domingo, 27 de abril de 2014

Marginalidades conectadas

Este fue el texto que use como base para mi intervención en el panel "Abordar lo digital en el Perú: encuentros disciplinarios situando la informática en el Perú del nuevo milenio", en HASTAC 2014. Tuve el placer de compartir la mesa con Anita Chan y Roberto Bustamante. 
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Sin duda, las ilusiones originales de la Internet no se sostiene, al menos no en su forma original. El casi olvidado ciberespacio fue la promesa de un nuevo “hogar de la mente”, ahí donde podríamos sacarnos de encima las limitaciones de las sociedades en las que vivíamos para crear formas más claras y limpias de socialidad. Esa ilusión ha sido reemplazada por otras, desde la libertad de la mente expresada en la información que quiere ser libre, hasta la libertad literal, la búsqueda de desprenderse de cadenas casi literales, que habría empujado los entusiasmos revolucionarios de las redes de indignación y esperanza. 

Estas oleadas de ilusión son al parecer inevitables. La Internet tiene la capacidad de tomar formas singulares pero que remiten a la misma ilusión paradigmática: de alguna manera, nos liberará del aquí y el ahora, para permitirnos ser quienes realmente podemos ser. 

Esa es la ilusión que de alguna manera esta detrás de lo que Anita Chan llama el universalismo digital, esa noción que hay una forma, inevitable cuando se usa la Internet, de vivir y crear y comprar y vender. La Internet es la causa, pero también es el espacio que permite que ocurra esta transformación idealizada. Su despliegue creará programadores donde solo había niños pobres, o agentes económicos altamente conectados donde había pescadores artesanales. 

Sin embargo, la pista que parece emerger es que en realidad, la capacidad de conexión se configura a partir de las realidades sociales en donde las personas viven. Nada nuevo aquí, pero si para algo sirven las investigaciones que algunas personas participantes de este panel han hecho, es para centrar claramente la experiencia de uso de la Internet en prácticas concretas que se potencian y eventualmente se transforman en algo nuevo pero que no se desprenden de las estructuras sociales en donde han sido iniciadas. Es decir, la Internet cambia las sociedades como cualquier innovación tecnológica profunda puede cambiarlas: a través de las particularidades de la adopción de esa tecnología por los distintos tipos de actores económicos, políticos y sociales que existen en una comunidad / sociedad dada. El Perú, cualquier país de América Latina, del mundo, no son excepciones. 

Al mismo tiempo, los estados han logrado establecer claramente un patrón de ejercicio de poder que no puede ni debe despreciarse, aunque no sea el momento o lugar para discutirlo. Los casos ya conocidos de la NSA o de las acciones de guerra psicológica en Crimea o Ucrania, para no mencionar otros conflictos, apuntan a que el “ciberespacio” es tan terreno de acción estatal como las fronteras o el comercio internacional. Esto no niega el carácter transnacional, casi ultra-estatal, de la Internet, pero sí nos plantea la necesidad de analizarlo desde perspectivas más complejas. 

Pero la reflexión más específica que nos ofrece la Internet en un caso como el peruano actual apunta a su capacidad de potenciar otras dimensiones de las relaciones entre grupos sociales. Sin duda, existen grupos sociales que usan la Internet como mecanismo de apropiación cultural a través del consumo; no viene al caso preocuparse si son “prosumers” o “nativos digitales”, términos que se prestan a interpretaciones difusas y hasta contradictorias. Sin usar etiquetas específicas, los consumidores de la Internet aquí, como quizá en cualquier otro lugar del mundo, aprovechan las oportunidades de maneras claramente ancladas en las expectativas de relación con el mundo que adquieren a través de su ejercicio social: si la expectativa viable es la emigración, sino física mental, la Internet sirve como ruta para lograrla; si las perspectivas son más modestas, la Internet puede ser el sucedáneo perfecto de la ausencia de opciones reales. 

La capacidad de amplificar narrativas colectivas locales tanto como transterritoriales no es algo que sea novedad: la Internet permite coexistir entre lo local / real y lo virtual / deslocalizado sin mucho esfuerzo; reforzar prejuicios y creencias compartidas con el mismo entusiasmo con el que se puede buscar conocimiento o ambicionar cambios sociales. Es el contexto más grande el que arrastra a los distintos grupos en búsqueda de narrativas articuladoras más poderosas. 

