La ciencia ficción es una metáfora compleja y entretenida de la condición humana. Cuando quiere, es poderosa, singular e ilustrativa de lo que somos. No voy a compararla con Dostoievski, pero la buena ciencia ficción sin duda deja en claro qué angustia y qué ilusiona al ser humano de su momento.
Como es de su momento, la ciencia ficción envejece, y a veces lo hace realmente mal, tecnológicamente hablando; más si es buena su potencia permanece cuando dejamos atrás las argucias técnicas. Releer una joyita como Los Nueve Mil Millones de Nombres de Dios, de Arthur C. Clarke, en donde una computadora demora varios meses en hacer lo que un app haría en segundos ahora, obliga a extrapolar los detalles técnicos para entender lo que está detrás, lo que hace que la historia sea hermosa, conmovedora o simplemente buena. Uno de mis cuentos favoritos de ciencia ficción, el hermoso Caleidoscopio de Ray Bradbury, no tiene más contacto con la realidad que la manera como se entendía que se podía hacer misiones espaciales a comienzos de 1950, pero eso no le quita la potencia y el lirismo del astronauta que se pregunta si alguien pensará en él cuando arda al caer a través de la atmósfera. No se necesita precisión tecnológica para emocionarnos y sorprendernos con algo tan elemental como la búsqueda de sentido en el momento final de la vida.
Y así, la ciencia ficción crea mundos que son más reflejo que novedades. Neuromante nos pregunta por lo que nos hacemos al dejarnos consumir por los medios; Born of Man and Woman nos cuestiona nuestra justicia con aquellos que no son como nosotros; La Jetee interroga por lo que dejamos de ser cuando dejamos de tener la tierra bajo nuestros pies; La Invención de Morel propone simulacros para preguntarnos si la realidad es lo que vemos o lo que hay tras nuestras visiones y artificios; Moon nos recuerda que el trabajo puede ser agobiante, aburrido y finalmente deshumanizante incluso en otros mundos; Blade Runner es la pregunta fundamental: ¿qué nos define como humanos? y acaso, si alguien más que nosotros puede ser más humano que nosotros...
Claro, hay más libertad en ciertos géneros que en otros. La literatura permite que la imaginación vuele sin límites, y muchas veces termina creando mundos difíciles, deliciosos para visitar pero donde no quisiéramos vivir. La ciencia ficción televisiva, en cambio, tiene que convencernos de pasar una hora regularmente viendo y viviendo en otros mundos, aceptando la transacción que nuestra imaginación esté sujeta por reglas concretas a cambio de ofrecernos un mundo hermoso y donde nos podríamos sentir cómodos.
Esa fue la transacción que Viaje a las Estrellas tuvo que aceptar hace ya cincuenta años. Se inventó un mundo que no fuera incómodo ni pesimista a cambio de comprometernos con la visita semanal. Pero no se renunció por completo a la mirada especular: para eso se inventó un extraterrestre que nos recordara, solipsistamente, que somos de lo mejor.
Spock, del planeta Vulcano, era una novedad en una realidad en donde los negros y las mujeres no podían ser todavía considerados realmente comparables a los varones anglosajones. Spock era diferente pero aceptable: no era una negra extraterrestre, era una suerte de Don Draper de otro mundo (sin la promiscuidad sexual, claro). Nos cuestionaba desde la familiaridad, hablaba mal de nosotros desde la cercanía de ser reconocible como humano. No es solo cuestión de presupuesto: los extraterrestres suelen ser humanoides porque así lo que nos dicen es el consejo de un amigo y no la observación de un antropólogo; porque así parecen tenernos un tantito de envidia, porque los humanos son de lo mejor que hay, una especie fantástica a la que todos, salvo los malos, en el fondo quieren parecerse.
Spock circuló por décadas en distintas funciones y tareas pero siempre sirvió para recordarnos que somos la muerte, pero que debemos trabajar en mejorar nuestra performance. El bromance entre Kirk y Spock era la señal que en el fondo, todos podemos llevarnos bien si nos parecemos lo suficiente y nos portamos bien. Las distintas historias, tejidas en la mitología de las series y las películas, sirvieron para alimentar a los fans; el Spock de los sesenta reapareció en los ochentas en películas y luego en La Nueva Generación; incluso se dio tiempo para crear paradojas temporales en el reboot, hasta que la innecesaria Into Darkness lo usó, innecesariamente, como parte de la destrucción de Star Trek para crear una franquicia de acción más.
Esto no hace al personaje menos poderoso y evocador. Aparte del rol fundamental para aquellos que tuvimos la suerte de ser formados en esa década increíble que fue la de 1960, Spock nos ofreció un paradigma de humor, seriedad y eficiencia que sabíamos imposible de alcanzar (finalmente, era de otro planeta) pero tampoco tan lejano. No somos Spock, por suerte: pero podemos tener lo que nos guste más a cambio de aguantar su (falta de) sentido del humor y su rigidez, su socialismo casi explícito, su fortaleza de voluntad. Como buen huésped, Spock sirve para indicarnos un ideal sin pedirnos que lo alcancemos, porque nos da razones para no hacerlo. Y además, por encima de todo, siempre ha sido y será nuestro amigo.
Eso es lo más poderoso de la ciencia ficción: nos da optimismo ante las desavenencias y las dudas. Nos dice que el universo es nuestro si nos dejamos de tonterías y nos aplicamos a ser todo lo que podemos ser. No hay que ser un insípido Vulcano para alcanzar las estrellas. Pero es mucho más entretenido cuando lo tenemos al lado, para que nos felicite desde su superioridad, por lograr más que él.
Ese placer televisivo, melodramático, es lo que nos hace volver y querer más; no buscamos que un Batty nos muestre que es más humano que nosotros: queremos serlo y ser aplaudidos, porque la vida es muy corta para que nuestros defectos nos hundan cada semana.
Como dije hace seis años, los tiempos han cambiado, y el optimismo sesentero de Star Trek no tiene mucha cabida en el mundo confuso, aterrado y ensimismado tecnológicamente en el que vivimos. Atrapados como moscas sin salida en la World Wide Web, pidiendo ayuda a gritos, dejamos de ver el universo como salida y nos obsesionamos con nuestras miserias. Hemos perdido el futuro.
Pero en un rincón, con su ceja levantada y su mirada inquisidora, estará el señor Spock, esperándonos cuando llegue el día en que volvamos a esperanzarnos.
1 comentario:
Magnífico. Muy buen artículo. Lectura obligada.
Publicar un comentario