Una de las virtudes del blog es que no tiene cronograma. Uno se puede quedar callado.
La tragedia nacional ha sido sobrecogedora y apabullante. Hablar de ella se convirtió en obligación, entre amigos, con personas de la calle, o en la columna semanal. Varios columnistas en diarios han colaborado con la cacofonía, dado que es relativamente poco lo que realmente se puede ser decir que sea original y valioso.
Por eso mi silencio. Han pasado varias cosas importantes o relevantes en el mundo de la comunicación y la tecnología pero no están las cosas para ignorar lo que ocurre en el Perú; pero he preferido no aumentar el ruido. Este blog reiniciará su programación habitual a partir de mañana (es decir, publicaré sobre los temas que habitualmente cubro cuando algo aparezca o valga la pena), pero mientras tanto...
Tras una semana del ápice de la tragedia, quedan tres cosas claras:
1. El Apra no solo tiene un problema cognitivo, una dependencia enfermiza de las idas y venidas a su vez enfermizas del presidente García, y un problema moral. Todo eso lo sabíamos antes. Ahora también son la más palpable demostración del quiebre entre múltiples realidades que el Perú experimenta cotidianamente. Es inverosímil que su respuesta ante la crisis sea las sandeces de la ministra Cabanillas, el spot infame, o lo peor, esa foto en la juramentación ministerial de ayer, donde tanto la señora Vílchez como el reciente estrenado y próximo quemado ex-alcalde Allison exhiben sonrisas de matrimonio o fiesta de reencuentro, sin darse cuenta que para buena parte del país, estamos de duelo, por los policías asesinados, por los civiles muertos en la represión que todavía no sabemos cuántos son, y por el fin del gobierno aprista, que ahora solo sobrevivirá como zombie hasta el 2011, si tenemos suerte.
2. La carencia de oposición le hace un daño enorme al país. No me refiero a los blogueros histéricos, a los cavernícolas que piden más represión, o a las dirigencias populares envueltas en su propia burbuja de interpretación del conflicto, que con la cabeza caliente hacen imposible conversar. La reacción del humalismo es una demostración de su falta de sensatez y plan real de acción política: incapaces de participar en la verdadera lucha política, sin presencia real en la selva, se suben al carro y luego no saben cómo salir de él. La cuasi derogatoria del 1090 debería haber sido la oportunidad perfecta para demostrar que es posible hacer retroceder al gobierno: usarlo como ariete, enmarcarlo como derogatoria real y victoria de los opositores, y comenzar a mover las cosas para adelante. Pero incapaces de ver fuera de su propia burbuja radical, no quedaron contentos. La respuesta aprista es apresurada y lamentable, pero igual, en vez de poner el juego a su favor, quedaron como niños que botan sus juguetes del corral cuando no les dan lo que piden. Si se hubiera derogado el 1090, ¿qué hubiera pedido? Algo más, cualquier cosa, con tal de no estar de acuerdo con el gobierno. Un acto reflejo y carente de nada que no sea radicalismo por sí mismo. No vale la pena hablar del resto porque realmente no valen la pena.
3. El desprestigio del gobierno a nivel internacional es total. Ciertamente no habrán gobiernos diciéndolo abiertamente, salvo el inefablemente torpe Evo Morales o Chávez y sus adláteres, capaces de soltar estupideces hablando de "genocidio". Pero el tono de las informaciones y comunicados es profundamente negativo para el gobierno peruano, y francamente se explica por la sucesión de torpezas. Cuando el Guardian le dedica un "In praise of ..." deja en claro que, más allá de cualquier crítica que se le pueda hacer por su acción, Alberto Pizango ha sido legitimado como víctima y líder por las acciones del gobierno antes que por su propio accionar, el cual mostró poca conciencia de las consecuencias finales, sobre las que también tiene responsabilidad política, pero muy probablemente no penal. Además, coloca al gobierno del Perú como destructor de la amazonía y a los que protestaban en defensores de la misma, más allá de cualquier sutileza.
Desastre total. La única manera de recuperar un mínimo de confianza es encargarle a una comisión independiente la revisión de lo ocurrido en Bagua. Ayudaría además que salga el gabinete, al que nadie le cree, y sobre todo que la ministra Cabanillas se calle y no vuelva a mostrar su necedad con tanto entusiasmo. Pero es pedirle imposibles a Alan García, que ha demostrado ser incapaz de reconocer que lo ocurrido también es su responsabilidad.
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