Para un país como el Perú, lo que nos ofrece es más una cuestión de sostener las distintas narrativas que articular nuevas, comunes formas de ver la vida en sociedad. La fragmentación se alimenta de la cacofonía y permite soslayar la falta de intercambio real tras la intensidad del refuerzo de los intercambios ya establecidos. El consumo involucra a todos, pero cada quien en su espacio y su tiempo propio, sin tener que recurrir a la idea de colectivo o comunidad más allá de lo estrictamente necesario. 

La adquisición de habilidades digitales es un factor más a considerar. Si bien algunas escuelas pueden incluir el tema en la formación, por lo general la perspectiva escogida es la informática, es decir la adquisición de habilidades de uso de software para tareas de oficina o escolares en el sentido más genérico. No hay enseñanza crítica del uso de los medios digitales o de programación, no al menos de manera significativa o sistemática. Las habilidades son entonces el resultado de la combinación de posibilidades de acceso, capital social y cultural. Esta forma específica de capital, que podríamos llamar capital digital, sería el reflejo de desigualdades replicadas tanto a nivel de la escuela, que debería buscar compensarlas, como del entorno social y familiar, que es un mecanismo reproductor de las mismas. La existencia de opciones digitales no implica su uso; la construcción de capital digital es el resultado, en negativo, de las opciones usadas: se usa lo que el entorno, el capital ya existente, nos ofrece. La existencia de casos excepcionales, de personas que pueden saltar las limitaciones y lograr salir de ellas, no es más que eso. 

Si el consumo cultural es reflejo del capital cultural, y el capital cultural es a su vez resultado de las tradiciones patrimonialistas y excluyentes, es difícil pensar un escenario donde triunfe algo distinto a la marginalización, no solo e los otros, sino de uno mismo. Reforzamos las maneras de marginalizar a los demás antes que vernos ante la necesidad de integrarnos colectivamente, pero en el proceso nos marginalizamos, conectandonos con otros que piensan igual, con los cuales justificamos y reforzamos nuestras narrativas sobre lo que es la sociedad y cómo enfrentarla. La fragmentación se alimenta de la cacofonía y permite soslayar la falta de intercambio real tras la intensidad del refuerzo de los intercambios ya establecidos. El consumo involucra a todos, pero cada quien en su espacio y su tiempo propio, sin tener que recurrir a la idea de colectivo o comunidad más allá de lo estrictamente necesario. 

El resultado es que se refuerza la especificidad hasta volverla marginal: cada grupo se niega a postular la urgencia del entendimiento cuando la sociedad misma parece inclinarse hacia un conflicto de marginalidades. Cada marginalidad se puede conectar con sus congéneres sin esfuerzo, pero también puede ignorar al otro. Nada original en realidad, salvo la potenciación de lo que se supone deberíamos evitar.  

En Quechua, tenemos dos maneras de referirnos al plural de la primera persona. Si decimos “nosotros” incluyendo al interlocutor, la palabra es ñoqanchis (hay variantes); pero si optamos por decir “nosotros pero sin ti”, se diría ñoqayku. Perfecta manera de calificar lo que muchas veces optamos por sacar de la experiencia digital: exclusión desde la individualización del grupo al que me interesa proteger o reforzar, frente a la necesidad de reconocer las necesidades colectivas. Ese es un problema de la realidad peruana, pero que lo digital refuerza mediante la acción marginalizadora que ejercemos todo el tiempo. Curiosidad histórica, que un país en donde se practica una forma tan particular de “nosotros” cuente, sin muchas veces saberlo, con la forma perfecta para nominalizarlo. La exclusión y la marginalización terminan ocultando la expresión ideal. 

¿Cómo enfrentarlo? Es complejo pensar en salidas cuando se considera que las transformaciones socio-culturales no suelen estar bajo el control de los estados sino indirectamente. En particular el estado peruano, que ha optado por razones combinadas de ideología y dejadez por abandonar la construcción de poder infraestructural, no tiene mucha capacidad de influir en la marcha de la sociedad a través de las funciones que ya tiene; ¿cómo esperar que emprenda nuevas? 

Los detalles hay que trabajarlos, pero lo primero pasa por la incorporación de lo digital de maneras creativas en la educación. Antes que intentar transformarla radicalmente, como se ha intentado con cierta ingenuidad, es necesario ofrecer las ventajas de la conectividad antes que sus limitaciones se anclen en las prácticas sociales de los estudiantes. Promover el uso creativo alternativo, dejar que los estudiantes simplemente exploren, puede ser mucho más útil que estructurar la tecnología en la formación educacional como una manera de modernizarla y cambiarla. Hasta cierto punto, no estaría de más pensarla como un fin en sí mismo, para que al final los logros se parezcan más al ejercicio autónomo y creativo que vemos en muchos casos concretos, antes que el resultado común ahora: la incorporación “formalista” en las mismas prácticas educativas tradicionales, el traslado del aprendizaje sin imaginación a la pantalla, mientras se aprovecha la conexión para abastecer el ansia de consumo. 

