miércoles, 3 de octubre de 2012

Crimen sin consensos

El caso de Ruth Zayas es una tragedia en varios niveles. En el menos importante quizá, está el debate más bien confuso alrededor de lo ocurrido, que revela algunas tendencias poco saludables para la vida política del país. No busco aquí dar mi opinión sobre lo ocurrido con ella, ni mucho menos juzgar y asignar culpas. Más bien, es necesario pensar el debate mediático ocurrido, y cómo refleja la realidad de nuestra vida pública y los problemas que enfrentamos para lograr consensos.

Es posible establecer dos grandes perspectivas ante este tema: la primera es una claramente machista, que básicamente atribuye culpa a la víctima, y que es la extensión de una mirada similar a la que sirve de excusa a sacerdotes pederastas o a comunidades musulmanas que quieren mantener a las mujeres bajo cadenas porque son “tentadoras naturales”: el principio en una sociedad liberal es que cada quien tiene derecho a hacer lo que quiera y que no tiene que temer por ello ser víctima de nadie. Ese principio está en la base de campañas anti-agresión en las calles, disfrazadas de “piropos”, hasta la lucha contra la violencia doméstica.

La otra gran perspectiva es que pone la culpa en aquellos que aparecen como autores materiales o intelectuales del asesinato. La tesis más simplona, común en sectores conservadores de los EEUU pero no tanto aquí, es la del individuo enfermo, fuera del cuerpo social; expresada en muchos programas televisivos, la idea es que la sociedad está bien pero que algunos de sus miembros sufren de dolencias que los vuelven enemigos de la convivencia. Así, este asesinato sería un acto demencial, que solo se puede explicar como un acto de mala suerte, sin querer ver que tiene  raíces más profundas, en la sociedad misma.

A sabiendas que estamos en un país con muchos problemas, es poco común que la explicación individualista tenga popularidad en el Perú. Más bien, buscamos un culpable sistémico para entender los actos individuales. Dos puntos de vista, casi maniqueos, emergen: la violencia sistémica contra las mujeres, propia de una sociedad machista, produce situaciones como esta. La otra: una sociedad mediatizada, completamente carente de escrúpulos en su sumisión al espectáculo, crea condiciones para que alguien mate por dinero a alguien que se expone al aparecer en los medios.

El punto no es necesariamente quién tiene razón; tampoco es encontrar culpables, que es un proceso judicial. Es discernir responsabilidades, que existen en muchos niveles. Indiscutiblemente hay mucho de verdad en la responsabilidad de la falta de condena social a la violencia contra las mujeres, a un sistema que no facilita ni mucho menos alienta que se denuncien estas agresiones y que proteja adecuadamente a las víctimas. También hay responsabilidad en los medios, que usan sin mayor consideración de las consecuencias que puedan generar casos muy diversos, banalizando tanto las causas como las consecuencias, y sobre todo, asumiendo que lo que hacen es anodino e irrelevante, simple entretenimiento, sin evaluar los efectos morales de corto y largo plazo, cuando la sociedad acepta como natural que el sufrimiento ajeno es diversión, o que todo es motivo de contemplación sin compromiso.

El debate necesario entonces va por ahí: cómo lograr, colectivamente, que lo ocurrido no se repita, tanto en la consecuencia final, el asesinato de una mujer, como en los prolegómenos, en la etapa en que por varias razones muchas personas consideraron que era una buena idea exponer casos así por dinero en la televisión, creando condiciones para que luego, ocurriera un asesinato. La cadena causal queda para los fiscales y jueces; la sociedad debería procesar sus responsabilidades.

Que algunos programas o que algún presentador televisivo involucrado en el caso, se defiendan con argumentos deleznables o con acusaciones a terceros para evadir su rol, no debería extrañarnos: en ese medio se cultiva esta mezcla tan indigesta de egolatrías, certezas morales falaces y desprecio por la tragedia ajena de donde nace un crimen como este. Pero en la esfera digital, uno podría buscar oportunidades para fomentar una conversación sensata. Al menos ese era el sueño de los que postulaban a lo digital como un regreso a la sociedad dialógica de un arcano tal vez nunca real.

Lamentablemente no es así. La esfera digital es tan mala para estos debates como la mediática masiva, solo que si en la más antigua predomina el dinero, en la primera manda la certeza, la invectiva y la catilinaria. No buscamos entender sino afirmar nuestra convicción, y al hacerlo básicamente formamos partidos, en vez de construir consensos para atacar el problema entre todos.

Más allá de la importancia que un punto de vista tenga para cada uno, quizá esta sea ocasión para pensar colectivamente no en tener razón, sino en construir respuestas. En pedirle a la televisión que piense, y que considere otras voces ante los temas más serios; en pedirle a los presentadores que acepten que lo que hacen no solo responde a sus intereses, sino que afecta a muchos; a que necesitamos crear condiciones para que ninguna mujer sea agredida por un varón, de ninguna forma; a que las leyes deben ir acompañadas de actitudes, desde el estado, para buscar cumplirlas, y que los funcionarios deberían reconocer que una víctima merece respeto y compasión, no solo un trámite.

Pero lo más importante es concluir que debatir y conversar es urgente en el Perú. Mientras más dudemos de nuestras convicciones tendremos menos seguidores, menos “likes” y menos reposteos, pero quizá compartamos mejor la necesidad de encontrar respuestas colectivas. Será una lección menor, pero ojalá que esto nos lleve a pensar en que nos haría bien estar menos seguros y más dispuestos a escuchar.

Publicado en Noticias SER, 26/09/2012.

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