miércoles, 21 de noviembre de 2007

Firenze

A veces uno se conmisera de los italianos: tienen tanta historia que no pueden hacer nada sin tener problemas con monumentos o reliquias. Esto es más claro en Roma, donde la historia se mide en milenios, pero toma un carácter distinto en Florencia, porque la historia está, si cabe, concentrada. Hay muchas cosas que mirar, pero la gracia de Florencia es el Renacimiento. Poca cosa...

La magnificencia de la cosa es evidente en la Piazza della Signoria. Ahí tienen una copia del David de Miguel Angel, porque en donde está la copia, estuvo el original. Es decir, alguna vez esta ciudad se dio el lujo de tener como centro de mesa la escultura más alucinante que conozco. Ahora se conforman con una galería de libre acceso, la Loggia dei Lanzi, con un Perseo de Cellini o el Hércules venciendo a Neso, con la fuente de Neptuno, o con el buen Cósimo; más allá, el Duomo con la torre y el baptisterio; el Ponte Vecchio; incluso el Arno, que parece una laguna alargada, no un rio capaz de arruinar la ciudad (no me di cuenta ese día, pero estuve en el "aniversario" de la inundación, que ocurrió el 4 de noviembre de 1966; en la ciudad nada en particular se dijo al respecto). La ciudad misma es un museo al aire libre, que requiere paciencia y un ojo abierto para ver el detalle preciso. Si encima se tiene la plata y el tiempo para ir a los museos, bueno, la experiencia es tremenda.

La galería de Uffizi cuesta 10 euros si se tiene la paciencia de hacer varias horas de cola, o entre 13 y 21 dependiendo con quién se contrate la reserva avanzada. La torre del Duomo cuesta 6 euros, por la experiencia de subirse 414 escalones. La galería de la Academia cuesta 10 euros, y tiene menos tráfico porque "solo" tiene una obra maestra. El palacio Pitti, algo más lejos, otros 11 euros. Y así...

Pero hay que además enfrentarse a las hordas de turistas, y a las hordas de vendedores, aún más intensas que en Roma, porque están por todas partes y al parecer tienen menos miedo a salir que en Roma. Los vendedores locales tienen carteras caras pero al parecer bien hechas; los ilegales venden copias obvias de Dolce Gabbana por un precio banal. En todas partes se ofrecen camisetas de los equipos obvios, desde el AC Milan o la Roma hasta el Manchester United o el Barza; pero no se ve nada del Fiorentina, ni de Ferrari. En el primer caso, creo que es porque la banalización de lo global hace que el equipo local no sea atractivo para los turistas. En el segundo, porque al parecer Ferrari sí se encarga de controlar la piratería, ya que los únicos productos con el logo que llegué a ver eran los ridículamente caros de la tienda oficial, en Roma (¡un polo de adultos a 90 euros! ¡una biela de motor de F1 a 900 euros!).

Entonces llega el momento de la verdad: ¿cuál es la gracia de venir hasta aquí? Incluso se pone peor, cuando se descubre que la cola más apasionada, la única en que hay florentinos, es la de la Tienda Disney, que al parecer estaba de rebajas porque las hordas de turistas habían sido reemplazadas por hordas de bambini que querían su Topolino con pasión solo comparable a la de los Ultras de la Roma.

Pues dos cosas pasaron para salvar la situación, para recordarme de qué se trata todo esto. Primero, terminé por accidente en una plaza ligeramente fuera del circuito turístico, la Annunzziata. En ella, en vez de vendedores de basura para turistas, habían granjeros y ganaderos de la zona. De pronto, era de nuevo obvio que estaba en la Toscana, en la zona maravillosa de Italia, bañada por el sol, con productos de la tierra increíblemente ricos y generosos. Los granjeros toscanos vendían sus productos en una feria de domingo, con el cartelito orgánico colgado por todas partes. Sabían inglés y explicaban coherentemente que tan orgánicos eran, pero se notaba que eran gente de campo, por sus manos, sus fachas, y porque se juntaban en grupos donde almorzaban lo que era claramente puñados de sus propios cultivos. Daban ganas de comprarse todo, o de irse con ellos a ver cómo es realmente la Toscana, fuera del mundanal ruido. Me conformé con comprar especias, y pensar un rato en las fortunas que alguna vez se hicieron vendiendo las combinaciones que un toscano armaba a su estilo, para venderlas con su nombre.

No es cuestión de reclamar "autenticidad" o cosa por el estilo: es simplemente encontrar que Florencia es también una ciudad, con gente que vive en ella y que compra y vende cosas, y sale el domingo para airearse más allá de las aglomeraciones. No se trata de un museo de sitio o de un parque temático: es una ciudad. Comprobar eso sirve un montón, especialmente si uno acaba de llegar del otro lado del mundo y sabe que la oportunidad puede ser única, que quién sabe si volverá a Florencia.

Y luego de eso, la Galería de la Academia. Hay varias cosas simpáticas, incluyendo una muestra de instrumentos musicales del Renacimiento y el Barroco. Pero lo importante, la razón misma de ser de la Academia, es una sola. El David.

No sé cuántas fotos he visto antes de estar ahí. Igual, la experiencia fue sobrecogedora. Constatar la existencia de semejante obra es algo que cuesta mucho trabajo describir, pero que podría reducirse a una sensación: escalofríos.

Igual, habían quienes en vez de dejarse llevar, quería llevarse algo: prohibida la fotografía, algunos intentaban sacar su camarita, y mostraban su torpeza al no anular el flash. Seguramente se llevaban su pequeño triunfo, y lo mostraran como exhibición de su capacidad de sentarse en las normas. Personalmente lo último que se me pasaba por la cabeza era en fotografiar la escultura, porque ninguna reproducción podrá ofrecerme lo que hizo ese día uno de los más intensos de mi vida: la impresión de ver, en toda su magnificencia, una obra de arte mayor, total, completa. Pensé, como un artista de siglos atrás, que poco o nada valía la pena esculpir algo tras ver el David. Pensé que no importaban el exceso de turistas, los vendedores agresivos, los japoneses en manada o los españoles bastos, el Euro caro o las tiendas estafadoras de turistas. Sentí que había llegado a un punto importante, no solo en este viaje particular, sino en general. Participar, siquiera por treinta minutos, de las más gloriosas experiencias humanas.

Por treinta minutos, compartí, junto con otros admiradores tan entregados como yo, lo que algún Florentino del siglo XV, algún francés del siglo XIX o algún extraterrestre del siglo XXX sintió o sentirá la primera vez que vea el David. El pasmo, la admiración, el sobrecogimiento. Sentí que viajar vale la pena, que las miserias mayores o menores no importan, porque lo que queda es el placer del abandono estético. Contemplar el David significó entender siquiera en parte el Renacimiento, y descubrir cuánto puedo sucumbir ante la experiencia de lo bello, y hasta donde puede llevar el arte a un ser humano.

El David es una de las más grandes cosas que un ser humano ha podido lograr. Si hay perfección en el arte, si se puede usar ese adjetivo sin entramparse en una paradoja, nadie o nada lo merece más. Y de ahí algo saca uno: lo perfecto enseña; lo perfecto nos chorrea algo y nos hace mejorar.

Para eso viaja uno: para ser un poquito menos imperfecto cada día.

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