Potenciar al individuo pero como creador, como ambicioso explorador, en vez de consumidores predecibles, puede generar ciudadanía más activa, o al menos consumo más  activo y en búsqueda de originalidad. Es una ruta quizá no segura pero al menos dedicada a enfatizar la diversidad de opciones y la posibilidad de fortalecer aproximaciones mucho más creativas, y ponerlas a disposición de los ciudadanos / consumidores.  

El ejercicio del poder infraestructural, débil como es, es imprescindible, y pasaría por la urgencia de cambiar la actitud y proceder a través del Estado igual que como se procedería en la escuela: liberar la iniciativa de los que quieran innovar, antes que atarlos con planes, declaraciones y principios. Hay experiencias que indican que no es una mala estrategia, que intentar dejar que la tecnología sea usada para lo que los que conocen a sus destinatarios saben que se necesitan, antes que para lo que normativamente se supone debe usarse, es a la larga una mejor ruta. 


Finalmente, la modesta receta constante: una mirada original, desprejuiciada, sobre lo que ocurre, puede informar más y mejor a todos sobre cómo actuar. Los creativos y los analíticos deberían dialogar más con los especialistas y los burocratas. ¿Será posible? 

domingo, 20 de abril de 2014

MH370: Respetar el misterio

Lentamente, nuestra memoria colectiva pierde de vista al MH370. El Boeing 777-200 de Malaysian sigue perdido pero realmente ya no importa; la tragedia resulta no solo lejana, sino cotidiana y casi sin misterio. Parece sin misterio en realidad, porque los que tiene no importan mucho. Por ejemplo, la extensa página que Aviation Herald mantiene sobre el accidente no tiene sino un breve párrafo resaltado en amarillo, lo que indica novedad. Los aficionados, sea a la aviación comercial, sea a las teorías de conspiración, seguirán pendientes, pero el grueso de la población mundial dejó ya esa tragedia por otras, más nuevas, más comprensibles, y quizá más misteriosas.

Pero creo que esta tragedia deja muchas enseñanzas, al indicarnos cuales son los verdaderos misterios. Las vidas perdidas afectan a muchos que quisieran entender qué sucedió, pero como con otros accidentes, quizá nunca tengan respuestas. Esto no era tan raro décadas atrás, pero ahora parece ser incomprensible que no podamos saber qué pasa en cada lugar del mundo en cada minuto. Un misterio entonces, el que nuestra realidad no sea esa realidad de pánicos sobrevigilados.

No, no todo está siendo observado todo el tiempo: todo se puede observar en cualquier momento, pero no siempre lo es. Es muy caro, es irrelevante, es complejo entender lo observado. La NSA podrá tratar de grabar cada llamada que se hace en el mundo pero no siempre puede apreciar aquellas que realmente tiene que entender y conectar. La big data primero necesita ser recogida para darnos sus milagros de conexiones emergentes que no necesitan ser interpretadas. No es posible recuperar todo en segundos, no solo porque buscar en enormes bases de datos toma tiempo, sino porque no todo está, todavía al menos, en una base de datos.

El misterio aparentemente mayor es el trato que hemos hecho con la tecnología: cuando creemos en ella confiamos en ella sin pensar mucho qué hay detrás. De la misma manera que Heartbleed es un peligro casi incomprensible porque implica las tripas de la Internet, esas que no conocemos ni queremo conocer; la idea que nuestros aviones cruzan los océanos sin realmente estar en permanente vigilancia por el ojo electrónico nos resulta difícil de entender. ¿Cómo se puede perder un avión? es la pregunta que esconde el miedo mayor: ¿es posible que yo me pueda perder, sin querer? Es cierto, existen maneras de perderse que no están bajo el control de nadie; a pesar de eso, no podemos perdernos nosotros mismos cuando queremos. Condenados a estar vigilados, documentados y archivados, por estados y corporaciones y firmas y organizaciones y hasta amigos fijones que usan Graph Search en nuestros muros, resulta que esa tecnología que nos hace imperecederos no sirve cuando realmente quisieramos, cuando queremos seguir vivos y ubicables y queremos llamar a alguien y decirle que lo queremos, lo extrañamos y quiero saber dónde estás. Esos teléfonos que aparentemente timbran son el testimonio final de nuestro páramo tecnológico: no podemos escapar de ellos, pero nos engañan cuando quisiéramos estar bajo su influjo.

