Más que un balance de fin de año es una mención de cosas que me llaman la atención a pesar del tiempo transcurrido, a ser publicada en cinco partes a partir de hoy.
El año se inició con los espasmos finales de la primavera árabe y fue acompañado por el éxito anti SOPA / PIPA, que pareció indicar que estamos ante un nuevo escenario, una posibilidad de acción colectiva global, al menos en ciertos ámbitos, que impida que las nociones menos agradables sobre la Internet y la vida digital emerjan triunfantes. El año termina con un panorama claramente más turbio, donde el activismo parece alcanzar sus límites y los estados se reafirman como actores agresivos, al mismo tiempo que el futuro de la Internet parece al menos confuso, sino directamente conflictivo.
El triunfo del activismo frente a las propuestas SOPA y PIPA resultó de la alianza entre grupos organizados de usuarios con intereses claros de empresas y organizaciones consolidadas, interesadas en evitar que se las perjudicara; la coincidencia fue fundamentalmente táctica, pero ofrecía algunos elementos estratégicos comunes. Para Google o Facebook, tanto como para la Wikimedia Foundation o para la Electronic Frontier Foundation, una Internet sin grandes limitaciones legislativas y donde el principio de responsabilidad del usuario final y no del intermediario en cualquier caso de transgresión de derechos de autor, es fundamental. En otras palabras, las industrias digitales se encuentran en el mismo sitio que los activistas, no porque busquen lo mismo sino porque quieren un entorno propicio.
Pero en realidad la discusión sobre el control en la Internet se ha transformado, con cada vez más claridad, en los últimos años. Si hasta el 2010 se trataba sobre todo de controlar la acción de individuos consumidores, a partir de las disputas por el derecho de autor, ahora se ha reavivado el debate sobre la la búsqueda de control estatal de todas las formas de transacción en la Internet, no solo el consumo. No solo los intentos, no tan claro en su éxito, del gobierno islámico de Irán para crear su propia Internet, sino también el cada vez más alto número de pedidos administrativos de seguimiento de datos por parte del gobierno de los EEUU, y la propuesta desde algunos países autoritarios para aumentar el control estatal del sistema de nombres y números de la Internet, que no llegó a ningún sitio en la reunión de la UIT en Dubai, este diciembre.
En otras palabras, la discusión sobre el control no parece centrarse en los consumidores sino el rol de los estados y la protección de sus intereses. Los ciudadanos parecemos cada vez menos cubiertos en este contexto, y fracasos como el de Wikileaks son señales de oportunidades perdidas en el lado menos interesante del activismo, no solo para los periodistas sino para la idea más grande de la Internet como un espacio igualador entre los grandes actores políticos y los individuos, que encuentran nuevas formas de asociación y por ello, nuevas formas de acción.
El debate a corto plazo sigue siendo el mismo: ¿cómo gobernar la Internet? Mientras a los EEUU le interese, mantendrá la promoción de las libertades individuales a nivel global junto con el seguimiento y vigilancia post facto como políticas que no por contradictorias dejan de ser coherentemente llevadas. Otros países pedirán el control de las transacciones a priori, y el desplazamiento de la Internet desde su actual confuso status de actor semi local, semi global, semi privado y semi público, a una clara red bajo control estatal, de preferencia en un marco multilateral que sea fácil de alejar de la discusión pública. Mientras tanto, habrá que seguir pensando en cómo hacer para aprovechar la riqueza de la Internet sin que se vuelva campo de batalla, figurativa o literalmente.
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