lunes, 11 de enero de 2016

Bowie

Apenas anoche, domingo 10 de enero, mientras veía como bajaba Blackstar a mi colección de iTunes, volví a pensar en Songs of Innocence, el regalo que Apple nos dio a sus usuarios en 2014. Me di cuenta que no lo había escuchado, ni siquiera una vez. Que mientras que Blackstar me llamaba desde la primera vez que vi el videoclip, U2 ya no solo me producía interés, sino que no llegaba a recordarlos como algo distinto a una serie de discos de décadas atrás.

Como dice Alex Petridis en su magnífica despedida a Bowie en el Guardian, Bowie nunca se dejó convertir en una banda de homenaje a sí mismo. Con errores, con cruces entre intenciones artísticas y necesidades comerciales, con exceso de fascinación por su propia creatividad, Bowie pudo hacer discos insípidos o simplemente irrelevantes, pero jamás dejó de eludir el fantasma de su propio pasado. Jamás quiso ser lo que U2 se ha vuelto, una banda del recuerdo.

Blackstar no es un disco fácil y aunque está garantizado que será un éxito de ventas, es posible que no sea muy escuchado luego de ser comprado. Inevitablemente es un artefacto de nostalgia, una manera de pagar tributo a una amistad, un culto, que quizá no llegó a tiempo ("¿recién escuchas Young Americans? ¿No sabes la letra de la versión en mandarín de Seven Years in Tibet?"), o que quizá simplemente se vuelve actual porque todo el mundo habla de Bowie como algo que no se puede perder (¿vieron la nota en El Trome? ¿En el TROME?). Es, sin duda alguna, un artista fundamental para entender la cultura global de los últimos cuarenta o cincuenta años, y a pesar de sus bajones, ha sido por ese tiempo un referente cultural.

Pero la gracia de Bowie no reside únicamente en lo que fue como artista, sino en lo que fue para los que alguna vez pudimos sentirlo propio.

Suzanne Moore lo dice con elegancia:
That door. He unlocked it. For me, for you. For us. He gave us everything. He gave us ideas, ideas above our station. All THE ideas and a specific one. Of life. The stellar idea that we can create ourselves whoever we are. He let us be more than we ever knew possible. There is nothing greater. Nothing.
No pretendo comparar las experiencias de alguien que, confuso y sin claridad sobre su lugar en el mundo, con 14 o 16 años, vio su maravillosa performance de Starman en Top of the Pops, allá por 1972. Cuando al minuto 1.35 mira y apunta a cada chiquillo que quiera ser apuntado y le dice "tenía que llamar a alguien así que te toca a ti", una conmoción recorrió Gran Bretaña, donde el conflicto post-60s no estaba resuelto, y la expectativa socialmente aceptada se refleja en la vestimenta, apariencia y actitud de los muchachos que tras los extraterrestres que cantan esa balada increíblemente deliciosa, aparecen como casos perdidos de conformismo. Esa vez, Bowie mostró su verdadero poder, que no necesariamente era ser transgresor de las normas sociales. Era ser capaz de hablarte a ti.

No. Modestamente para mí, Bowie es una noche de verano de 1985 cuando en un cuarto sin luz una radio de mala calidad me permitió escuchar, discreta, quedamente, Space Oddity. No fue la letra esa vez, fue simplemente el escuchar una canción tan hermosa y al mismo tiempo desesperada y solitaria, que me hizo sentir sanamente triste cuando no me lo permitía pero lo necesitaba. Treinta y un años después, más de una vez Bowie me regaló esa sensación con motivos diversos, profundos y triviales; con canciones brillantes o simplemente correctas; con sonido digno de la ocasión o apenas con una radio peleando por mi atención a través del estrépito de motores o gentes. Sin haber sido jamás un outcast, igual he sentido más de una vez que Bowie me hablaba a mí.

Como ningún otro cantante, artista o estrella de la cultura pop, David Bowie parecía estar siempre hablándote a ti. Explicándote no tanto el mundo, sino lo que sentías sobre el mundo, lo que te hacia dudar, lo que te proponía temor o duda o prevención. Bowie no te planteaba cambiar el mundo, te decía que tenías toda la libertad de sentir lo que sentías, de querer lo que querías, de ser quien eras.

Desde un adolescente inglés con pelo pintado con colorante de comida en 1972 hasta universitarios tercermundistas que no sabían si estaba bien sentir que el mundo no te quería, hasta muchachos contemporáneos que no logran establecer qué es bueno y que es simplemente entretenido, Bowie ha sido un artista que jamás te exigió entender el mundo de una manera para hacerte sentir aliviado, calmo, con tu manera de entender el mundo. Cambiando a cada instante siguió siendo el mismo, y convirtió la duda en una forma válida de ver tu mundo. No se trataba de ser raro, sino de ser aquello que te hiciera feliz, así fuera una cosa hoy y otra mañana.

Si bien sus años de mayor influencia fueron los 70s, y que hizo cosas de menor cuantía en los 80s y parte de los 90s, es cierto que al final se trató de un artista de su tiempo. Pero la potencia de sus obras, incluyendo algunas que son simplemente extraordinarias melodías de un pop asequible y melodramático, sigue en pie, y sigue alimentado ese proceso individual de descubrirte a ti mismo como alguien que puede ser, como no, distinto, original, creativo, pero que puede ser feliz sin tener que definirse de una sola forma y quedarse así.

Generalizando lo dicho, perfectamente, por una amiga: Bowie era para que cada uno bailara consigo mismo. Como diablos lograba hablarle tan bien a tanta gente a través de geografía y tiempo, no lo sabré; pero jamás dejaré de agradecérselo.



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