Y es que claro, la idea que un teléfono pueda sonar en mi aparato pero que en realidad no esté haciendo más que buscar el destinario, vanamente, es un engaño tecnológico que no importa en la vida diaria. Los teléfonos móviles hacen eso todo el tiempo: comienzan a buscar por donde saben que estuvimos para ahorrar tiempo, y para que no huyamos, para que no apaguemos los aparatos, para que no dejemos de usarlos a cada instante, cometen la mentira piadosa de sonar como que timbran cuando todavía no lo están haciendo. No importa sino cuando realmente no pueden hacerlo.

Ese Boeing, que parecía estar en algún lugar imaginario, está sin estar en el fondo del mar. No lo podemos afirmar, no lo podemos ver. Los especialistas repiten cosas que podemos entender pero que no necesariamente asimilamos: existe una alta probabilidad, dados los indicios, que los restos del avión, de sus pasajeros, se hallen en las profundidades pelágicas del océano Indico, a unos 1000 kilometros de tierra firme. Pero la probabilidad sirve cuando llevo estadística, o quizá cuando la uso. Lo que queremos es la certeza que la tecnología parece brindar cotidianamente. Esta vez, como muchas otras, tenemos apenas hipótesis; más que en casos singulares como el Varig PP-VLU, perdido con su tripulación y su carga de pinturas de Manabu Mabe el 30 de enero de 1979 sin que haya pista concreta alguna de su destino final. Esta vez la unión de esfuerzos humanos y análisis tecnológicos nos da mucho más, pero no lo suficiente.

Una lección importante: el océano es un reino lejano. No solo es cuestión de las distancias, sino que realmente no tenemos idea qué es. No me refiero, claro está, a los especialistas, que saben mucho más que nosotros aunque no conozcan tanto como lo que sabemos de otros biomas. Es el público el que no tiene idea que el océano es incomprensible bajo las reglas habituales, que es un organismo complejo y lleno de variantes, donde todo funciona distinto y que guarda secretos enormes, desde la inmensa cantidad de basura que cubre su superficie, hasta la manera como se comportan las certezas diarias del sonido y la luz en sus distintas capas y niveles. 

Pero si finalmente lo que buscamos es entender qué pasó, hay que hacerse la idea que lo más probable (otra vez esa palabrita) es que nunca lo sepamos. ¿Qué hizo que MH370 girara cuando lo hizo, y se encaminara incomprensible hacia ese rincón del espacio aéreo de nadie donde, parece ser, simplemente se desplomó por agotamiento de combustible? Si algún día se encuentra lo que quede del avión, con los restos de los que alguna vez se subieron, con esperanzas, ilusiones, tedios, miedos o profesionalismo, para llegar a Beijing, quizá haya una explicación. Pero si esto no ocurre, solo quedará aprender a respetar este misterio.

El artículo anterior sobre MH370

jueves, 17 de abril de 2014

Gabo en una plaza de La Habana

Fue un día de semana, no recuerdo exactamente si martes o miércoles pero de finales de enero de 1986. La edición cubana de El Amor en los Tiempos del Cólera acababa de salir a la venta, y la presentación pública sería en la plaza Carlos Manuel Céspedes, frente a la editorial Arte y Literatura. Yo estaba en Cuba en esas fechas y obviamente, fui.

La vieja plaza, en el extremo de la Habana Vieja, es preciosa: llena de árboles, con edificios coloniales o decimonónicos, relativamente fresca en la tarde. Ahí, en un extremo, una mesa con un par de sillas, frente a la cual habían varias filas de asientos, sin indicaciones de quién debía ir dónde; en los extremos de la plaza, puestos de venta. En otras palabras, uno podía sentarse en primera fila, o ponerse en primer puesto para comprar el libro.

Paradojas de aquella cubanidad: el libro iba a costar 2.50 pesos, equivalente a mas o menos nada (digamos, menos de medio dólar al cambio informal/ilegal) aunque relativamente caro para un libro en una economía donde la plata alcanzaba para todo pero no siempre había en qué gastarla. La edición, elegante en su tapa dura y papel de buena calidad, sería un pequeño lujo para los cubanos de esos tiempos. La pregunta era si alcanzaríamos a comprar el libro: los cubanos compraban los libros en grupos, digamos que de a diez en diez, para repartir entre amigos y familiares, porque las cosas siempre eran escasas y mejor era comprarlas de una vez. Entonces, al comprar cinco, ocho o diez ejemplares de una vez, colaboraban para que la edición se acabara velozmente; las ediciones no salían tan rápido, así que el resultado sería (fue) un par de meses de espera hasta que el libro volviera a las librerías. La percepción de escasez producía la escasez... nada nuevo para un peruano en esos tiempo, dicho sea de paso.

