sábado, 28 de febrero de 2015

No somos Spock

La ciencia ficción es una metáfora compleja y entretenida de la condición humana. Cuando quiere, es poderosa, singular e ilustrativa de lo que somos. No voy a compararla con Dostoievski, pero la buena ciencia ficción sin duda deja en claro qué angustia y qué ilusiona al ser humano de su momento.

Como es de su momento, la ciencia ficción envejece, y a veces lo hace realmente mal, tecnológicamente hablando; más si es buena su potencia permanece cuando dejamos atrás las argucias técnicas. Releer una joyita como Los Nueve Mil Millones de Nombres de Dios, de Arthur C. Clarke, en donde una computadora demora varios meses en hacer lo que un app haría en segundos ahora, obliga a extrapolar los detalles técnicos para entender lo que está detrás, lo que hace que la historia sea hermosa, conmovedora o simplemente buena. Uno de mis cuentos favoritos de ciencia ficción, el hermoso Caleidoscopio de Ray Bradbury, no tiene más contacto con la realidad que la manera como se entendía que se podía hacer misiones espaciales a comienzos de 1950, pero eso no le quita la potencia y el lirismo del astronauta que se pregunta  si alguien pensará en él cuando arda al caer a través de la atmósfera. No se necesita precisión tecnológica para emocionarnos y sorprendernos con algo tan elemental como la búsqueda de sentido en el momento final de la vida.

Y así, la ciencia ficción crea mundos que son más reflejo que novedades. Neuromante nos pregunta por lo que nos hacemos al dejarnos consumir por los medios; Born of Man and Woman nos cuestiona nuestra justicia con aquellos que no son como nosotros; La Jetee interroga por lo que dejamos de ser  cuando dejamos de tener la tierra bajo nuestros pies; La Invención de Morel propone simulacros para preguntarnos si la realidad es lo que vemos o lo que hay tras nuestras visiones y artificios; Moon nos recuerda que el trabajo puede ser agobiante, aburrido y finalmente deshumanizante incluso en otros mundos; Blade Runner es la pregunta fundamental: ¿qué nos define como humanos? y acaso, si alguien más que nosotros puede ser más humano que nosotros...

Claro, hay más libertad en ciertos géneros que en otros. La literatura permite que la imaginación vuele sin límites, y muchas veces termina creando mundos difíciles, deliciosos para visitar pero donde no quisiéramos vivir. La ciencia ficción televisiva, en cambio, tiene que convencernos de pasar una hora regularmente viendo y viviendo en otros mundos, aceptando la transacción que nuestra imaginación esté sujeta por reglas concretas a cambio de ofrecernos un mundo hermoso y donde nos podríamos sentir cómodos.

Esa fue la transacción que Viaje a las Estrellas tuvo que aceptar hace ya cincuenta años. Se inventó un mundo que no fuera incómodo ni pesimista a cambio de comprometernos con la visita semanal. Pero no se renunció por completo a la mirada especular: para eso se inventó un extraterrestre que nos recordara, solipsistamente, que somos de lo mejor.

Spock, del planeta Vulcano, era una novedad en una realidad en donde los negros y las mujeres no podían ser todavía considerados realmente comparables a los varones anglosajones. Spock era diferente pero aceptable: no era una negra extraterrestre, era una suerte de Don Draper de otro mundo (sin la promiscuidad sexual, claro). Nos cuestionaba desde la familiaridad, hablaba mal de nosotros desde la cercanía de ser reconocible como humano. No es solo cuestión de presupuesto: los extraterrestres suelen ser humanoides porque así lo que nos dicen es el consejo de un amigo y no la observación de un antropólogo; porque así parecen tenernos un tantito de envidia, porque los humanos son de lo mejor que hay, una especie fantástica a la que todos, salvo los malos, en el fondo quieren parecerse.

Spock circuló por décadas en distintas funciones y tareas pero siempre sirvió para recordarnos que somos la muerte, pero que debemos trabajar en mejorar nuestra performance. El bromance entre Kirk y Spock era la señal que en el fondo, todos podemos llevarnos bien si nos parecemos lo suficiente y nos portamos bien. Las distintas historias, tejidas en la mitología de las series y las películas, sirvieron para alimentar a los fans; el Spock de los sesenta reapareció en los ochentas en películas y luego en La Nueva Generación; incluso se dio tiempo para crear paradojas temporales en el reboot, hasta que la innecesaria Into Darkness lo usó, innecesariamente, como parte de la destrucción de Star Trek para crear una franquicia de acción más.

