En la discusión sobre el problema que enfrenta a la PUCP con el arzobispo Cipriani, hay dos ideas particularmente insidiosas. Que es un conflicto entre privados, y que la PUCP tiene que respetar tanto la intención del legatario, que se entendería como una universidad católica conservadora, como la autoridad de la iglesia católica. Esto muestra que estamos ante un conflicto ideológico más que legal, puesto que lo que está en juego es la noción de una sociedad secular.
Lo que plantea el arzobispo es que se debe volver a una situación de control eclesiástico sobre la marcha de la universidad, y que la legislación peruana, que hace más de 40 años consagra el concepto de autonomía de gestión académica, debe ser dejada de lado. Incluso aceptando que durante un período concreto, por razones concretas, el arzobispado tuvo injerencia en la elección de autoridades, y por ello indirectamente en la gestión patrimonial, el régimen bajo el cual las universidades existen en el Perú es el de autonomía, con elección por parte de la comunidad de sus propias autoridades. Entre el estatuto de asociación civil sin fines de lucro, que rige su gestión, y la ley universitaria que establece que las autoridades nacen del claustro, no hay lugar para pretender volver a una situación de tutela sobre la universidad.
Por eso es que este no es un conflicto entre privados, sino una lucha entre una visión secular de la sociedad y otra, reaccionaria, que postula la existencia de instituciones con capacidad de influir no en las decisiones de sus miembros, sino en la organización política y legal de la sociedad misma. Cada vez que el arzobispo opina sobre temas políticos, sea para apoyar un punto de vista o para condenar visiones distintas a la suya, está postulando que la iglesia católica puede y debe intervenir más allá de sus paredes, en la sociedad en su conjunto, mostrando una visión corporativista de la política en la que ciertas instancias pueden influir directamente el marco legal, sin intervenir propiamente en el proceso democrático.
Esto es una aberración inaceptable. Nadie niega el derecho de la jerarquía católica de establecer reglas para sus miembros, pero así como no se acepta que su interpretación de la vida privada deba regir la legislación nacional, tampoco habría que aceptar que influya en la gestión de la educación, que así sea realizada por privados, es un asunto de interés público. Que no sea obligatoria la enseñanza de religión en los colegios públicos no se debe a que el Estado no deba fomentar una religión frente a otra, sino que debemos separar los asuntos privados, como la religión, de los asuntos públicos, como lo es la educación. El modelo de gestión universitaria aceptado por la sociedad peruana es el de universidad dirigidas por su comunidad, en un sistema estamentario, junto con universidades privadas con fines de lucro, con organización empresarial. No hay espacio para que se le imponga a una universidad la dirección de la iglesia.
Cuando se plantea, desde el bando del arzobispo, que la universidad ha sido “usurpada” por “caviares”, o algo similar, o es un espectacular ejercicio de ignorancia, o se enarbola banderas reaccionarias, que pretenden la inmutabilidad de las organizaciones por encima de la acción de las personas que las constituyen. Desde hace más de cuarenta años la PUCP está regida por el principio del autogobierno; exigir el regreso a un Arcadia conservadora es ignorar que la universidad que existe ha sido hecha por las personas que la componen, y que el principio de la autonomía del sujeto se expresa en la capacidad de cambiar la interpretación que uno tiene de su entorno.
Por eso es necesario reivindicar la posición secular en este debate, insistiendo en respetar la autonomía, la separación entre lo público y lo privado. Evitar que este despropósito reaccionario llegue a término no solo pondría en riesgo a una organización específica, sino al principio que la religión no debe influir en la cosa pública: base de la legislación social no desde Velasco, como intentan hacernos creer algunos, sino desde la década de 1930, cuando se aprueba el matrimonio y el divorcio civiles como principio base de las relaciones familiares.
En otras palabras, lo que está en juego no es la PUCP, ni siquiera la autonomía universitaria, sino el rol de una iglesia, la católica, en la vida pública del país. Por ello la defensa de la PUCP desde las más diversas tiendas ideológicas: ni por ella, ni por las personas que hay en ella. Por el principio de una sociedad secular.
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2 comentarios:
Y por qué tu posición moral es superior a la de Cipriani. ¿Quién lo dice? Tienen por lo menos idéntico valor.
Lo puse en un post anterior, el problema es que la Ley Universitaria (que es un mamarracho), establece un modelo de universidad donde le quita el control de la misma a los que la promovieron y pusieron el capital para su formación, para entregársela a quien por el sólo hecho de formar parte del claustro terminan administrando un patrimonio que no es suyo y la manejan sin ningún control efectivo de nadie, de nadie.
La universidad peruana como modelo es un desastre, sin investigación de ningún tipo (ninguna patente), sin doctorados, sin publicaciones de prestigio, sectaria, encerrada en si misma y endogámica, no tiene futuro ninguno y debería desaparecer, una entelequia arcaica y medievaloide.
La solución Cipriani, tal vez no, pero ciertamente la defensa del modelo actual de ninguna manera. Su modelo es tan sectario e ineficiente que el de Cipriani.
No capto el comentario sobre mi posición moral.
Más allá de si el modelo de gobierno existente para algunas universidades privadas (muchas han optado por otro, completamente en manos de accionistas) es el mejor o no, lo cierto es que el arzobispado no fue el promotor de la PUCP.
La universidad peruana tiene investigación: sino quieres fijarte en la PUCP, mira a la Cayetano. Doctorados hay, publicaciones de prestigio existen. La gran mayoría proviene de las universidades públicas y de las privadas de claustro o sin fines de lucro, no de las privadas comerciales. Que se puede modernizar, sin duda. Que un camino para ello es establecer estándares mínimos, y que a través de ellos se estimule el trabajo académico y de investigación, sin duda, aunque los problemas de investigación y desarrollo son más sistémicos que exclusivos de las universidades mismas. El solo hecho de dejar en manos de los promotores no sirve como garantía de nada.
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