lunes, 19 de noviembre de 2007

Status Civitatis Vaticanae

Hay que llegar por el Castillo de San Angel: no solo es la ruta oficial, sino que así se tiene una perspectiva clara de la Via della Conciliazione, la entrada al Vatícano. Y hay que entrar a pie. Siquiera de esa manera mínima, se puede tener una noción de escala y de la experiencia de miles, de millones de peregrinos que a lo largo de siglos han hecho ese camino.

Me tocó un día especial: Celebración y encuentro con el Papa de las cofradías religiosas italianas. Misa a todo meter, en el atrio y las escalinatas, que se expande y cubre buena parte de la plaza misma, incluidas las hermosas fuentes ornamentales, y el inevitable obelisco egipcio, de esos que tantos hay en Roma. Mientras la misa y las ceremonias, no hay entrada a la basilica, pero sí a los museos; la misa de nueve no terminó hasta las 10.45 pasadas, y luego hubo cantos (un Miserere cuyo autor no he identificado, pero que escarapelaba el cuerpo entero), discursos, y cuando todo parecía terminar: the man in white, el bólido romano par excellence, el Papa en su papamovil, rápido como manda la seguridad, pasando por todas partes, blandiendo sus bendiciones. Aplausos, corridas, emociones varias. Más que durante la misa.

San Pedro es una atracción turística. Sin ser católico, lo lamento. Se lo visita porque está en Roma, porque se lo conoce, porque es un destino en la lista. No vi mucha emoción, que no tiene que ser religiosa en el sentido pío, sino simplemente humana: San Pedro es una obra mayor de la humanidad, refleja los sentimientos religiosos de millones de personas, es un destino al que muchas personas modestas pero sinceramente católicas quisieran llegar. Por encima de todo: es un ejemplo perfecto de lo que ha sido Occidente, la constante lucha entre el reino de los cielos y la realidad material, secular. Las glorias cantadas a los pontífices máximos, que hicieron posibles la obra, hablan tanto de la vanidad humana como de la gloria divina.

Personalmente, me emociona ver lo que el hombre ha hecho, y también me emociona la fe y la devoción. La misa del sábado 10 de noviembre incorpora a muchas cofradías, cuya dedicación específica se me escapó, pero que llegaron de toda Italia con sus trajes vagamente medievales, sus estandartes y palios, y su entusiasmo sincero de viajeros, de peregrinos: contentos de estar ahí, con su fe pero también con sus amigos, sus parientes, de ser vistos por el Papa pero de estar en Roma, en el Vaticano. Los vi por Roma, esa tarde, con parte de sus vestidos, comiendo un gelato o un panino, haciendo la de los turistas. Pero siempre en grupo, como llegaron y como fueron a San Pedro.

A mi lado, en cambio, miles de turistas con ganas de tomarse la foto idiota inevitable, en donde arruinan la maravillosa visión de la basilica con sus caras; revisando la lista de atracciones, para decidir si valía la pena esperar para entrar a la Basilica o si mejor ir a algo más. Sin entender que era una misa, y riéndose cuando todo el mundo comenzaba a abrazarse en la Paz. Tengo la impresión que un par de chinos fueron a pedir comunión, pero no sé si lo hicieron: estoy seguro que no eran católicos.

El premio a la espera, bajo un sol fuerte pero sin calor, fue no solo ver al Papa, sino que, pasadas la 1.30, se abrió la basilica. La cola fue rápida, con solo los detectores de metales atracando el flujo. Una vez pasados estos, la caminada no fue larga. Entrando, a mano derecha, La Piedad.

Un autor habló, hace casi un siglo, del Misterium Tremendum. Es lo que produce la emoción religiosa ante la presencia de lo santo. En ella se combinan la alegría de contemplar la divinidad, con el temor ante su poder. El Misterium Trememdum se tiene o no; se vive o no. Es la base de la fe. Es también una de las víctimas de la modernidad.

Parece mentira que uno de los causantes de la modernidad, lejano sin duda, pero igual responsable desde el Renacimiento, sea autor de una de las expresiones religiosas más perfectas. La Piedad es sobrecogedora. Es lo único que se puede decir. Es maravillosa como muestra del arte humano, como muestra de la maestría de un individuo que además era un chiquillo de 23 años. Es casi insultante que algunos no piensen en otra cosa que tomarle una foto. Yo me animé tras diez minutos de contemplación, y luego de recorrer la basilica completa, con la intención de registrar un contrapunto: todo San Pedro es recargado, excesivo, lleno de decoraciones y esculturas y cuadros, hasta el punto que más parece tratar sobre los Papas que la hicieron que sobre el Dios que se celebra. Al inicio de la basilica, al lado izquierdo, el baptisterio es un ejemplo de estos excesos: lleno de figuras y florituras, hace el contraste ideal a la simplicidad perfecta de la Piedad. Una cruz al fondo, y la simple imagen, casi pequeña en la enormidad descontrolada de la basilica, de una madre sosteniendo a su hijo muerto. Tantas imágenes similares ha visto la historia de la humanidad, tantas madres han llorado a sus hijos así. Que sea la imagen de la divinidad en su máxima expresión de humanidad refuerza aún más la potencia de la escultura.

Ahí está una de las más básicas manifestaciones de la vida: el amor de una madre, el dolor de una madre. No importa que uno sea o no creyente: se trata de la emoción estética primaria, la admiración hasta las lágrimas de la capacidad de un ser humano de decirnos tanto en algo tan simple, a través de los siglos, a través de las ideas y creencias humanas.

Pensaba al salir qué pasará con San Pedro cuando llegue su inevitable declive. ¿Cómo verán los humanos del futuro a esa elaboración de siglos pasados, cuando la basilica sea tan antigua, cronológica e ideológicamente, como las pirámides de Egipto o los templos romanos? Supongo que las generaciones del futuro, que habrán de ser mejores que nosotros si logran sobrevivirnos, preservarán San Pedro como un ejemplo de lo que supimos hacer. Pero estoy seguro que siempre habrán quienes vean en La Piedad lo que vi yo: pura, simple, completa belleza en el dolor, que te eleva al mismo tiempo que te quiebra.

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