Esto no hace al personaje menos poderoso y evocador. Aparte del rol fundamental para aquellos que tuvimos la suerte de ser formados en esa década increíble que fue la de 1960, Spock nos ofreció un paradigma de humor, seriedad y eficiencia que sabíamos imposible de alcanzar (finalmente, era de otro planeta) pero tampoco tan lejano. No somos Spock, por suerte: pero podemos tener lo que nos guste más a cambio de aguantar su (falta de) sentido del humor y su rigidez, su socialismo casi explícito, su fortaleza de voluntad. Como buen huésped, Spock sirve para indicarnos un ideal sin pedirnos que lo alcancemos, porque nos da razones para no hacerlo. Y además, por encima de todo, siempre ha sido y será nuestro amigo.

Eso es lo más poderoso de la ciencia ficción: nos da optimismo ante las desavenencias y las dudas. Nos dice que el universo es nuestro si nos dejamos de tonterías y nos aplicamos a ser todo lo que podemos ser. No hay que ser un insípido Vulcano para alcanzar las estrellas. Pero es mucho más entretenido cuando lo tenemos al lado, para que nos felicite desde su superioridad, por lograr más que él.

Ese placer televisivo, melodramático, es lo que nos hace volver y querer más; no buscamos que un Batty nos muestre que es más humano que nosotros: queremos serlo y ser aplaudidos, porque la vida es muy corta para que nuestros defectos nos hundan cada semana.

Como dije hace seis años, los tiempos han cambiado, y el optimismo sesentero de Star Trek no tiene mucha cabida en el mundo confuso, aterrado y ensimismado tecnológicamente en el que vivimos. Atrapados como moscas sin salida en la World Wide Web, pidiendo ayuda a gritos, dejamos de ver el universo como salida y nos obsesionamos con nuestras miserias. Hemos perdido el futuro.

Pero en un rincón, con su ceja levantada y su mirada inquisidora, estará el señor Spock, esperándonos cuando llegue el día en que volvamos a esperanzarnos.




viernes, 27 de febrero de 2015

Neutralidad de red (ya viene, ya viene...)

Hoy, el día que el Perú estará dedicado a la televisión basura para no sé exactamente qué, opto por ignorar el tema y escribir sobre neutralidad de red. Ayer la agencia regulatoria de las telecomunicaciones de EEUU, la FCC, aprobó convertir la Internet en un servicio público, es decir en un servicio que debe ser brindado igual para todos, sin preferencias o prioridades, como sí se podría si se le consideraba un servicio de valor agregado, que no tiene regulación significativa.

Estoy traduciendo de manera algo tosca "common carrier" y "information service" en los términos que se usan en el Perú. Aquí la Internet sigue siendo un servicio de valor agregado, en donde sería posible ofrecer transparentemente priorización de servicios (más barato si solo ves televisión de Movistar, por ejemplo). La idea de la neutralidad de red es lograr que no exista ningún acuerdo de integración vertical entre un operador de telecomunicaciones y un proveedor de contenidos, impidiendo que nuevos proveedores tengan oportunidad de ofrecer sus opciones en los mismos términos que otros.

Es una buena cosa, es una necesidad en tiempos de cada vez mayor conglomeración e integración vertical. No es todo lo que se debe hacer para lograr que la internet sea efectivamente un servicio público, pero es un buen primer paso, en EEUU.

Aquí en el Perú OSIPTEL está trabajando un reglamento de neutralidad de red, y habrá que conversarlo en su momento; hay cierta acumulación confusa de normas que requiere que se despeje los distintos artículos, pero en principio las telecomunicaciones peruanas son neutrales y la Internet debe ser tratada como tal, aunque falte ordenar la cuestión de servicio de valor agregado / servicio público para que no quede espacio para idas o venidas.

Este tema es crítico.  No es un asunto "técnico", sino político: definirá qué tan acogedor a la iniciativa de entrantes nacionales e internacionales, que tan competitivo pueda ser la oferta de acceso a la Internet, y que tan parecida al resto del mundo será la Internet peruana. Por eso en 2010 un grupo de semi activistas propusimos, sin mayor éxito, principios digitales para el Perú, entre los que se destaca la neutralidad de red. Por eso es que la tendencia del activismo digital es lograr que se cuente con neutralidad; por eso es que los operadores de telecomunicaciones han intentando dejar en claro que sería fatal para el desarrollo de la red hacerlo, porque al final de cuentas, las tuberías son de ellos, como dijo el presidente de Telefónica.

Claro, no basta con Neutralidad. Ella misma no significa mucho más que el placer de saber que mis correos electrónicos, mis actualizaciones de Facebook, mis torrents y mis streams de Netflix son tratados igual por mi proveedor de acceso, sin throttling ni bloqueos. La neutralidad no crea una industria de contenidos más de lo que buenos estándares televisivos o canal claros en radio. En realidad, la neutralidad de red permite que algunos proveedores de servicio cuenten con más opciones para lograr alcance global, con lo que la globalización de doble candado seguirá agarrando viada (pero eso es tema para otro día, con mucho más para decir). Pero al menos la Neutralidad garantiza un entorno en donde las telcos no dominen la Internet; en el fondo, algo mucho más justo que el mamarracho de regulación de la televisión digital creado por el gobierno aprista, que regaló el espectro a los que ya tenían canales y les aumentó el capital sin considerar nada más que favores políticos. El negocio no les ha funcionado, y la televisión digital terrestre en el Perú no despega.

