miércoles, 21 de septiembre de 2011

Competencias privadas, problemas públicos

El desarrollo de la industria de las telecomunicaciones es planteado normalmente desde dos perspectivas que dialogan poco. Las empresas, el gobierno nacional durante los últimos veinte años y los usuarios corporativos, nos dicen que el crecimiento de la cantidad de teléfonos móviles, de conexiones a Internet y de llamadas de larga distancia, son señales claras no solo de crecimiento económico sino de desarrollo, esa categoría difícil de definir pero que a todos nos interesa. Desde esta mirada, los indicadores de telecomunicaciones muestran una realidad positiva y si bien podrían ser mejores, son señal de una industria a que se la debe dejar sola o por lo menos, molestar lo menos posible.

Las agrupaciones de consumidores, los usuarios de negocios personales o PYMEs y lo que podríamos llamar de manera difusa un cierto sentido común sobre las telecomunicaciones, insisten más bien en otro juego de interpretaciones. Los teléfonos son caros, las llamadas son caras, las empresas hacen un gran negocio y abusan de los consumidores, el servicio es pésimo y maltrata a la gente. Se añora, aún sin haberlo vivido, un tiempo en el que los teléfonos eran baratos, y se espera que solo se cobre lo que usa y no cifras que parecen surgir de la nada.
Si la política es una lucha entre narrativas, estamos ante dos claramente opuestas, y que además no discuten entre sí. La “desarrollista” ha optado por satisfacerse en su éxito en foros empresariales, multilaterales y técnicos; la “victimizante” se queda en la queja y es acogida por políticos que resultan incapaces de hacer algo, porque volver al pasado es imposible y los costos en competitividad e inversión de optar por un modelo comercial a la antigua, tanto para el sector telecomunicaciones como para la economía en su conjunto, serían catastróficos.
El pendiente es desarrollar un discurso político que ponga por delante lo importante y anule los elementos maniqueos y banales de las dos posturas existentes. Ni la expansión de telecomunicaciones es por ella misma desarrollo, ni hemos alcanzado cifras para cantar y bailar. Los precios siguen siendo altos, la competencia baja. El Estado ha regulado poco, básicamente porque no ha querido desarrollar una posición alternativa frente a las demandas combinadas de la industria de telecomunicaciones y de los organismos multilaterales; la regulación existe y no necesariamente está mal llevada, pero no logra asegurar calidad de servicio, en el amplio sentido del término, ni tampoco logra promover competencia en el sector.
Pero por otro lado, la mirada pasatista tampoco sirve. Es imposible pensar en tener el tipo de servicio existente ahora, en donde los móviles se venden por todas partes, los fijos se instalan en un par de días, y la velocidad de conexión solo puede crecer, con una empresa monopólica que tiene que mantener tarifas bajas o que tiene que cumplir con obligaciones de servicio limitantes. El servicio de las empresas actuales es malo pero no peor que el que uno podía recibir de las empresas estatales o cuasi estatales que tenían el control de las telecomunicaciones antes de 1994; la calidad del servicio era pobre y las posibilidades de innovación, mínimas, lo que se agrava en una industria altamente concentrada a nivel mundial y donde la tendencia tecnológica es a las tarifas planas, no al cobro por llamadas.
Es posible mejorar la regulación pero primero se necesita mejores políticas de telecomunicaciones. La actual discusión sobre la renovación de contratos a Telefónica (Movistar) es una buena coyuntura para plantearse el problema de manera integral: no se trata solo de tarifas, sino de algo más complejo que es qué esperar de las telecomunicaciones y qué exigirle a los operadores.
Los principios básicos a seguir son contar con un sector competitivo pero bien regulado, donde se pueda ampliar la infraestructura ordenadamente. Ahí, por ejemplo, entra una queja válida de los operadores, pero que no se ha enfrentado correctamente: los gobiernos locales ponen exigencias muy altas y cobros elevados para la instalación de redes, antenas y similares, en todo el país. Una buena regulación armonizaría esto, de manera que los costos sean predecibles y sensatos, pero semejantes disposiciones deberían ir acompañadas de obligaciones de compartir infraestructura, de manera que no se tenga exceso de antenas, cables recargando los postes y similares problemas que no solo son de salud sino de ornato.
En otras palabras: ni el pasatismo basado en desprecio de las empresas extranjeras, ni el aprovechamiento excesivo de los inversionistas; pero tampoco rendirse ante el capital, actuando como si la inversión y el número de teléfonos fueran el único propósito del Estado. Y es obligación de los gobiernos y elites locales, entender que las telecomunicaciones son necesarias pero no porque brindan plata para “obras”, sino porque sin ellas, no habría desarrollo.
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Publicado originalmente en NoticiasSER el 21/09/2011.

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