sábado, 7 de abril de 2012

Con paciencia y sin temores: una opinión personal sobre el estado del conflicto

Quisiera compartir mi perspectiva sobre la situación en la que se encuentra la PUCP en su intento de resolución del conflicto con la iglesia católica. No es un explicación ni un intento de encontrar salidas, sino un ejercicio de ordenación de ideas para aportar a una conversación colectiva.

Quizá es necesario comenzar diciendo que estamos todavía en un proceso de negociación, y que en realidad recién comienza el proceso hacia adentro, donde la misma comunidad universitaria tiene que conversar sobre un tema estructural, que definirá la universidad por una buena cantidad de años. Es pues un asunto sumamente complejo y que requiere hacer las cosas con calma, para evitar caer en errores de apasionamiento o de exceso de confianza.

Desde este punto de partida, lo primero es que el mensaje del Rectorado no es precisamente tranquilizante. Tras haber convocado la unidad, bajo la premisa que no se iba a ceder en lo fundamental y que juntos íbamos a triunfar, ahora se nos dice que debemos aceptar como hecho consumado un acuerdo que por lo menos nos deja dudas en abundancia. En el camino, se ha pasado del optimismo jurídico al catastrofismo rotundo, sin etapas, y básicamente se espera que se acepte el acuerdo bajo esa premisa. No descarto que sea el camino más pertinente, o que sea en realidad el único camino viable, pero tampoco me parece que sea posible correr hacia una decisión sin considerar qué implica lo que se acepta, incluso, insisto, si es el único camino viable ante la amenaza legal del Arzobispado.

También me resulta preocupante la falta de claridad respecto a con quién se está negociando, y sobre todo quién es el que tomará la decisión final de aceptar o no el acuerdo. Es muy distinto si es el arzobispo de Lima el que decide o si esto todavía depende de una aprobación oficial en el Vaticano. Al interior de la Universidad, hay una cuestión formal de aprobación por la Asamblea Universitaria, pero es necesario reconocer que esta situación es mucho más grande que una votación en la Asamblea, y que se necesita una discusión no para decidir, sino para entender qué decidirán nuestros representantes, los que cargarán con la enorme responsabilidad de definir la PUCP de los próximos años, sino décadas. No obstante, entiendo que es una negociación difícil y que el Rectorado tiene una tarea compleja, y por ello es posible que la única ruta para garantizar un buen término requiera algo de opacidad; lamentablemente el compañero inevitable de la opacidad es el rumor, y sometidos a él estamos ahora.

Incomoda también que se opte por una lectura formalista que ofrece una perspectiva precisa de cada disposición, pero sin considerar el valor simbólico del total: que de ahora en adelante el clero puede, cuando no debe, opinar sobre cada aspecto de la marcha institucional, que puede y debe decirnos qué es correcto y qué no lo es cada vez que quieran; ciertamente no significa que podrán sancionarnos o botarnos, pero tampoco hace bien a una universidad que existan vigilantes de la ortodoxia metiéndose en cada tema, potencialmente fomentando (acepto que es un extremo, pero no es absurdo) una cultura del chisme y el trascendido, alrededor de lo que está bien o no, de acuerdo a la definición de un sector preciso, y hostil, de la iglesia católica.

Pero lo que más desazón me deja es el intento de disimular, en ese lenguaje más bien formalista ya mencionado, lo que en realidad es una derrota institucional. Sostener que la autonomía está incólume o que en realidad nada de fondo cambia es por lo menos un exceso de optimismo, sino una opción para ver los resultados como solamente positivos, sin margen para malas intenciones o acciones desmedidas de parte del adversario. Para todo efecto práctico, el estatuto reformado será un documento discriminatorio, que reducirá el grupo de potenciales rectores y vicerrectores, colocando además sobre los interesados en estos cargos la espada de Damocles de una opinión clerical. Que históricamente la universidad, es decir el conjunto de profesores y estudiantes, no haya considerado pertinente escoger a un no creyente como rector, no significa que haya que convertir este criterio implícito en norma y cerrar caminos de desarrollo institucional, y esto no es un tema que me parezca tenga que ver con el actual inquilino del palacio arzobispal, sino que es un criterio de sumisión, una aceptación que como colectivo, somos inmaduros, yaciendo bajo la tutela de la iglesia.

Este es un caso que pongo como ejemplo, para no entrar en cada detalle, en cada ambigüedad, aunque sí creo que cada una de ellas debe ser discutida, aclarada y aceptada o rechazada con todas sus posibles consecuencias, con paciencia y sin temores, pero sí con realismo y perspectiva. Es un retroceso fundamental, y una concesión que, si se está dando bajo condiciones de fuerza mayor, es entonces el resultado de un chantaje.