Que sirva de lección: al final la diversidad de opciones en un lado se lleva de encuentro a los que solo tratan de proteger sus modelos de negocio. Pasó con la música, pasa con la televisión, pasa con las telecomunicaciones.


viernes, 6 de febrero de 2015

TV Basura o el entretenimiento y sus límites

Hay una marcha contra la TV basura. Asumamos que nos entendemos, y que sabemos qué es, aunque no necesariamente podamos definirla. Más allá que todos tengamos derecho a ver lo que queramos, y que la televisión, siendo un negocio, apuesta a aquello que le dará más resultados comerciales, es válido discutir qué es lo que nos molesta de la televisión peruana y qué deberíamos tener. Siquiera como ejercicio intelectual, puesto que es altamente improbable que ocurra nada que no sea la continuación de los programas.

Hay tres grandes argumentos sobre la televisión basura: es de mala calidad, hasta el punto que es obscena, denigrante o violenta; no es adecuada porque no es educativa o no promueve valores; o se propasa, más allá de los límites que debería tener. Aunque se parecen, el primer argumento no es lo mismo que el tercero: es posible que las categorías "obscenidad" o "violencia" sean más una función del uso y el abuso que de un valor moral absoluto, siendo así que una televisión que transmite escenas violentas pero de buena calidad (digamos, un película de Scorsese) no tiene problemas con el primer bando pero siempre los tendrá con el tercero.

La cuestión de la calidad puede debatirse pero podemos partir de asumir lo siguiente: definamos calidad como una función de originalidad narrativa y audiovisual combinada con producción y ejecución. Entonces, un programa de buena calidad es aquel que, sin importar la temática, es original, innova en la narrativa y en la ejecución de la misma, y que resulta en una combinación tal que impacta positivamente. De nuevo: Taxi Driver, violenta como es, desagradable por partes como es, fue singular, innovadora y sin duda sigue siendo una gran película. En televisión, The Wire es cruda, violenta y tiene desnudos, escenas de sexo y muchas pero muchas groserías, aparte de no respetar a la autoridad; pero es una de las más grandes obras televisivas jamás hechas, y no es posible entender la televisión contemporánea, ni aprender cómo y hasta dónde se puede contar una historia en este medio, sin ver The Wire.

Esto haría a The Wire un buen reemplazo de Esto es Guerra? No. Los programas se crean para ofrecer distintas formas de entretenimiento y lo que The Wire trae no es lo mismo que aquello que un programa "reality" de competencia ofrece, y no tiene nada de malo que tal diferencia exista. Digamos que en un universo en donde coexisten programas muy diversos podemos postular la existencia de personas con intereses y gustos también muy diversos, y la televisión les ofrecerá entretenimiento a todos. Claro, la calidad no solo es función del entretenimiento que alguien obtiene, y la crítica a los "realities" de moda va porque no tienen mucha calidad medida de manera abstracta.

¿Pero en realidad no la tienen? En sus términos, bajo las premisas para las que fueron hechos, son programas adecuadamente hechos y que entretienen. Lo que lleva a preguntarnos si el problema de la calidad es que quisiéramos que a la gente le gustara algo distinto...

El riesgo del elitismo no es trivial: desde que existe cultura popular como algo diferenciado de lo que las élites hacen o consumen, y ciertamente desde antes que haya industria cultural como la entendemos ahora, las élites han reclamado por la mala calidad de lo que consumen las masas, o han presentado dicha mala calidad como prueba de la inferioridad de las masas. Con la televisión ha pasado lo mismo que con la música o el teatro: el pueblo llano consume las sobras y se pierde los buenos platos. Podemos discutir, elucubrar y finalmente acordar que sería bueno que las personas tuvieran acceso a contenidos de calidad para "mejorar" su consumo cultural, pero lo cierto es que en tiempos de diversidad y abundancia de oferta cultural, los patrones de gusto estético tendrían como expresarse sin mayores problemas y al final, el que quiere algo lograría consumirlo, así la televisión ofrecería pura "calidad", definida desde las élites culturales.

Esto no niega que el entretenimiento puede ser banal y poco original; pero son dos cosas distintas. El entretenimiento puede ser banal y no tiene nada de malo en sí que lo sea; y puede ser poco original y quizá hasta mal hecho, pero al final de cuentas, la razón por la que nos entretiene es más complicada que simplemente ser bueno o malo. Con el respeto que me pueden merecer los aficionados a Chespirito, el gusto por un programa de hace más de cuarenta años como el Chavo del Ocho no lo hace mejor o peor: lo hace entretenido para ellos. Me dirán que cómo comparo al Chavo del Ocho con Esto es Guerra... pero en realidad no es que el primero sea una obra maestra; es más entretenido para algunos, o entretenido distinto. Nada más.