Yo quería ver a Gabo, pero quería comprar el libro. ¿Hacer la cola o sentarme a escucharlo?

Decidí hacer cálculos precisos y logré estimar desde qué cola podría ver mejor a Gabo; imaginando que estaría al centro de la mesa, donde parecía haber solo dos sillas, sería simple encontrar ese ángulo perfecto, así que dejé que un par de compañeros se pusieran en la fila y me dispuse a esperar, mientras conversábamos de literatura, de pelota (Industriales acababa de ganar los playoffs) y de todo lo que se conversa con extraños en colas.

Naturalmente, no me ligó: en vez de dos personas, se trató de cuatro: el autor, el vicepresidente de Cuba, Carlos Rafael Rodríguez; el ministro de Cultura, Armando Hart; y el viceministro de cultura de Cuba, Antonio Nuñez Jimenez; todos apretaditos frente a la mesita, con un solo microfono, sin mayor ceremonia ni aparente protocolo o complicación de seguridad. Naturalmente, García Márquez se sentó al costado; ahí donde un arbusto me tapaba la vista.

Me pasé los veinticinco minutos de la divagación del compañero vicepresidente del consejo de estado tratando de captar siquiera un destello del genio de Gabo. No hubo forma. Todos los cubanos escuchaban con una atención implacable al vice; recuerdo apenas que sentí ciertas ganas de pifiar cuando Rodríguez dijo que "esta novela es, me atrevo a decir, mejor que Cien Años de Soledad", cosa que casi axiomaticamente, es imposible. Pero no había ambiente: los habaneros mostraban una disciplina germánica que no dejaba de intraquilizarme un poquito. Me calmé con la conclusión que todos estaban tan fascinados con la expectativa de escuchar a Gabo que en fin, no importaba; me ahorré así dudas más de fondo sobre el control político inherente a los estados totalitarios que Orwell me había motivado unos años antes, gracias a la afirmación de los amigos cubanos: aquí todo es suave...

Finalmente, el buen vice llegó al final de su perorata. Todos aplaudimos educadamente cuando expresó el sentimiento colectivo: "ahora, pidamos a Gabo que nos diga que piensa de su magnífica novela".

Gabo ni terminó de coger el microfono y fue sincero, aunque algo capitalista:

"bueno, cómprenla".

Risas, aplausos y una vorágine adquisitiva digna de rebajas de Black Friday, fueron el resultado.

Todavía tengo el ejemplar que me compré: los otros dos de esa noche maravillosa fueron regalos. Mientras veía a habaneros haciendo malabares con sus ocho o diez copias, solo renegaba de ser un chiquillo de veinte que no podía entrar a la editorial para plantarme delante de García Márquez y decirle, imagino que como millones se lo han dicho, que mi vida cambió gracias a él. Que me enorgullecía de ser su fan.

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viernes, 4 de abril de 2014

Internet: ¿bien público global?

A continuación copio un breve documento que preparé para el II Foro de Gobernanza de Internet del Perú, que organizó el Ministerio de Transportes y Comunicaciones el 4 de abril. Este documento es muy preliminar pero algunas ideas creo, pueden ser útiles.

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Observaciones generales sobre la Internet y su relación con la soberanía, privacidad y defensa. 

Resulta claro que la Internet es una paradoja. Desde la ciencia política, donde los sistemas multilaterales son vistos desde las relaciones entre Estados, el hecho que uno de los recursos más avanzados y complejos a disposición de estados, ciudadanos y sector privado sea un sistema privado, fuera del control estatal, no solo es inusual: implica preguntas fundamentales sobre la gestión pública de un bien público que sin embargo no es público; que además es global, pero no como hemos definido global hasta ahora. 

Esta formulación intencionalmente compleja refleja la paradoja ya mencionada. No solo eso: la circulación de señales, datos o información, que ocurre gracias a la Internet, está fuera del alcance convencional de la capacidad regulatoria, legal e incluso represiva de estados como el peruano. Siendo definido como un servicio de valor agregado, brindado por diverso tipo de empresas, el uso de la Internet crea una relación entre consumidor y proveedor que no tiene el mismo tipo de regulación que puede tener, digamos, un servicio de transporte de datos: sin embargo, los efectos del último en la capacidad de acción de una organización son, casi en todos los casos, mucho más críticos.

