El martes 23 un temblor inusual pero más bien suavecito golpeó varias ciudades de la costa este de los EEUU. Yo estaba llegando a Miami para viajar esa noche a Washington, y me enteré ya yendo a la capital, cuando una encantadora madre de familia me contó que estaba huyendo de las Bahamas, porque el huracán Irene estaba por llegar.
El temblor fue el tema de la televisión esa noche, y de buena parte del día siguiente. El miércoles fue hermoso, casi a punto de ser muy caliente, pero ideal para caminar por los grandes espacios abiertos alrededor del Mall. Irene comenzó a ser una sombra esa noche, cuando quedó claro que tras golpear las Bahamas, debería ir en dirección más o menos perpendicular de Washington.
Para el jueves estaba claro que Irene quería ir a Nueva York, no a Washington, y que si bien era una gran tormenta no era muy fuerte. Las zonas costeras la iban a pasar mal, y al parecer Nueva York podía sufrir mucho, pero Washington, pues no tanto.
Igual, la expectativa es dura. ¿Se cerrarán los aeropuertos y me quedaré varado? ¿Se cortará la luz? ¿Habrá que evacuar? En fin, escenarios varios que eran alimentados por los medios, mientras que los habitantes de la ciudad tenían más bien una actitud relajada. Habría que esperar al sábado...
Llegó el sábado, y a las ocho de la noche, queda claro que la ciudad está en una normalidad extraña. Los negocios están cerrados, se ha cancelado la inauguración del monumento de Martin Luther King, el hotel me dice que está preparado. Pero la gente no ha puesto tripley en sus ventanas, no han habido colas en los supermercados, y en general nadie tiene pánico.
Yo llegué a mi hotel tras una caminata de siete cuadras desde el metro, que funciona con completa normalidad pero poquísimo público. La lluvia, que cae desde el mediodía, es parecida a la de la selva, pero el viento es considerablemente más fuerte: solo los vientos de Holanda son comparables, ráfagas que te dan un ligerísimo empujón, que voltean el paraguas, y que ciertamente te mojan. Los homeless están esperando que se cierre el metro para entrar a la estación, que parece va a ser su refugio; los habitantes caminan como para comprobar que pueden caminar, en polo y shorts, mostrando que en realidad no les preocupa lo que pasa.
El agua corre, el viento sopla, y me pregunto, inevitablemente, si algún árbol cercano se caerá pronto, o si alguna baldosa floja cederá a mi paso. Faltando una cuadra el viento arrecia y es casi inevitable pisar el agua, aunque no importa porque mis zapatos y mis pantalones ya están completamente mojados. El tráfico es suave, y eso facilita las cosas porque no hay que respetar los semáforos y se puede avanzar tan rápido como el paso de pato que se adquiere bajo la lluvia lo permita.
Finalmente veo las luces de mi hotel, un asunto singular que pretende ser una discoteca de los setentas, con neón, cortinas de terciopelo y música disco en todas partes. Logro llegar y la única diferencia aparente es que hay un mensaje esperándonos: no habrá servicio al cuarto porque hay poco personal; toallas para secarse esperan, y ya está. El resto es como una fiesta, como una posibilidad de diversión. Nadie está preocupado.
¿Cómo irá a ser? Misterio completo. La lluvia no va a parar, pero el mejor escenario es que para el mediodía del domingo el sol habrá secado casi todo y que se podrá salir a caminar. Por lo menos el hotel ofrece que desayuno habrá. La predictibilidad del huracán contrasta con la única experiencia de desastre que tiene un limeño, y sin duda la actitud de eficiencia que los negocios tienen como parte de su naturaleza hace que todo parezca simple y nada preocupante.
A esperar. La tormenta pasará cerca hacia la medianoche, por suerte lejos de la marea alta, que es particularmente alta porque es luna nueva. Las cosas que uno jamás considera en Lima, aquí toman importancia...
A esperar.
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