miércoles, 15 de abril de 2020

Pandemia con vista, V: el futuro que todos pretenden ver

Un mes de encierro da perspectiva. Aparte de la contemplación, el ritmo finalmente aparece, y uno se las arregla para hacer lo que tiene que hacer --o al menos algo de lo que se tiene que hacer-- y además se lee y ve mucho que puede servir para pensar las cosas que ocurren. Por ejemplo, uno se da cuenta que por más que se intente compensar, la carencia de una buena educación científica es un problema, que impide realmente entender lo que están haciendo los científicos en todo el mundo. También esa carencia impide discernir plenamente si todos los que meten su cucharón estadístico en este cocido tan complicado y enorme realmente saben lo que hacen. La sospecha que desde un solo saber no se puede realmente intervenir en un debate tan complejo emerge, pero hay realmente pocos que pueden pretender entender todos los ángulos y decir quién está realmente perdido.

También aparecen discusiones en la que uno no quiere participar porque la verdad, son demasiado efímeras o irrelevantes. Surgen además motivos de orgullo o alegría, de desazón o desconsuelo, y sobre todo la sensación que no importa como y cuando termine esto, lo lógico sería pensar en todo lo que se ha puesto en evidencia sobre nuestra sociedad y en cómo cambiarlo.

Lo cual lleva a la pregunta por cuál es nuestra sociedad. Cualquier pandemia expone la constitución misma de la sociedad a la que afecta, en el sentido que más allá de las grandes diferencias que pueden existir entre comunidades, naciones o estados, la capacidad de las enfermedades para afectar a todos es una señal del grado de integración global en el que se vive; o incluso mejor, de la definición efectiva de "global" en la que vive una sociedad. La pandemia de Justiniano o la Peste Negra no solo son lejanas, sino que fueron "globales" a pesar de ser "locales": ambas afectaron a Eurasia, matando millones, y sin duda también el Africa mediterránea: pero el Africa sur-sahariana, las Américas, Oceania, no eran parte del mundo en ese entonces, si no tangencialmente, o directamente eran desconocidas. El resultado fue que sin alcanzar el planeta entero, esas pandemias fueron globales.

En cambio, la Gripe Española alcanzó al mundo entero, lenta pero segura, y mató millones en todas partes, en tres oleadas durante dos años. Un mundo global vivió su primera amenaza global, pero la respuesta estaba enmarcada en la realidad de la época, hacia el final de un guerra mundial que había comprometido la seguridad sanitaria de casi todas las potencias mundiales, y con la ciencia médica lejos de contar con los conocimientos y capacidad industrial de hoy.

La pandemia del coronavirus es la primera que realmente ha detenido al mundo globalizado de la actualidad. Pero la globalización es un factor central de los efectos de la pandemia: toda la economía global se organiza alrededor de cadenas de producción des-nacionalizadas, dependientes tanto de tecnología de información y comunicación para fluir sin detenerse, como de cadenas de suministro y distribución que aunque no tan visibles, garantizan que todos los países tengan acceso (disimil y desigual, pero acceso) a productos y servicios globalizados. Los servicios sufren menos (Netflix funciona bien) pero los productos comienzan a perderse en medio de la disrupción que la pandemia produce: medicinas indias, equipos chinos, ropa de Bangladesh o Vietnam, espárragos peruanos, todo deja de moverse conforme el mundo se atrincheran tras sus fronteras nacionales.

La pandemia es globalizada, y en cierta medida la respuesta es global: pero en realidad, para las personas de a pie, la pandemia es la que ocurre en tu país, en tu estado nación. Así no nos guste, los peruanos tenemos que lidiar con la divergencia entre liderazgo estatal adecuado y capacidad efectiva en el terreno realmente lastimosa. En hospitales mal equipados donde no hay liderazgo ni capacidad ejecutiva, los mandatos presidenciales se desvanecen; y las limitaciones de nuestro estado y nuestra sociedad de hacernos responsables por lo que realmente importa quedan en completa evidencia.

Pasamos casi una década jugando a que las niñerías y contubernios de unos corruptos eran importantes para el país; que la inversión sola crearía riqueza y que por ello había que tolerar y aplaudir a los asesinos, cobardes y corruptos de siempre, y sus sucesores sin mérito. Abandonamos la idea de la responsabilidad colectiva por el crecimiento económico inherentemente desparejo y desigualitario. Ahora que vemos que necesitamos estado; que ni las fantasias libertarias --convertidas en cantaletas de señorones irrelevantes refugiados en una prensa onanista-- ni el caos creativo nos llevan a ninguna parte cuando necesitamos estado; pero que la sociedad peruana, jamás un ejemplo de orden y responsabilidad colectiva, no ayuda nada. Desde el pituco que no puede vivir sin que le carguen las cosas al camionetón hasta el pobre que no puede salir a comprar sino en grupo, nadie parece darse cuenta que la precariedad y el desorden son nuestros mayores enemigos; que no es la falta de ventiladores mecánicos o camas UCI lo que nos puede matar, es la falta de un sistema de salud real, capaz de adaptarse a la realidad de manera humana y efectiva.

Pero la otra realidad evidente es que la globalización ha empequeñecido nuestra capacidad de responder a la pandemia, porque nos ha regalado placeres sin asumir responsabilidades. No hay un sistema global de respuesta a la pandemia: la OMS es finalmente un componente que negocia con las potencias, y cada país baila a su manera. Cuando EEUU asume el liderazgo de algo lo hace porque le conviene, en diversidad de dimensiones es cierto, no solo por pura conveniencia económica; pero ahora ese país tiene a un pobre diablo incapaz de entender nada que no sean sus pulsiones primarias, y que ha reducido todo a un juego de acarícienme el ego; China no está en condiciones efectivas de liderar globalmente; Europa no sabe si es Europa o el Pacto Andino... No hay nadie que pretenda compensar la ausencia de un sistema global, que es lo que necesitaríamos para enfrentar esta situación.

Y localmente, tampoco lo hemos hecho. Más allá de la mención en nuestros pasaportes, la Comunidad Andina es un edificio en el Paseo de la República, que no ha servido para crear mecanismos, por ejemplo, para garantizar seguridad sanitaria regional. Ya ni mencionemos las multiples almas en pena que pululan por la región, esos intentos fallidos de integración mayor: el zombie OEA, el fantasma de UNASUR. Nunca hemos podido trascender nuestros pequeños estados nación para prepararnos para lo que realmente sería importante, como salvarnos la vida.

Lo que nos lleva a la paradoja máxima que la pandemia ha puesto en primer plano: hemos construido un mundo globalizado para el negocio donde todo lo demás es soberanía nacional, pero donde la soberanía nacional ha terminado por ceder terreno, demasiado terreno, a la fluidez económica, a la facilitación del comercio.

Esa es la tarea difícil que debería preocuparnos: no el fin del capitalismo o fantasías similares, sino como hacer para que los estados nación, con los que parece viviremos mucho tiempo más, recuperen la capacidad de gobernar efectivamente sus territorios (o la obtengan) mediante la cooperación orientada a la calidad de vida; en vez de simplemente entregarle soberanía al mercado para luego no tener como enfrentar los desafíos que tenemos delante: ahora es el COVID-19, pasado mañana, la emergencia climática.

Si no podemos generalizar la globalización y crear un gobierno planetario, debemos rehacer la relación del estado nación con la soberanía, el comercio y la acción estatal. Como lograrlo debería ser el debate de los próximos años, incluso mientras contemplamos la posibilidad de perder los privilegios que la globalización le ha dado a algunos.

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