sábado, 6 de agosto de 2011

Sampa

El nuevo Imperio Brasilero tiene una capital aparente, una capital formal, y una capital real. La primera es Rio de Janeiro, que nos engaña con la imagen de un Brasil ligero, fiestero, ruidoso y cálido, en dos acepciones complementarias del término. La formal es Brasilia, ese triunfo del empeño y monumento al concreto, que creo yo, es un gusto adquirido. La capital real es Sao Paulo.

No se trata solo de escala, o de arquitectura. Sao Paulo es la prueba más contundente del poderío de Brasil, no el de ahora, el de hace rato. La Avenida Paulista, por ejemplo, con sus impresionantes edificios de varias décadas pero con retazos de su ambición palaciega, con un bosquecito nativo, con un museo de clase mundial, y también con pobres en los rincones esperando la noche, con tienditas baratas, para los precios brasileros al menos. Los contrastes del poder desbordado, en una ciudad siempre a punto del colapso, lista para quedarse atracada bajo su propio peso de 18 millones de personas cada vez más capaces de consumir, comprar y vender. La Paulista es uno de los grandes resúmenes de Brasil que Sampa regala al visitante.

Claro, decir que se conoce Sao Paulo es como decir que se conoce el mundo: una ciudad de esa magnitud no puede si no dejar impresiones. Habiendo ido ya cuatro veces, tengo más de una impresión, pero no creo que ni viviendo en ella podría conocerla.

¿Es el idioma? El portugués es hablado de muy distintas maneras en Brasil, para no hablar del incomprensible dialecto que usan en Portugal; la experiencia de ver un noticiero por Globo es completamente ajena al incesante murmullo, incomprensible en su musicalidad, que suena en cada momento en la ciudad. Más que el idioma, lo que hace fascinante al Sao Paulo de ahora es que solo se escucha portugués: no hay sino muy ocasionalmente, en zonas muy turísticas, otros idiomas. Poquísimo inglés, poco español, quizá algo de chino o coreano, pero el portugués es predominante cortesía de lo inasequible que es Brasil para el turista extranjero (costo de vida casi escandinavo).

¿Es la comida? A pesar de su magnitud, Brasil es un país con relativamente pocas variantes culinarias. Carne, de excelente calidad, con arroz preparado sin gracia, frejoles hechos sin mucha imaginación, y por ahí otros complementos. Claro, abundan las opciones, pero asombra la falta de diversidad. Pero los brasileros comen mucho, y los Paulistas podrán tener una vida agitada pero igual se arriman generosos almuerzos de comida de kilo, o tipo buffet, o mejor todavía, tipo rodizio, donde la comida sale y sale y sale y uno puede continuar hasta morir.

¿Es el aire? Sao Paulo tiene ráfagas de viento muy fuertes, tiene sol pero su invierno es significativo y este último ha sido crudo; pero es una ciudad muy arbolada, con restos de bosque original por muchas partes, y donde hay cuidado por la limpieza. Claro, la contaminación es apabullante porque siete millones de autos necesariamente llenan de polución el medio ambiente, sin importar cuántos árboles hayan; la basura puede ser recogida todo el tiempo pero con tanta gente no hay forma que no se acumule en montañas, a la espera de un mejor destino.

¿Es el tiempo? Los paulistas bromean, apenas, y aseguran que ellos son los que trabajan en un país de relajados. Lo cierto es que si trabajan es cuando tienen oportunidad. Creo que trabajan con intensidad y pasión por dos razones: porque los brasileros son intensos y apasionados, y porque no saben si podrán trabajar al día siguiente, o cuántas horas podrán hacerlo. Suena melodramático, pero ambas afirmaciones tienen su lógica detrás.

La pasión brasilera se constata cuando uno ve a una persona conversando con otra en la calle, y se imagina una disputa vital, un argumento de fondo, un debate de amantes, para solo descubrir que uno le pregunta por una dirección al otro. Todo se acompaña de una gesticulación italiana y una gestualidad facial francesa, y se matiza con la capacidad brasilera para ignorar el entorno y actuar como si el mundo no existiera: en plena hora punta, con gente corriendo a toda velocidad para alcanzar el repleto vagón final del metro, una pareja no se suelta de las manos en la escalera mecánica, impidiendo que los demás avancen. La pareja, al menos en la Paulista, bien podría ser homosexual: desde Amsterdam no veía tantas parejas del mismo sexo actuando como enamorados en las calles, tomados de la mano mientras ven tiendas.

La inseguridad sobre el mañana no es ontológica, es práctica: al salir del más bien modesto Guarulhos, el taxista anuncia con simpatía pero sinceridad: "de una a tres horas" para llegar al destino. Llegamos en cincuenta minutos, y el taxista nos explicó que en realidad, "nunca se sabe". Así es: nunca se sabe. Sao Paulo vive al límite, justo a tiempo del colapso, justo antes del abismo, y no solo literalmente. Aunque la criminalidad es un problema, igual las calles están llenas de gente con joyas y celulares caros, y los bares al aire repletos, y los carros de lujo (hay concesionario de Lamborghini, ¿qué tal?) abundan. Pero igual nadie sabe si llegará a tiempo, si la ciudad decidirá que hoy hay que esperar 30 minutos o tres horas en un semáforo, o si de pronto las obras se demoraron más de lo debido y nadie, nadie de nadie, sabe qué está pasando o cuándo terminará. Entonces no queda si no armarse de paciencia, virtud que los Paulistas dominan mejor que los limeños, puesto que los conciertos de bocinazos, los ataques al semáforo y el tomar ventaja de cualquier atajo no son cosas que uno vea en cada esquina.

En fin, generalizaciones y generalidades aparte, Sao Paulo es un coloso frágil, que muestra claramente a dónde va el mundo. Las certezas organizativas, la eficiencia y la aparente prosperidad total del capitalismo occidental están siendo reemplazadas por la confusa riqueza de los BRIC, por la mezcla de eficiencia a trompicones, de pobreza evidente, de caos alrededor del cual uno aprende a moverse, de un país como Brasil. Quizá ese sea el futuro del mundo: la ausencia de claridad sobre ideales de bienestar. Brasil es uno de los polos emergentes en un mundo desbocado, en una economía global pero sin predominio de una megapotencia. Sao Paulo es un ejemplo de lo que nos espera, y un modelo de lo que podemos ser o evitar convertirnos. De cualquier forma, es un placer casi culpable.
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