lunes, 28 de noviembre de 2016

Fidel a la distancia

Nunca lo vi en persona, pero estuve --creo-- cerca suyo una vez. En el verano nuestro del 86 pasé dos meses en Cuba y entre las muchas experiencias, me encontré una noche de domingo en la esquina de 23 y L, yendo por un helado en el Coppelia, para descubrir un alboroto en el Habana Libre, el viejo Hilton convertido en pilar del turismo y la revolución por esos años.

Salía humo del sótano; no mucho, lo suficiente para que uno se diera cuenta pero no tanto como para evitar que una enorme cantidad de gente se aglomerara en las esquinas tratando de averiguar qué pasaba. Unos policías llegaron "a poner orden": le indicaban a los compañeros que subieran a la vereda, y ellos subían mientras los que estaban en el lado opuesto al que miraba el policía bajaban de la vereda. No era desobediencia civil, era un juego: nadie le hacía mucho caso a la Policía en esos años, a la policía de la calle, claro: el G2 si producía incomodidad en los habaneros, reflejada en los viejos Moskvitch que usaba la policía política.

Todo seguía en un ambiente ligero, casi carnavalesco, hasta que de pronto se vio llegar dos Mercedes negros, de uno de los cuales sobresalía el cañon de un AKM.

¡Fidel! ¡Fidel!

¿Era él? No tengo idea. Nadie la tenía. Podía ser cualquier otro funcionario de alto nivel, aunque los cubanos solía sostener con total convicción que el único que andaba en dos Mercedes negros era Fidel, que nadie más usaba algo distinto a un Volga y por lo general no pasaban de un Lada. Pero en Cuba nada se sabía nunca: un país completamente opaco en donde las cosas pasaban sin mayor razón, sin noticias como las entendemos en Occidente, resulta el paraíso del chisme, cosa que los cubanos cultivaban con una pasión y un talento singulares.

Por varios días, la comidilla en la calle habanera fue la aparición de Fidel. La certeza de la gente que lo que había pasado en el Habana Libre era un atentado de la "gusanera", es decir de los exiliados en Miami, porque si no, Fidel no habría ido. El objetivo fue, según el consenso de la calle, la flota de Mercedes que descansaba en el sótano, esperando visitas de dignatarios; Mercedes regalados por Muammar Gaddafi con motivo de la cumbre de los No Alineados del 79.

Poco después, gracias a algunos amigos locales, me enteré de cómo ese consenso se había creado, sin intervención de los medios, dado que ningún diario o noticiero, ni siquiera Radio Reloj, mencionó el incendio en el Habana Libre. Me explicaron que apenas se aglomeró la gente, los miembros destacados del Comité de Defensa de la Revolución de la zona habrían recibido una versión, incluyendo que Fidel estaba interesado en lo ocurrido. Fueron ellos los que difundieron esa explicación, y ellos los que convencieron que el Mercedes traía a Fidel.

La reacción de la gente, en cambio, era genuina y espontánea. La gran mayoría de la gente alrededor del Habana Libre eran jóvenes como yo, entre 15 y 25 años, muchos más varones que mujeres. El grueso salió corriendo tras los Mercedes al grito de "¡Fidel, dale duro a los yanquis!" y quizá alguna otra mención dispersa a la gusanera.

Volví a Cuba durante el periodo especial y luego, en los años post-Fidel. En mi ultima visita la policía era vista con poco cariño y bastante miedo por la gente de la calle, a la que de pronto le molestaba mucho saber que la podían detener por andar más rápido de lo debido en su auto o por no obedecer una instrucción oficial. Las tiendas abundantes, con publicidad, permitían cierto nivel básico de prosperidad, mucho mayor que en los ochentas y ciertamente inmensamente más alto que la pobreza apenas disimulada de los noventas. Los Comités de Defensa de la Revolución todavía funcionaba, y alguien me repitió casi exactamente lo que me dijo un amigo en los noventas: "cuando todo esto termine, a los primeros que van a darles duro será a los de los CDRs"...

Que los cubanos adoraban a Fidel en los ochentas, con la inteligente manipulación del sistema, qué duda cabe. Que si te atrevías a decir que no lo adorabas, tu vida se arruinaba, qué duda cabe. Cuba en los ochentas era un país en donde la normalidad, que incluía declararse comunista y hacer bromas sobre todo menos sobre Fidel, era premiada con una vida tranquila, apretada y con limitaciones materiales más o menos evidentes, pero ni horrible ni particularmente represiva. Pero si te alejabas de la ortodoxia, te iba a ir mal. No terminarías en el Gulag, pero sí marginado, constantemente celado, permanentemente bajo sospecha, imposibilitado de acceder a aquello que querías para ti, y condenado a un trabajo sin futuro. Podías ser una muchacha que quería maquillaje distinto al disponible en las tiendas o un intelectual que quería leer libros de Vargas Llosa, pero igual: solo la ortodoxia te permitía moverte en la libertad tolerada por el sistema.

Sí, la Cuba comunista de Fidel Castro era una dictadura. Logró muchísimo, y en buena medida esos logros merecen ser alabados. Que no haya sido Stalin o Mao no lo hace maravilloso, lo hace menos malo.

No, probablemente no lo hubieran logrado de otra forma.

No, no es lo quiero para el Perú. No lo era el 86, cuando todavía la ortodoxia de izquierda incluía la dictadura del proletariado, y ciertamente no lo es ahora, cuando no hay forma de creerse eso que el "poder popular" que hay en Cuba sea otra forma que un magnifico sistema para evitar que cambie aquello que no se quiere cambiar, en un país donde el poder está, finalmente, en pocas sino en un solo par de manos.

Fidel, sus compañeros, su Partido Comunista, sus lemas y demás, son artefactos históricos. Podemos entenderlos y estudiarlos. Debemos hacerlo, porque lo que ocurrió en Cuba hace 60 años fue reflejo de lo que ocurría en nuestra América en esos tiempos, mucho de lo cual no ha terminado de ocurrir.

Ráfagas de nostalgia pueden explicar el que todavía se le tenga un enorme afecto por lo que logró y lo que representó hace casi seis décadas, cuando América Latina era territorio de oligarquías que le negaban la condición humana a muchos de sus compatriotas, y cuando la democracia era una patraña ocasional, lista para ser retirada de circulación cuando comprometía los intereses de los dueños de un país.

¿Ejemplo para nuestros tiempos? No. Dudo que alguien quiera para el Perú un dictador personalista por casi cincuenta años, sin contar con que no habrá un patrón al cual entregarse para financiar esa dictadura. Pensar en democracia y en derechos humanos sin aceptar que Cuba no es un ejemplo sería absurdo. Saludar lo que se logró sin pensar que tiene que cambiar sería inconsecuente con la mirada que tenemos ahora de lo que es la democracia y los derechos humanos.

Lo que tuvo sentido en el siglo XX ya no sirve para el XXI. Personalmente no quiero saludar o llorar a Fidel. Quiero aprender. Esa es la función de las efemérides.