El segundo y el tercer argumento son más fáciles de desmontar: la televisión es fundamentalmente entretenimiento y por lo tanto, incluso cuando presenta obras sofisticadas y de temática "elevada", no puede ser más que una forma de informarse, antes que de aprender. Si se quiere saber más sobre el Renacimiento y la política, y el rol que Maquiavelo tuvo en ella, se puede ver joyas como Imagine: Who's afraid of Macchiavelli; pero nadie aprobaría un control de lectura viendo ese programa. Claro, se transmite valores, y ahi viene el tercer argumento: la televisión basura enseña, pero cosas malas. En otras palabras, es un problema moral.

Ahí entramos en un tema muy distinto. Bajo esta mirada, el problema de Esto es Guerra es que es inmoral, y que no debería permitirse que algo así sea visto, sobre todo por los niños. Aparte del inmenso agujero que ante ese argumento ofrece la realidad, en la forma de la televisión por cable para comenzar (sin mencionar que El Bananero está a cualquier hora, en la privacidad del dormitorio, a disposición de los niños), la cuestión de lo moral y lo inmoral implica que hay que promover ciertos valores y no otros. Digamos que La Familia Ingalls sería perfecta, pero Game of Thrones quedaría fuera, porque los valores que promueve no son precisamente los más adecuados: no queremos que los niños se vean expuestos a creer que todo el mundo consiste en porno blando mezclado con asesinatos en masa, ¿no es cierto? Incluso otros programas, que no tienen esos contenidos, pueden ser condenados: Doctor Who asusta a los niños; los Teletubbies promueven la homosexualidad; Power Rangers es violento; un niño puede tirarse por la ventana viendo Superman... etcétera, etcétera.

El miedo moral es una viejísima forma de control social: cuando el señor Cipriani dice que hay que tener un ministerio de la familia que premie a las familias grandes, está promoviendo una forma de control social, y puedo imaginarlo defendiendo a La Familia Ingalls y condenando a Los Sopranos como parte de su campaña pro-familias "correctas". Juzgar a la televisión, a cualquier forma de entretenimiento, por los valores de ciertos grupos traerá inevitablemente nociones de censura moral, y usará a los niños como pretexto para lo que en realidad busca: la afirmación de un conjunto de valores que interesan a una élite. Es decir: el entretenimiento debe ser propaganda de la moral correcta.

El entretenimiento será el reflejo de los intereses y las valoraciones estéticas de los televidentes, esa es la regla. Cada vez hay más y más diversas opciones, y eso se va a poner todavía peor. Transformarlo requiere transformar la experiencia cultural, el capital cultural de los peruanos, y si bien sería bueno que eso se promueva en la televisión, tampoco es cuestión de propugnar que en vez de Combate (actual) pasen documentales repetitivos y sensacionalistas sobre la segunda guerra mundial... al final, aunque la temática sea potencialmente de interés cultural, es simplemente otra forma de entretenimiento, potencialmente tan banal como la que nos molesta.

Esto no niega que la televisión peruana de señal abierta es mala. Pero la razón no es que sea inmoral o inadecuada: es que es barata y mezquina. Busca explotar las fórmulas menos arriesgadas hasta que no queda nada de jugo en el limón, y no quiere nada nuevo porque eso puede fracasar o ser ignorado. Encima no respeta al televidente, como lo demuestra el maltrato a las películas nacionales o episodios como interrumpir la inauguración de los Juegos Olímpicos para no atrasar el programa de más rating. Entonces insiste en lo que trae a la audiencia. Claro, en el contexto actual en que los televidentes de mayor poder adquisitivo tienen tantas opciones que atraerlos a un programa de señal abierta es dificilísimo, tiene sentido comercial optar por lo barato.

Pero lo más grave de esta opción no es la serie de programas de mala calidad: es el abandono de lo que sí podrían y deberían hacer bien. Nada reemplazará el poder de la televisión de señal abierta para proponer miradas de interés general para aquello que es de interés general, con buenos noticieros y programas de discusión pública. Esa exigencia es mucho más importante, y si hay algo obsceno en los canales nacionales es su abandono consciente, agresivo, del interés público por la autopromoción y la complacencia en los programas de noticias, en todas sus formas.

Mucho más daño le hace al Perú la pobreza de un noticiero que un "reality". Si una exigencia debería hacerse, es que los programas de noticias sea de noticias. Luego, podríamos buscar que el canal del estado sea un canal público, que arriesgue y proponga nuevas miradas y respete al televidente con una oferta distinta.