A esto hay que añadirle que la discusión de fondo nunca ha tenido lugar: siempre se ha hablado de autonomía, de rechazo a la intromisión, pero todo se ha planteado en términos legales y poco o nada en términos políticos. ¿Qué universidad queremos, realmente? ¿Una continuación del status quo de siempre, con sus vaguedades y tensiones de marea y resaca con la jerarquía eclesial? ¿Una universidad claramente secular pero que se reconoce como católica de inspiración? ¿Una universidad laica, sin relación con la iglesia? ¿O la universidad que es primero pontificia y católica, y luego universidad, como lo plantea el documento de acuerdo? Ese debate nunca se ha dado, y por eso no hemos tenido claro el end-game, el "a qué jugamos". Todavía no está claro.

Si enfrentamos esta situación porque no existen otros caminos más favorables, creo totalmente válido que como colectivo se pueda llegar a la conclusión que no tenemos otro recurso y que debemos aceptar ser despojados de parte de nuestra autonomía para preservar el bien mayor. No creo que las inmolaciones institucionales sean posibles sin consensos muy amplios, el cual difícilmente puede construirse; hay que decirlo, es altamente probable que la mayoría, por múltiples razones, pueda aceptar este nuevo status quo. Personalmente no estoy de acuerdo con ello pero aceptaré esta decisión de ser la que se alcance. Lo que me parece inaceptable es que se pretenda decirnos que en realidad nada de fondo está cambiando.

Pero sí está claro algo: estamos perdiendo. Disculparán la metáfora, pero estamos en el minuto 89, sin más cambios disponibles, con un jugador menos y embotellados en nuestra área. Podemos optar por salir todos a intentar el milagro, o por minimizar el desastre y perder por un gol. Si no hay voluntad de todos por salir a intentarlo, el milagro será imposible; pero llamar empate a lo que es una derrota está mal, y no aceptar los errores cometidos también está mal. Sea cual sea la decisión que se tome, necesitamos unidad, pero la unidad no se puede construir desde un ilusión.

ADDENDUM:

Luis Bacigalupo, no solo un excelente académico sino un gran y viejo amigo, ha respondido este post en el mejor tono posible. Adjunto lo escrito por él, y mi respuesta, para que el diálogo esté en un solo lugar, y agradezco su vocación de diálogo.

Urge ordenar ideas sobre el posible Acuerdo PUCP-Vaticano

Mi buen amigo Eduardo Villanueva ha hecho “un ejercicio de ordenación de ideas para aportar a una conversación colectiva”. Tomo el guante. Concuerdo en que la negociación recién empieza y que habrá un proceso “hacia adentro, donde la misma comunidad universitaria tiene que conversar sobre un tema estructural, que definirá la universidad por una buena cantidad de años.” No puedo estar más de acuerdo, hay que empezar a hablar.

El asunto es complejo y requiere la calma que Eduardo invoca; pero no será tratado sin apasionamiento. Si algo puede despertar pasiones en un medio intelectual es precisamente la perspectiva de perder o ganar influencia en la determinación de la identidad de la institución para la que se trabaja. Creo, además, como decía Hume, que la razón es y debe ser la esclava de las pasiones. Lo importante es saber de qué pasión hablamos acá.

Mi objeción de fondo (tal vez la única): ni el contenido ni el tono del acuerdo me llevan a pensar que hemos “pasado del optimismo jurídico al catastrofismo rotundo”. Si comparamos lo que solicitaba Cipriani en la carta del 16 de julio de 2011, que fue mencionada como el factor de adecuación en el ultimátum de Bertone, con lo que la PUCP cede en el acuerdo, no veo cómo se pueda llamar a eso una catástrofe. Al contrario, es una buena negociación.

Concuerdo con Eduardo en que no podemos correr en una decisión “sin considerar qué implica lo que se acepta, incluso, insisto, si es el único camino viable ante la amenaza legal del Arzobispado.” Hay que esperar el final; pero en caso de que Cipriani no patee el tablero y acepte incorporar lo relativo a la Junta Riva-Agüero, la comunidad tendría que poner sobre la mesa de debate lo que implica el acuerdo para la vida institucional.

Es preocupante la falta de claridad respecto del proceso. Al parecer, están negociando el Rector y el Gran Canciller, con la presencia del Nuncio. Todo indica que la decisión final la tomará la Congregación para la Educación Católica cuando reciba los estatutos modificados. Al interior de la PUCP, la cuestión implica una responsabilidad enorme para los asambleístas. Se dice que algunos están haciendo consultas a sus bases.

Sobre la “lectura formalista”, quizás sea uno de los mayores defectos del proceso. No ha habido un tratamiento abierto y a fondo de los grandes símbolos en disputa: católica y sobre todo pontificia. ¿Puede una institución con esos símbolos en su nombre no querer involucrar de alguna manera al clero en su vida institucional? Parece que no; pero, entonces, ¿cómo entienden esta participación ambos, la comunidad universitaria y el clero?

