Hoy, que celebramos 196 años del establecimiento de nuestra caótica, confusa y confundida República, nos encontramos para presentar un libro que explora fenómenos de nuestros días pero que, postuló, tienen raíces en nuestras traumas más profundos; fenómenos además relevantes para la salud democrática en el mundo entero. La posverdad, o mejor aún, la variante local de una mutación regional de la posverdad, es analizada impecablemente por Jacqueline Fowks, en un libro que sirve como advertencia de a dónde pueden llevarnos las carencias que nunca hemos enfrentado.
Aclaración liminal: Jacqueline es mi amiga hace más años de lo que ambos podemos recordar sin esfuerzo. Somos hijos de los ochentas y ahora, colegas en la docencia en la PUCP. Nunca la amistad debe prevenir la crítica o la sinceridad del análisis, pero exige transparencia ante terceros. Puedo entonces ser menos objetivo de lo debido, pero intentaré al menos dejar en claro de dónde vienen y como se sustentan mis halagos, que no son un ejercicio de patería.
Por ello, comenzaré con las pocas criticas negativas que siento necesario hacer: el libro es quizá más árido de lo necesario, entre otras razones por la abundancia de digresiones a pie de página; como trata de muchos elementos que se encuentran en medios digitales, resulta siendo difícil de leer sin acceder con facilidad a los enlaces. Es un libro de ensayo académico, accesible a un lector informado, pero con aportes relevantes para la formación profesional de periodistas y para la iluminación de estudiantes de introducciones a la comunicación social. Pero la que considero su audiencia ideal, el ciudadano con vocación republicana del Perú, podría beneficiarse de un enlace maestro, de una página web con todos los enlaces que se ofrecen a lo largo del texto.
Esto no quita potencia al argumento central, sobre la posverdad, y la demanda de una esfera publica más responsable y sincera para los peruanos. Permítaseme un digresión cuasi teórica para aclarar esto.
En la base misma de un gobierno republicano yace la confianza en que, como propuso el abate Sieyes, todos somos el tercer estado: todos somos iguales y todos constituimos la soberanía, sin privilegios de cuna o de función. El encargo de ejercerla, entregado a lo que llamamos gobierno, requiere un acto de confianza, un public trust, que en inglés se refiere a la confianza pública tanto como a la encarnación de dicha confianza en un aparato estatal orientado al interés público. Aunque no siempre se sepa exactamente qué es interés público, se supone que el proceso político debería llevarnos a alcanzar cierto consenso sobre sus contornos, basados en un acuerdo democrático, republicano, sobre el que fundamos todo. Ese public trust que no solo nos declara iguales, sino que nos exige actuar como iguales, sobre todo frente al otro, al que tenemos delante, y que NO tiene las mismas oportunidades que uno: carece de los medios, las relaciones, el tiempo o simplemente la agudeza para ejercer su parte de la vida en común. Los débiles, los que están en desventaja, están en la consideración misma de la noción de una república liberal, moderna.
Una república así construida garantiza el diálogo y la creación de consenso, y postula que sus conflictos pueden ser resueltos dialógicamente en la esfera pública, idealizada en cafés y clubes de debate en el siglo XVIII; pero que ahora es una combinación de voces no siempre armónicas, expresadas en medios tecnológicos, propia de una sociedad de masas con abundancia comunicativa. Esta esfera se hace evidente gracias a ese cuarto estamento, que no es tal sino un tejido conectivo que permite vernos y hablarnos: los medios de comunicación, y en particular, la prensa. El ideal republicano implica una prensa activa, dispuesta a dar espacio a todos y a no ceder frente al poder: es más, que esté dispuesta a decirle sus verdades al poder.
Claro, es una aspiración, pero que en America Latina no ha sido, casi nunca, ya no alcanzada sino siquiera aludida como un destino al que llegar. Por siglos ya, los que detentan el poder lo hacen para su propio beneficio, en una expresión anti republicana de privilegio que ni siquiera intenta postular que lo hacen para todos; apenas por ratos se ofrece que se hace lo que se hace por el progreso, para que “haya obras” o para que formas de caridad, generosidades genéricas de la autoridad, mejoren ligeramente la vida de algunos compatriotas. Ignorarlos, y peor aún, ignorarlos sistemáticamente, como hemos hecho en el Perú, invalida la noción misma de una república.
Nuestra república sigue sin orientarse al bien común, entre otras razones porque rehusamos imaginarlo así: común, para todos, basado en nuestra colectiva pertenencia a un estamento de iguales, de ciudadanos. No tiene entonces nada de extraño que algunos opten por usar a la prensa como una extensión de la representación de sus intereses, y que en el proceso terminen deteriorando un poco más la posibilidad de encontrar ese public trust que necesitamos para funcionar como país, no como colección de conflictos. La posverdad, preocupación central del trabajo de Jacqueline, no es precisamente novedad en el Perú.
