Soy Eduardo Villanueva Mansilla, y este blog contiene temas de interés profesional y personal, y lo uso para hablar sobre tecnología de la información, medios masivos y nuevos medios de comunicación, cultura y sociedad, y otras cosas que se me pasan por la cabeza.
jueves, 24 de abril de 2008
La ciudad en la bahía
Cuestas, colinas, cerros... varias formas de llamar a la característica geográfica predominante de San Francisco. En la punta misma de la península que corona California central, con el Océano Pacífico a un lado y la bahía de San Francisco al otro, esta ciudad tiene personalidad, tiene color, tiene encanto y sobre todo, tiene colinas.
Que quede claro: es una maravilla de ciudad. No es tan pequeña como se podría pensar, pero es una ciudad compacta, claramente urbana, similar a Manhattan en su escala. Como Nueva York, es obviamente una ciudad de comercio, creada para hacer plata por encima de todo, como su plaza principal, Union Square, lo demuestra: rodeada de tiendas y hoteles, es un emporio comercial. Su fama de tolerancia y diversidad es reciente y tiene más que ver con las realidades del comercio que con alguna especial tendencia ilustrada de sus habitantes, aunque es evidente incluso en sus calles.
San Francisco es una ciudad fotogénica como pocas. Sin monumentos hechos por el hombre particularmente llamativos, salvo por el puente Golden Gate y la prisión de Alcatraz que no están realmente en la ciudad, su belleza reside en la manera como se la ha construido en una geografía más que difícil, fastidiosa. Sus cuestas son intimidantes pero manejables de varias maneras, incluyendo autos; la ventaja es que le dan una personalidad única. A pesar de su historia de terremotos, incluyendo la devastación de 1906, tiene arquitectura impresionante, incluyendo la impactante Aguja de Transamerica y varios edificios que en el conjunto, parecen inverosímiles: ¿cómo atreverse a vivir o trabajar en esas alturas si en cualquier momento el zamacón será terrible?
Quizá por eso es una ciudad tan íntima. Me explico: frente a metrópolis intimidantes como Nueva York, como Londres, como Hong Kong, San Francisco aparenta ser más un gran barrio, una colección de rincones manejables una vez que las elevaciones pasan a segundo plano. Sin grandes avenidas como París, sin las aglomeraciones inmensas de la gran manzana, con algo del relajo ontológico de Amsterdam, San Francisco da la impresión de estar a la mano, de ser fácil de entender y de vivir. Su fragilidad no solo telúrica, sino también humana, termina por darle algo de simplicidad. Mucho se ha escrito sobre la ineficiencia de su transporte público, de lo difícil que es darle espacio a todos los grupos que quieren opinar en la gestión edil. Igual, no es tan grave. San Francisco, cuyo pasado hispánico solo aparece en el nombre gracias a los terremotos, logra hacerse querer con más rapidez que otras grandes ciudades.
Claro, ayuda que sea el centro de un mundillo con personalidad, antes que el pivote de miles de barrios. Mientras que Nueva York es mucho más que Manhattan, o que Londres resulta interminable en sus barrios étnicos y sus áreas sin gracia, San Francisco vive un tanto medrando de la compañía que le da personalidad pero que no se le superpone: desde el cercano valle del Silicio al sur hasta la "República Popular de Berkeley", cruzando la bahía; desde la insípida crudeza urbana de Oakland hasta el encanto portuario de Sausalito, San Francisco aprovecha que está al medio de todo sin ser ella misma todo. Uno puede estar en ella sin tener que ir a los demás sitios, y su personalidad disfruta la cercanía de la variedad sin contaminarse.
Dejando de lado las atracciones estándar de Alcatraz o del simpático Fisherman's Wharf, lo más simpático en la ciudad es simplemente caminarla. Desde el barrio chino hasta las calles de Haight Ashbury, o en los alrededores de Union Square, San Francisco muestra su carácter cuando se la escucha, se la mira y se la huele: a fin de cuentas una gran ciudad, no es limpia y aséptica como el resto del área, ni tampoco la pobreza y miseria, los vicios aparentes y las mezclas de costumbres y estilos de vida molestan más allá de lo inmediato. Salvo para el turista Disney-style, San Francisco es una experiencia orgánica, una gran ciudad mundial con el necesario cambalache que acompaña la inmigración del mundo entero y la globalización humana.
No habrá que llevar flores en el pelo, pero igual, la ciudad en la bahía, ahí donde Tony dejó su corazón, es una bella y no muy tosca perla en el collar de maravillas de California.
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