jueves, 15 de noviembre de 2007

SPQR

En todas partes. Roma está llena de esa abreviatura. Hasta cierto punto, no tiene mucha importancia. Una alcantarilla con una abreviatura tan pretenciosa resulta una alcantarilla, nada más. Pero por otro lado, es un mensaje para que todos recordemos sobre qué piso caminamos.

Senatus Populusque Romanus. ¿Cuántos siglos tras ese nombre? La misma tarde en que se puede ver uno más de esos al parecer idénticos programas de la RAI, donde alguien habla delante de un auditorio semi circular con un público en permanente estado de entusiasmo, uno se topa con la copia de una estatua, que dice: Augusto Patri Patriae... Esto a pocos pasos de la "máquina de escribir", la sobrecargada y excesiva colección de clichés que homenajea a Víctor Manuel, el primer rey de la Italia contemporánea, el primer gobernante de la Italia toda. Este amasijo de mármoles esconde uno de los conjuntos más bellos de un pais al que le sobra belleza, Campidoglio, donde la estatua ecuestre de Marco Aurelio está perfectamente enmarcada por edificios bellos, armónicos, proporcionados para el sitio y la escalinata que hay que usar para llegar a ellos. Poco más allá, los varios foros; otro poco más allá, el Coliseo, con sus gladiadores de mentiritas y los vendedores ambulantes, que escapan de la policía como en todas partes.

La continuidad que hace la "máquina de escribir" de Piazza Venezia, Campidoglio, el Foro y el Coliseo, sirven para marcar las partes de Roma. Quizá la espectacularidad de la Piazza de Spagna, o de la Piazza del Popolo, pueden llamar la atención más; pero la idea de conectar lo casi más reciente, en la Piazza Venezia, las glorias renacentistas, en Campidoglio, y el pasado histórico, en el Foro, resulta particularmente lograda. Quizá el Foro podría tener más vendedores dentro, puesto que esa era su función original: la mescolanza de gentes del mundo entero, que caminan con una combinación de curiosidad y sorpresa algo prefabricada, es lo más parecido que hay a la Roma de la antiguedad: haya uno leído a Suetonio o a Cicerón, o a Robert Graves (o visto Gladiador), es sabido que Roma era el centro del mundo conocido, que gente, dioses y costumbres de todas partes llegaban a ella, y que el foro era una mescolanza de gentes del mundo entero, donde se vendía de todo para todos. ¿Un MacDonald's sería demasiado? Tal vez no. Sería la confirmación del eterno retorno...

Y si uno se pone a pensar mucho en estos temas, salta a la vista algo muy concreto: Roma apabulla por el exceso. Demasiada historia, demasiados turistas, demasiados autos, demasiados recovecos. Las pequeñas callejuelas aparecen por todas partes, las gelaterias, los bar-restaurantes, los Tabacchi; casi tanto como los inmigrantes que venden porquerías, sea a pie sea en las tiendas propiedad de chinos, sea en las cabinas de internet, que sí piden documento para conectarse, a diferencia de las cabinas propiedad de italianos, que finalmente sin miedos a ser deportados o maltratados, ignoran la ley como suele ser el caso en Italia.

No es cuestión de hablar de criminalidad o corrupción, sino de la virtud italiana para hacer exactamente lo mínimo indispensable para evitar el caos. El tráfico es amenazante, agresivo, pero prácticamente todos los choferes paran, incluso en los momentos más intensos en las horas más punta, cuando alguien quiere cruzar por el paso de cebra; la gente fuma exactamente 10 metros dentro de la estación del tren; tal vez la mitad de los automovilistas usan cinturón de seguridad; siempre alguien le conversa a los policías para que los dejen hacer las cosas a su manera, a veces con éxito, siempre sin exaltarse salvo al final. El resultado es que todo funciona pero al borde del precipicio, lo que lo hace fascinante de ver pero estresante para compartir.

Hoy por hoy, hay que añadir la decisión de respetar el pasado, cosa que no siempre fue así; el Circo Máximo fue el Forum Vaccinus, es decir un prado para vacas, por un buen tiempo, y aun ahora no es más que un prado en donde se intuye el pasado. En nombre del progreso, algunos se llevaron de encuentro monumentos notables. Pero ahora no se toca nada, y se cuida todo. Finalmente, parte de esta narrativa de la continuidad, que sin duda debe mucho a Mussolini, que aprovecho el pasado romano para sus propios motivos. Don Benito se imaginaba que algún día su estatua estaría al lado de la de Augusto; ahora su imagen es una curiosidad turística en el mejor de los casos.