No cabe duda que la posverdad ha sido perfeccionada, cortesía de transformaciones socio tecnológicas que afectan al mundo entero, no solo al Perú. La Internet, imaginada originalmente como un paraíso de opinión considerada y participativa, ha terminado por agudizar hasta el caos la posibilidad que, con algo de práctica y entusiasmo, cualquier posición logre afirmarse en su propia caja de resonancia. Simple proceso de crecimiento: salió de su original jardín encantado de liberales altamente educados para servir a la diversidad de intenciones y representaciones que existen en nuestra tierra. En el proceso, la prensa ha quedado invalidada socialmente y financieramente acogotada, en un terreno reconstruido a la medida de los mercenarios de la información más sesgada y la comunicación menos ecuánime. En donde teníamos una esfera pública construida sobre la cuidadosa y considerada opinión de los gatekeepers, ahora hay una aglomeración de voces que no pretenden guardar las formas ni seguir los pasos de aquellos que se supone encarnan responsablemente el rol del cuarto poder. No solo es la Internet, sin duda: véase Fox News en EEUU, o Willax en el Perú, donde la realidad objetiva es apenas un lienzo sobre el cual dibujar ilusiones mal intencionadas.
Pero los ciudadanos de países del “primer mundo” tienen alternativas: una prensa que acepta su rol al centro de las controversias entre poderes formales, poderes fácticos y sociedad civil permite ampliar el debate y debilitar las tendencias autoritarias. No es garantía de absoluta estabilidad ni tampoco es que todos los medios en semejantes democracias sean impolutos y neutrales: la “verdad” es una construcción discursiva, como lo es la noticia, y un diario puede optar por iluminar, enmarcar o encaminar la “verdad” de maneras tales, y por motivos tan subalternos, en Francia o en el Perú. Finalmente, todo sesgo es reflejo de la manera como construimos esa realidad que no es tan objetiva como quisiéramos creer; pero al menos hay honestidad en los sesgos y hasta cierto punto, transparencia para reconocer errores.
Pero en el Perú, recordemos, solo se cuecen habas. No contamos realmente si no con esbozos ocasionales de medios que sin dejar de lado su propia perspectiva, opten por perseguir sistemáticamente el bien común. Algunos no lo intentan, otros lo definen en sus propios términos, alineada con los intereses de ciertas elites (tecnocracia pro negocios, anyone?); otros simplemente “hacen su chamba” pero sin la perspectiva clara y finalmente, patriótica, que requiere actuar republicanamente. Es por ello más fácil caer en la manipulación de los intereses, escondida tras invocaciones al deber y disimulada con variedad de alimentos para el desayuno, que la prensa termina promoviendo.
La detallada, cuidadosa, documentación de casos de fabricación de la realidad que Jacqueline presenta en este libro no deja duda de la capacidad de los medios peruanos para negarse a construir su propia realidad; la opción por utilizar lo que otros le dan no tiene nada de excepcional: la bestia refinada a la que se refería Tom Wolfe suele concordar sutilmente con el poder, por razones de coincidencia y conveniencia. Coincidencia porque los que toman las decisiones han sido formados y viven en los espacios sociales y políticos de los que también provienen los que deciden qué es la realidad en un medio; conveniencia porque al final de cuentas, de ahí viene la publicidad, las ventas, la validación social. La prensa, incluso la más claramente independiente, no existe fuera de la sociedad que la crea y finalmente, la refleja.
Aclaro: la prensa, no los periodistas. Los actores del periodismo tienen opciones profesionales y finalmente, morales: ser lacayos o caballeros andantes, para ponerlo en caricatura. La ausencia de periodistas con peso propio en los medios más importantes del país nos da una señal de la falta de distancia entre el poder y los periodistas.
En un contexto así, la abundancia de medios digitales fortalece la posverdad. Para cada Wikileaks, saludado ingenuamente como contra poder por la izquierda menos aggiornada, hay un InfoWars. Para cada ciudadano dispuesto a financiar Ojo Público, hay un tejido de medios supuestamente de “periodistas” que en realidad sirve a intereses disimulados u opacos. Cacofonías múltiples que impulsan sin mucho pudor opiniones que son falazmente llamadas periodismo; y que dicen ser verdaderamente independientes cuando apenas cubren, translúcidamente, su curiosa coincidencia constante con el poder fáctico que los financia.
¿Un buen ejemplo? “Terruco”, que aparece como el insulto primordial: descalifica, cambia los términos de la conversación, impide dialogar, y encima sirve para convocar lealtades específicas. Perfecta manera de apelar a lo más bajo de la política nacional como imprecación pero también como discurso: el que lo usa quiere quitar por completo la legitimidad del interlocutor, quiere sacarlo de la sociedad y deshumanizarlo hasta hacerlo un apestado social. Y nadie lo cuestiona, nadie lo dice y nadie lo condena. Me alegra leer un argumento tan contundente contra esa práctica nefasta en este libro.
Nuestra posverdad, entonces, resulta siendo la versión local de lo que ocurre en el mundo, pero también es la actualización de prácticas que la prensa ha encarnado por demasiado tiempo. Una exacerbación de estilos centenarios que continúan debilitando nuestra posibilidad de ser una sociedad transparente y una república más allá del nombre. Luchar contra semejante status quo es imprescindible si queremos sinceramente que el Perú sea de todos, por todos, para todos. Agradezco a Jacqueline el privilegio de leer, por adelantado, un alegato tan poderoso en favor de ese ideal superior, y felicito su labor, que merece ser leída por todos los peruanos de buena voluntad.
Lima, 28 de julio de 2017.
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