lunes, 25 de marzo de 2013

Más allá del servicio militar: ¿para qué tenemos Fuerzas Armadas?

La decisión de implementar un sistema de sorteo entre jóvenes peruanos, para cubrir las carencias del servicio militar voluntario, es noticia en estos días. Las Fuerzas Armadas, se nos dice, necesitan 60.000 reclutas al año, y no se llega sino a la mitad. Por ello, y haciendo uso de la ley, se hará un sorteo para cubrir las plazas faltantes, con exclusiones precisas.

Podríamos discutir si es justo, o relevante, hacerlo. Como lo dice el general retirado Roberto Chiabra, "solo a los que no tienen dinero se les está pidiendo civismo y patriotismo." Pero esto es una parte de la crítica, y deja de lado lo más importante, que es, ¿para qué necesitamos 60.000 reclutas al año?

En el fondo, la pregunta es por la política de defensa nacional. Las Fuerzas Armadas, se supone, implementan una política y reciben tareas a partir de las decisiones del poder ejecutivo. Por ejemplo, la presencia en las zonas de emergencia es una decisión política, que podría cuestionarse bajo la premisa que es en realidad labor policial. Pero asumamos por un momento que no es posible encargarle a la PNP esa labor. Tendríamos entonces que las Fuerzas Armadas son necesarias para enfrentar ciertos tipos de delincuencia con carácter insurgente, aunque no sean políticas; para la defensa de la integridad territorial, esto pendiente de definición; para las emergencias nacionales; y eventualmente como instrumento de política exterior, por ejemplo como participación en una fuerza de paz, al estilo de Haití.

Esta es una política implícita, no explícita. No ha sido articulada ni defendida por el ministro de Defensa, y ciertamente no ha sido usada como argumento para solicitar que los estimados 30.000 jóvenes peruanos le dediquen un año de su vida, a cambio de una paga miserable, a trabajar para las Fuerzas Armadas. Pero debería exigirse que se explique y se explicite esta política. ¿Por qué? Porque así es como se debe hacer política, no por apelaciones discutibles al patriotismo o al deber cívico, ni mucho menos como una suerte de política de reinserción social para jóvenes en problemas, lo que sería un necedad espectacular.

En otras palabras: el Estado Peruano y la clase política deberían, de la misma forma que justifican cada ley, justificar para qué necesitamos 60.000 soldados al año. Y en el proceso, deberían explicar por qué la defensa nacional requiere tres armas en vez de un solo comando unificado; tres cuarteles generales, más instalaciones varias que terminan siendo usadas para ferias de artes, conciertos varios o piques de autos, en vez de fines militares; y en general, lo que parece ser una enorme cantidad de instalaciones, recursos, personas y servicios que no parecen cumplir una función orientada a la defensa, sino simplemente mantener el status-quo socio económico de los miembros de las Fuerzas Armadas.

Porque creo que si un muchacho de 18 años tiene que pasarse un año de militar, debe ser para algo mejor que hacer turnos nocturnos de vigilante de un cuartel que no se usa. No quiero pensar que se trata de hacer de mayordomo o mandadero de un oficial superior, como era antes.

Pedir que los peruanos, que viven un momento de expansión económica que permite pensar en opciones distintas a las tradicionales, opten por pasar un año en un trabajo sin futuro, a cambio de un ingreso que no es ni la mitad del salario básico mensual, es irracional. Apelar al patriotismo es un juego de doble moral, porque está visto por la norma planteada que se busca que solo algunos peruanos tengan que ser patriotas de esa manera. La única justificación es operacional: es necesario para el país. La demanda lógica es que se explique bien tanto lo que se espera lograr con este sacrificio, como los ajustes que las mismas Fuerzas Armadas están haciendo para reducir dicha demanda y seguir cumpliendo con su deber constitucional. Es responsabilidad de todos, pero sobre todo de los políticos, demandar que los sacrificios sean bien repartidos.

jueves, 7 de marzo de 2013

"Truthiness" y la izquierda luego de Chávez

En octubre de 2005, Stephen Colbert propuso una nueva palabra: truthiness. No es la verdad en el sentido empírico / analítico / real, sino la "verdad" que se siente, que se considera correcta y por lo tanto deseable, y que se impone como interpretación de la realidad.

Digamos que es una versión suave del newspeak de Orwell, que se plantea la noción muy contemporánea que el lenguaje define la realidad y que por lo tanto solo se trata de nombrar las cosas de una manera para que lo sean. La ventaja es que truthiness es más ligera que la sombría neolengua.

En política siempre hay algo de truthiness: el tratar de persuadir a la población de votar por un candidato o de apoyar ciertas acciones requiere convencer que lo que se busca es deseable y conveniente, y por ello puede ser necesario obviar la realidad y proponernos una idealización de lo que buscamos. No solo en política, sin duda: cuando aceptamos la sonsera de las "nuevas maravillas del mundo" estamos básicamente consagrando nuestra identidad colectiva a la búsqueda de la truthiness, encarnada en una declaración vacía sobre Macchu Picchu que parece justificar nuestro orgullo mejor que la verdad arqueológico, geográfica, histórica y cultural.

Algo de truthiness es indispensable, pero basarse solo en ella, pues es un desastre. Hugo Chávez era un maestro de la truthiness, un especialista en crear verdades que no solo no tenían sustento sino que ni siquiera tenían relación con la realidad, y lo hacía a partir de una habilidad retórica espectacular, tocando todas las teclas del discurso de la izquierda latinoamericana y mundial.

Venezuela es un país que, visto con la mejor de las buenas voluntades, están en serísimos problemas; tanto dinero (un billón de USD, de los de verdad, no un millardo) petrolero y tantas carencias, tantos desequilibrios y tanto desperdicio. El discurso de izquierda no ha bastado para crear una realidad de izquierda, y el socialismo del siglo XXI es puro extractivismo redistributivo con buenas dosis de corrupción boligárquica, y una gestión pública lamentable.

La lección para la izquierda es más o menos evidente: el discurso no es la política. Descansar en la truthiness, en la convicción que lo que hago es bueno porque así lo creo, y que la realidad se adaptará a mis acciones y mis buenas intenciones, es garantía de fracaso no electoral o político, sino humano; eso es lo que encarna Chávez, que tras ignorar la lección del rey Canuto, terminó como María Antonieta: solo queda el diluvio.