El punto crítico es entender a la Internet desde su propia política pública, más allá de las actividades que le dan origen: ni es solo telecomunicaciones, ni comunicación social, ni finanzas o comercio, o relaciones interpersonales. Es sin duda dependiente de la infraestructura de redes, y también un sistema de telecomunicaciones de alcance mundial, basado en servicios de valor agregado. Es una colección de servicios de comunicaciones, altamente variada, que pueden estar orientados al negocio, a la atención de necesidades públicas o la expresión individual. Pero la suma de las partes no logra reunir todo lo que ofrece. Por ello, es necesario una visión holística, integradora, y la única versión posible de ella nos indica una definición más amplia: la Internet debe ser vista, políticamente, como un bien público global: un recurso cuya buena gestión es de interés colectivo de todos los ciudadanos, actores políticos y culturales, y estados del mundo; además de ser un bien que no está bajo soberanía específica de ningún estado, o de un organismo multilateral constituido por estados.

Inevitablemente, esta definición obliga a pensar varias cosas. Respecto a los temas específicos que trata este documento, es necesario cuestionar algunas premisas tradicionales tanto desde la comunidad de gestión de la Internet, como desde el análisis político. La cuestión de la soberanía es la primera a considerar. Fundamental como ancla del sistema global, se acepta que la soberanía es un asunto de estados que basan su legitimidad en la relación constitucionalmente definida con sus ciudadanos. Estos pueden la fuente de la soberanía, pero es el estado el agente de la misma. Las relaciones fuera de las fronteras nacionales se realizan por ello, entre estados. Por ello la actuación de agentes económicos transnacionales requiere que cada estado ponga reglas de acción local, y que el flujo de factores económicos generado por la actividad de estos actores transnacionales sea negociado a través de tratados multilaterales, donde las partes son los estados.

Aquí es donde debemos recordar un elemento importante: si una interacción implica sujetos de derecho bajo el control de un estado, será dicho estado el encargado de hacer cumplir la ley relevante; pero las acciones de un actor determinado, que pueden ser legales en su país de origen, bien pueden ser no solo ilegales, sino opacas y desconocidas, en el país de destino. El caso de espionaje generalizado por parte de la NSA, denunciado en 2013 por Edward Snowden, muestra claramente la importancia de esta situación: las acciones tomadas por los EEUU son ambiguas, puesto que son legales bajo la ley del país que las comete, e inalcanzables en términos de enforcement por los países afectados.

Incluso más crítico: si bien su autoridad reside en un contrato con el gobierno de los EEUU, ICANN es un organismo privado, sobre el cual el sistema multilateral no tiene injerencia ni capacidad de definir políticas. Se puede participar y discutir, pero a la largo tenemos esta singular anomalía: un estado ha decidido privatizar la gestión, y al parecer la existencia misma, de un sistema de interés público de alcance global sobre el cual ningún estado tendrá, realmente, injerencia directa, sino a través de regulación de infraestructura y de servicios, o de factores operativos ex post facto.

Esto no cuestiona la soberanía estatal, pero pone a la Internet en un ámbito de discusión un tanto complejo. Es una entidad que, a la distancia, tienen una constitución alejada de la soberanía como se la entiende, digamos desde el tratado de Westfalia: estados- nación que negocian entre sí todo intercambio transfronterizo. Nos remite a anacronismos como la Orden de Malta, que tiene reconocimiento cuasi estatal sin ser efectivamente sujeto de soberanía: la Internet es un espacio concreto que no tiene reconocimiento político y que cada día más es un hecho dado, duro, pero que carece de status legal más allá de las fronteras estado-nacionales, a pesar de ser en ese registro transnacional donde yace su potencia. Evidentemente, no es la Orden de Malta: no es un rezago medieval sino una red poderosa que permite muchas cosas que han cambiado la vida de las personas para bien. En buena medida, la única forma de mantener el status de la Internet como un espacio favorable para todos es manteniendo esa naturaleza confusa, inusual.

La tendencia natural para gestionar los bienes públicos globales ha sido discutir como someterlos a control estatal bajo el sistema de tratados: la CONVEMAR, por ejemplo, a pesar que el Perú no sea parte de la misma; o las normas sobre el uso del espacio exterior o la Antártida. En otra perspectiva, la cesión de soberanía que implica aceptar un tratado de gestión global de bienes en el ámbito nacional permite mayores eficiencias y ahorros de todo tipo: es el caso de las telecomunicaciones, por ejemplo, que son manejadas a nivel de cada estado nación incluso en los aspectos transnacionales. 

