El caso de Ruth Zayas es una tragedia en varios niveles. En el menos
importante quizá, está el debate más bien confuso alrededor de lo
ocurrido, que revela algunas tendencias poco saludables para la vida
política del país. No busco aquí dar mi opinión sobre lo ocurrido con
ella, ni mucho menos juzgar y asignar culpas. Más bien, es necesario
pensar el debate mediático ocurrido, y cómo refleja la realidad de
nuestra vida pública y los problemas que enfrentamos para lograr
consensos.
Es posible establecer dos grandes perspectivas ante este tema: la
primera es una claramente machista, que básicamente atribuye culpa a la
víctima, y que es la extensión de una mirada similar a la que sirve de
excusa a sacerdotes pederastas o a comunidades musulmanas que quieren
mantener a las mujeres bajo cadenas porque son “tentadoras naturales”:
el principio en una sociedad liberal es que cada quien tiene derecho a
hacer lo que quiera y que no tiene que temer por ello ser víctima de
nadie. Ese principio está en la base de campañas anti-agresión en las
calles, disfrazadas de “piropos”, hasta la lucha contra la violencia
doméstica.
La otra gran perspectiva es que pone la culpa en aquellos que
aparecen como autores materiales o intelectuales del asesinato. La tesis
más simplona, común en sectores conservadores de los EEUU pero no tanto
aquí, es la del individuo enfermo, fuera del cuerpo social; expresada
en muchos programas televisivos, la idea es que la sociedad está bien
pero que algunos de sus miembros sufren de dolencias que los vuelven
enemigos de la convivencia. Así, este asesinato sería un acto demencial,
que solo se puede explicar como un acto de mala suerte, sin querer ver
que tiene raíces más profundas, en la sociedad misma.
A sabiendas que estamos en un país con muchos problemas, es poco
común que la explicación individualista tenga popularidad en el Perú.
Más bien, buscamos un culpable sistémico para entender los actos
individuales. Dos puntos de vista, casi maniqueos, emergen: la violencia
sistémica contra las mujeres, propia de una sociedad machista, produce
situaciones como esta. La otra: una sociedad mediatizada, completamente
carente de escrúpulos en su sumisión al espectáculo, crea condiciones
para que alguien mate por dinero a alguien que se expone al aparecer en
los medios.
El punto no es necesariamente quién tiene razón; tampoco es
encontrar culpables, que es un proceso judicial. Es discernir
responsabilidades, que existen en muchos niveles. Indiscutiblemente hay
mucho de verdad en la responsabilidad de la falta de condena social a la
violencia contra las mujeres, a un sistema que no facilita ni mucho
menos alienta que se denuncien estas agresiones y que proteja
adecuadamente a las víctimas. También hay responsabilidad en los medios,
que usan sin mayor consideración de las consecuencias que puedan
generar casos muy diversos, banalizando tanto las causas como las
consecuencias, y sobre todo, asumiendo que lo que hacen es anodino e
irrelevante, simple entretenimiento, sin evaluar los efectos morales de
corto y largo plazo, cuando la sociedad acepta como natural que el
sufrimiento ajeno es diversión, o que todo es motivo de contemplación
sin compromiso.
El debate necesario entonces va por ahí: cómo lograr,
colectivamente, que lo ocurrido no se repita, tanto en la consecuencia
final, el asesinato de una mujer, como en los prolegómenos, en la etapa
en que por varias razones muchas personas consideraron que era una buena
idea exponer casos así por dinero en la televisión, creando condiciones
para que luego, ocurriera un asesinato. La cadena causal queda para los
fiscales y jueces; la sociedad debería procesar sus responsabilidades.
Que algunos programas o que algún presentador televisivo involucrado
en el caso, se defiendan con argumentos deleznables o con acusaciones a
terceros para evadir su rol, no debería extrañarnos: en ese medio se
cultiva esta mezcla tan indigesta de egolatrías, certezas morales
falaces y desprecio por la tragedia ajena de donde nace un crimen como
este. Pero en la esfera digital, uno podría buscar oportunidades para
fomentar una conversación sensata. Al menos ese era el sueño de los que
postulaban a lo digital como un regreso a la sociedad dialógica de un
arcano tal vez nunca real.
Lamentablemente no es así. La esfera digital es tan mala para estos
debates como la mediática masiva, solo que si en la más antigua
predomina el dinero, en la primera manda la certeza, la invectiva y la
catilinaria. No buscamos entender sino afirmar nuestra convicción, y al
hacerlo básicamente formamos partidos, en vez de construir consensos
para atacar el problema entre todos.
Más allá de la importancia que un punto de vista tenga para cada
uno, quizá esta sea ocasión para pensar colectivamente no en tener
razón, sino en construir respuestas. En pedirle a la televisión que
piense, y que considere otras voces ante los temas más serios; en
pedirle a los presentadores que acepten que lo que hacen no solo
responde a sus intereses, sino que afecta a muchos; a que necesitamos
crear condiciones para que ninguna mujer sea agredida por un varón, de
ninguna forma; a que las leyes deben ir acompañadas de actitudes, desde
el estado, para buscar cumplirlas, y que los funcionarios deberían
reconocer que una víctima merece respeto y compasión, no solo un
trámite.
Pero lo más importante es concluir que debatir y conversar es
urgente en el Perú. Mientras más dudemos de nuestras convicciones
tendremos menos seguidores, menos “likes” y menos reposteos, pero quizá
compartamos mejor la necesidad de encontrar respuestas colectivas. Será
una lección menor, pero ojalá que esto nos lleve a pensar en que nos
haría bien estar menos seguros y más dispuestos a escuchar.
Publicado en Noticias SER, 26/09/2012.
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