Cuando ocurrió, estaba por postular a la PUCP. En mi casa se leía el Diario de Marka (mucho tiempo antes que fuese un vocero senderista, pero ya en medio de alguna crisis u otra de dirección), y en general estaba en un ambiente mucho más interesado por la política que el promedio. Pero esa tragedia me tocó de una forma más personal, casi trivial.
Eduardo de la Piniella, uno de los periodistas asesinados, era un pata del barrio. Bastante mayor que yo, era una persona que solo conocía porque paraba con los mayores y jugaba fulbito en el mismo grupo multigeneracional que se juntaba los viernes de 9 a 11 en la canchita del barrio.
Un flaco, alto, callado, con buen sentido del humor, que me caía instintivamente bien porque hacia pocos pero agudos comentarios, jugaba pasablemente y tenía un humor suave pero jodido. Una vez, en medio de un partido, me pidió la pelota con un "pásamela flaco" que me desconcertó lo suficiente para dársela, a pesar de ser del otro equipo. La mandó hacia arriba inmediatamente, pero alcanzó a voltear y dedicarme una media sonrisa que decía al mismo tiempo "sonso" y "disculpa por dejarte como sonso".
Cuando me enteré quién era, ya era muy tarde. Pase delante de su casa una noche, durante lo que parecía el velorio, pero no me atreví a entrar. Entre la foto muy cruda de su cadaver publicada días antes en algún periódico y mi completa ignorancia de su familia, más mi awkwardness de adolescente, me sentía completamente fuera de lugar.
Pero recuerdo al flaco, con sus shorts de educación física, su media sonrisa y su apariencia de intelectual en reposo. Un buen pata, nada más. Igual que miles de víctimas de esos años.
Supongo que ahí reside la tragedia. Los miles de buenos patas que fueron asesinados, los otros miles de personas que perdieron a alguien de una manera horrible u otra. A todos ellos, debemos recordarlos así, y no debemos olvidarlos jamás.
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