Pero la Internet no puede ser vista así: la acción de esos actores no estatales que crean servicios disponibles en el mundo entero, y que por lo tanto "transgreden" las fronteras nacionales, es esencial para entender el beneficio que nos ofrece su existencia.

Es casi imposible pensar en someter a la Internet al control estatal: ni los individuos que la han creado y sostenido, ni las organizaciones con y sin fines de lucro que la aprovechan, ni mucho menos el detentador del sistema base (DNS) que es los EEUU, están interesados en cambiar la naturaleza abierta de extremo a extremo de la Internet. Someterla a un sistema multilateral crearía inmensas presiones para que esto ocurriera.

Para un país como el Perú, el reclamo por soberanía implícito en el pedido para someter a la Internet al espacio multilateral solo traería perjuicios: una democracia liberal y una economía abierta como el Perú, no puede sino estar en sincronía con la red abierta y liberal que es la Internet. Posibles aumentos mínimos de participación en la gestión pública de la Internet a cambio de pérdidas significativas en la naturaleza liberal de la Red sería el peor negocio del siglo. Por ello, considero que los intereses nacionales serían mejor servidos por una privatización ordenada y bien blindada de la Internet, que consagre el principio de apertura técnica, económica y política por encima de cualquier otro valor. 
 
Esto no quiere decir que no existan problemas políticos que afectan la seguridad nacional en la situación actual de la Internet. Es deber del Estado encontrar el balance correcto entre la protección de los ciudadanos, de los agentes económicos y del Estado mismo, y de las necesidades de apertura y libertad de circulación de ideas que la Internet permite. Digamos que los beneficios de Amazon subsumen los perjuicios del Silk Road.

La garantía de nuestra soberanía en este caso es el sistema global. El acuerdo para privatizar tiene 
que contener medidas que aseguren que la Internet seguirán siendo abierta, única y transparente técnica y administrativa, y que el proceso de establecimiento de estándares no tenga puertas traseras por donde un estado (como ocurrió con NIST y la NSA respectivo al encriptamiento SSL) pueda introducir sus intereses. Las normas multilaterales así planteadas podrían permitirnos confiar plenamente en la Internet como herramienta para el desarrollo de la economía, la sociedad y la política peruanas.

Existen otras amenazas específicas, que requieren ser debatidas con cuidado. La Internet permite que actores de muy diversa naturaleza se alíen y potencien digitalmente. Los grupos de incidencia y cabildeo, por ejemplo, pueden promover campañas globales; la prensa puede informar más allá de las fronteras nacionales; los actores económicos pueden organizarse efectivamente para buscar la manera más efectiva de realizar sus actividades. Lo mismo puede pasar con actores ilegales.

El punto crítico es la posible de emergencia de actores ilegales no estatales complejos: la cartelización del crimen a escala global. Las redes transnacionales de tráfico de drogas, personas y animales son un buen ejemplo de esta formación emergente, que sin duda ya utiliza la Internet. Pero el fraude económico, el tráfico de "objetos digitales" y la utilización de la Internet para el transporte de información ilegal son preocupaciones válidas, donde un Estado nación no tiene por qué asumir que la solución yace en sus fronteras.

La conclusión inevitable que debemos asumir es que la Internet no es ni será un espacio bajo el control soberano de un solo Estado; pero tampoco es un actor político que pueda aspirar a soberanía por sí mismo. La Internet es un campo de acción, un bien público global que ha sido puesto en manos de sus usuarios y que por lo tanto será siempre más caótico de lo que los Estados, y sobre todo sus agencias de seguridad, querrían. Es el costo de esta forma de potenciar la acción individual.

La manera de protegerlo y de protegernos de lo que puede hacerse con la Internet es garantizar que nadie pueda ejercer soberanía sobre esta Red. Para ello necesitamos proponer que sea realmente un sistema abierto y que considere la necesidad de todos los actores a la hora de ser gestionado. Los Estados tienen que tener un sitio en la mesa tanto como los privados y la sociedad civil.

La pérdida relativa de soberanía que implica la Internet privatizada no será solucionada con alternativas rigurosas de control estatal, porque al final la parte en donde el crimen ocurre seguirá estando fuera del alcance de la ley local, pero los beneficios de la conexión global se perderían si se insiste en el control. El control deberá ser post-facto y bajo normas específicas, e iguales para todos. 

