatos en serio y manteniendo ese estándar por años sucesivos. Se necesitaría que los clubes vieran a los jugadores como inversiones de largo plazo antes que como soluciones baratas, a ser contratados cuando están listos para luego ser vendidos cuando alguien incauto pregunta por ellos. Se necesitaría que la FPF tomara control bajo otras premisas del fútbol peruano, con la intención de lograr algo en quince años y que mientras tanto, comprometiera a los clubes a invertir en formación, manteniendo niveles adecuados de endeudamiento, y contribuyendo con buenas, ordenadas y sistémicas divisiones inferiores. Claro, en conjunción con federaciones regionales similarmente orientadas. 

O también hacer la cosa fácil: que se maten entre todos por centavos mientras yo prácticamente vivo en Zurich y no me pierdo una sola fiesta. 

¿De verdad queremos que el fútbol peruano funcione? En un país que no tiene las reservas naturales de buenos futbolistas de los platenses o los brasileños, la única forma es formar a los talentos que emergen sin mucho apuro y sabiendo que el fracaso es la norma, que no habrá muchos éxitos al comienzo. Si Alemania ha hecho lo que ha hecho para lograr ser campeón mundial, apenas clasificarnos a un Mundial va a requerir que estructuremos formación mucho más solida y consistente en el tiempo que aquella que ya existe en los países vecinos, que están por encima de nosotros, claramente. Los dirigentes apenas servirán para hacer que esto ocurra, y deberían pasar a un completo segundo plano: pueden durar décadas o meses, si el plan está funcionando y la máquina, bien diseñada y operativa, hace su trabajo. No necesitaremos a un Salinas como tampoco será necesario odiar a un Burga. 


En otras palabras: dejar de creer que el mercado lo soluciona todo y optar por un plan sin que la prioridad sea la ganancia rápida ni la clasificación urgente. No me cabe duda alguna que Burga jamás hará eso, y por ello debería ser reemplazado; pero tampoco me cabe duda alguna que no hay interés alguno en la dirigencia futbolística en general, ni tampoco en la hinchada, en aprender a esperar; y que no hay nadie en el espacio actual del fútbol peruano en condiciones de hacer el trabajo de largo plazo solo, sino que se requiere un consenso cuidadoso y bienintencionado que no creo posible. Nuestros infantilismo de nuevo (medio) rico nos impide darnos cuenta de lo evidente: no hay razón alguna para que un milagro ocurra, sino que necesitamos trabajar, ser organizados y modestos. 

Y eso incluye dejar de echarle la culpa a Burga como si él fuera el único malo de esta historia.