El pasado estorba: Roma tiene un claro exceso de autos, que a pesar de la respetable cantidad de micro vehículos como el Smart atoran la circulación, especialmente porque son estacionados en cualquier sitio, con lo que el exceso se vuelve más evidente cuando uno se los topa quietos, estacionados hasta en las esquinas; encima tiene exceso de motos, sean Vespas o motos-motos, que se cruzan por todas partes y hacen pensar en Iquitos con su run-run de dos tiempos. El exceso se debe no tanto a la cantidad de gente, sino a la falta de espacio: hay demasiados rinconcitos en donde no entran los carros, y no hay sitio donde estacionar porque el metro cuadrado es carísimo. El transporte público parece ser bueno, a pesar de solo tener dos líneas de metro; incluso hay intentos de facilitarle la vida a los ciclistas, pero sería iluso pensar en ciclovías en el centro histórico, en lo que queda de las siete colinas (es decir, en lo que hace Roma la ciudad eterna, en el área más transitada de la ciudad), porque no hay sitio. Puedo imaginar a algunos romanos arrebatados, pensando en lo útil que sería ponerle una bomba a las callejuelas o vender el Coliseo a Disney, pero son delirios: no creo que haya algún futuro para nadie que piense seriamente en destruir esta Roma de hoy.

Sumemos a todo esto los precios espantosamente altos, cortesía del Euro y la caída del dólar; la evidente ligereza a la hora de disponer de la basura, y Roma, como toda Italia, es difícil de querer al primer golpe. Pero no es su culpa: los turistas están ahí en parte por Hollywood, antes que por los italianos, como lo muestra el que haya más referencias a "Roman Holiday" que a "La dolce vita". También hay que echarle la culpa a los japoneses: si las cámaras fotográficas no fueran tan baratas, tal vez la abundancia turística sería menos agobiante. Los flashes atosigan, y todos sienten que pueden tomarse exactamente la misma foto que otros, mejores que ellos, ya tomaron hace mucho.

Baste ver la Fontana de Trevi, un lugar precioso por todas las buenas razones: está en uno de esos rincones romanos que parecen intencionalmente hechos para parecer hermosamente históricos; la fuente es increíble, como conjunto escultórico y como experiencia estética general, con el ruido del agua casi convertido en melodía; y el espacio, especialmente de noche, es perfecto para contemplar y apreciar, y sí, es muy romántico. Lástima que, tal vez con la excepción de la madrugada, el ambiente es un asco: cientos de turistas, ruidosos, obsesionados con salir en la foto o con tener una "prueba" con la que atormentar a alguien cuando vuelvan a casa, incapaces de apreciar el lugar sin ser turistas, sin hacer bromas idiotas o comparaciones banales, sin mostrar que vieron La Dolce Vita (aunque me temo que probablemente no han visto más que la referencia iconográfica de Anita Ekberg en el agua, sin tener idea de la película misma). Si se le añade a la ecuación la variedad de vendedores ambulantes, que ofrecen desde flores hasta juguetes de a china, y tenemos ante nosotros lo peor que nos puede brindar la abundancia del capitalismo informacional: demasiada gente viajando, descontextualizada por la falta de esfuerzo, que hace que Roma sea una caricatura de sí misma, una colección virtualizada de lugares que se conocen no por ser una unidad, por ser el resultado de siglos de idas y venidas de poderosos y plebeyos, por mostrar lo mejor que puede dar Occidente, por ser un testimonio de una ciudad que ha cambiado pero no ha perdido de vista ser lo que es desde hace más de dos milenios.

No, nada de esos es Roma para las hordas de turistas, que no la entienden como tampoco la entendieron los vándalos o los ostrogodos, los que le dieron el puntillazo final al decadente imperio de occidente. Roma, para las manadas turísticas, es una colección de imágenes inconexas, una serie sin gracia de "lugares" en los que hay que "estar". Alarico despedazó lo que no entendió, dejando las heces y arrastrando las riquezas, sin entender que solo tenían sentido en la unidad que representaban con la ciudad del Senado y el Pueblo. Los turistas despedazan una de las mayores obras de la humanidad para completar una lista y decir: estuve ahí.

No sé quién es peor.

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