La consecuencia de esta interpretación de la Internet como un campo es que será el escenario de conflictos muy complejos y a veces invisibles. De la misma forma que es imposible prohibir las guerras, es falaz pensar en prohibir las ciberguerras. Los últimos años muestran una desagradable tendencia a la utilización de actores no estatales como agentes de actores estatales en ciberconflictos de baja intensidad: esta fórmula garantiza la constante incomodidad y filtración de información crítica, pero no tendría que llevar a conflictos efectivos que busquen destruir las capacidades informáticas de un país, o peor aún, a afectar el funcionamiento del Estado y la sociedad a través de ataques informáticos.

Pero el potencial existe, y es necesario considerar las previsiones mínimas que lleven a garantizar cómo evitar estas situaciones. Si entendemos la ciberdefensa como la política y la práctica de la defensa nacional en espacios informáticos frente a potenciales actores estatales, el escenario es uno; pero si asumimos que el problema más que de defensa es de seguridad, es decir frente a actores autónomos pero no estatales, la situación cambia radicalmente.

Una Internet abierta no es la mejor garantía de ciberdefensa, pero tampoco sería el escenario preferido para un ciberataque estatal. A diferencia de los conflictos interestatales, el
potencial para daños y perjuicios significativos por causa de la acción maliciosa de actores no estatales en el ciberespacio es grande. Esto también diferencia la situación con actores estatales en el caso de la defensa nacional "convencional": no hay manera que la acción de privados sea una verdadera a la defensa nacional, pero sí, en el largo o mediano-largo plazo, a la soberanía y seguridad nacionales: el cambio climático, por ejemplo.

Pero la soberanía nacional puede no ser afectada y al mismo tiempo la marcha cotidiana del país profundamente dañada por las acciones no estatales. Es necesario definir instrumentos que permita identificar, perseguir y sancionar efectivamente, y transnacionalmente, las acciones ilegales de los actores no estatales. Es decir, los acuerdos de gobernanza deben ir en la dirección de vigilancia y enforcement efectivo, a través de un sistema global, colaborativo, de lucha contra el crimen informático. Sin ello, países como el Perú estaremos inermes frente a amenazas no solo complejas sino completamente fuera del ámbito de acción viable de nuestras fuerzas del orden.

De nuevo, un modelo de control pasivo, en donde la Internet pueda ser monitoreada efectivamente, pero bajo garantías constitucionalmente fundamentadas, para evitar el uso ilegítimo de un servicio público. Lograr el equilibrio no es una cuestión técnica, sino política: es indispensable reconocer el interés de los estados nación para contar con mecanismos para el monitoreo que no dejen lugar a controversias como las que el caso NSA/Snowden plantean, pero que no puedan ser abusadas localmente, ni mucho menos globalmente. La razón de estado será siendo usada por los poderosos para apropiarse de recursos pero un sistema sólido puede complicar estas acciones, incrementar los costos asociados al obligar a que sea hechas de manera clandestina, o crear presión a través de alianzas con actores económicos no estatales, como ha sucedido con Facebook o Google, para los cuales un mundo bajo la permanente amenaza de espionaje estatal es un desventaja para el negocio.

La única forma de garantizar tanto privacidad como posibilidad de acción estatal cuando sea conveniente, es afirmando que hay espacios privilegiados para los estados y los ciudadanos en cualquier modelo de gestión. Es imprescindible evitar confundir el “multistakeholderismo” con predominio de aquellos que pueden presentarse a los foros, están conectados o son representantes oficiales. Sin representación democrática y con medios para hacerlo con la misma intensidad, fracasará cualquier intento de “democratizar” la gestión de la Internet.

Asumiendo que el espacio global es el que está en discusión, la única garantía de contar con los recursos para conocer qué y cuánto se está haciendo de manera ilegal en la Internet requiere una demanda coordinada, desde el estado, la sociedad civil y los agentes económicos, por mecanismos que permitan simultáneamente completa confianza en la transparencia de los procesos y la privacidad de los ciudadanos, pero que no impidan la revisión a posteriori de los actos ilegales. Las características técnicas pueden variar, pero es el reclamo político es que se debe coordinar. Recordemos, es solo la iniciativa colectiva aunada a la demanda incisiva y constante por un orden formalizado y claro de normas y tratados el que puede garantizar que ni el abuso del poder ni la ausencia de enforcement sean la regla en la Internet.

Proteger al ciudadano del poder de los agentes estatales pero también de los no estatales es la cuestión de fondo. Pero proveer de recursos para que los estados pequeños no sean aplastados por el poder de los estados grandes, ni por los agentes no estatales con fines ilegales, es tan crítico como lo anterior.