Sobre todo el símbolo pontificia dice que el alto clero está involucrado en la educación impartida en la PUCP. Se nos preguntó si queríamos seguir siendo pontificia y dijimos que sí. Entonces, no podemos nosotros decir cómo queremos serlo. Es en el entorno del pontífice donde se determina eso. Y no basta con aplicar la Ex Corde Ecclesiae, porque no dice nada sobre las universidades pontificias. La Ex Corde no es el problema.

En esto también concuerdo con Eduardo: la autonomía no está incólume, y no podía estarlo desde el momento que se respondió positivamente a la pregunta clave por el carácter pontificio. Ese era el momento de pasar a la autonomía plena y se perdió. Eso implica, en efecto, que el estatuto reformado será un documento discriminatorio porque “reducirá el grupo de potenciales rectores”. Por eso el Cardenal Erdó hizo esa pregunta clave.

Pero yo no veo necesariamente una Espada de Damocles. Veo más bien la consecuencia lógica de haber aceptado y haber reiterado la aceptación del título. Sería muy raro que el embajador de Italia en el Perú no fuera un italiano; del mismo modo, es difícil que el rector de una universidad “del pontífice” no sea un católico. Si estamos embarcados en eso, de lo que se trata ahora es de prevenir el abuso del poder que el clero de hecho tiene.

También estoy totalmente de acuerdo con Eduardo en que esto es un retroceso respecto del modo como nos comprendíamos hasta antes del efecto Cipriani. Yo era de la opinión de que debíamos renunciar al título de pontificia para preservar el carácter de universidad plenamente autónoma que habíamos adquirido en los últimos treinta años. Pero se pensó que esto era imposible. Bueno, si mi institución opta por una ruta, yo la respaldo.

No hay chantaje, mi estimado amigo, hay veinte siglos de experiencia. ¿Podemos preguntarnos todavía qué universidad queremos realmente? Yo creo que sí; pero dentro de unos márgenes que tenemos que respetar porque nos sometimos libremente a ellos. ¿Queremos “una continuación del status quo de siempre, con sus vaguedades y tensiones de marea y resaca con la jerarquía eclesial”? Ya no será posible, ahora hay que hablar claro.

La fórmula de “una universidad claramente secular pero que se reconoce como católica de inspiración” no es compatible con una universidad pontificia. La UARM puede serlo, la PUCP no. La universidad se sometió a ser primero pontificia. Traté de explicarlo recurriendo incluso a la historia medieval; pero, por desgracia, se suele despreciar el recurso al pasado conceptual, sobre el que precisamente se sostienen las convicciones y las estrategias de la jerarquía.

Todo está cambiando y está claro que hemos perdido algo que como comunidad altamente secularizada valoramos mucho más que ser una universidad del pontífice. Eso no implica, desde luego, la propiedad de los bienes. No hay que confundir la pertenencia a la Iglesia que impone el carácter pontificio con las ambiciones de Cipriani, que por desgracia hasta la fecha confluyen. Para mí, el milagro del que habla Eduardo es que se rompa esa confluencia.

Mi respuesta a Lucho:

Apreciado Lucho, agradezco el diálogo. Creo que lo que planteas es totalmente atendible.

No estoy seguro, realmente, sobre la cuestión de la “pontificidad” de la institución como tema ya zanjado al interior de la universidad. Me parece que parte del problema con el formalismo con el que se ha llevado el proceso es que se transmitió la impresión que era posible lograr dos cosas que es difícil desprender: ganar y seguir siendo pontificios. Supongo que es cuestión que los asambleístas digan cuánto de verdad hay en lo que voy a decir, pero no tengo para nada claro que se haya discutido en serio este tema, más allá de comentarios y bromas al paso.

Sí me reafirmo en lo del chantaje, porque al hacerse como se hace todo esto, la única razón para ceder tanto es precisamente la posibilidad de perderlo todo. No digo que de no haber habido juicios no podría haberse planteando un debate similarmente complejo, pero no estaríamos corriendo para tomar una decisión, y probablemente estaríamos discutiendo hacia adentro con más calma.

Reitero mi aprecio por tu comentario. Lamento, y esto de ninguna manera es un reproche para contigo, que recién estemos realmente discutiendo estos temas, de manera abierta, sobre todo porque siento que ya es muy tarde. Ojalá aprendamos, como colectivo, la lección: los debates deben ser libres, públicos y oportunos.

Lucho continúa:

Eduardo, si con lo del chantaje te refieres al uso que hace Cipriani de los juicios sobre la herencia Riva-Agüero, tienes toda la razón. Yo desestimé la idea de un chantaje solo en relación con el título de pontificia. Seguimos al habla.

Mi respuesta a este comentario:

Lucho, efectivamente me refiero a los juicios. La discusión sobre la relación con la iglesia me parece ha sido manejada, por momentos, con algo de verticalismo, pero no ha habido la mala intención inherente a un chantaje, que sí veo claramente en el tema de la administración de los bienes; esa actitud que se veía ya en lejanos comentarios que atribuían a Velasco el “robo” de la universidad y la necesidad de recuperar lo que había sido de la iglesia, cosa que como sabemos jamás fue así.