Lentamente, nuestra memoria colectiva pierde de vista al MH370. El Boeing 777-200 de Malaysian sigue perdido pero realmente ya no importa; la tragedia resulta no solo lejana, sino cotidiana y casi sin misterio. Parece sin misterio en realidad, porque los que tiene no importan mucho. Por ejemplo, la extensa página que Aviation Herald mantiene sobre el accidente no tiene sino un breve párrafo resaltado en amarillo, lo que indica novedad. Los aficionados, sea a la aviación comercial, sea a las teorías de conspiración, seguirán pendientes, pero el grueso de la población mundial dejó ya esa tragedia por otras, más nuevas, más comprensibles, y quizá más misteriosas.
Pero creo que esta tragedia deja muchas enseñanzas, al indicarnos cuales son los verdaderos misterios. Las vidas perdidas afectan a muchos que quisieran entender qué sucedió, pero como con otros accidentes, quizá nunca tengan respuestas. Esto no era tan raro décadas atrás, pero ahora parece ser incomprensible que no podamos saber qué pasa en cada lugar del mundo en cada minuto. Un misterio entonces, el que nuestra realidad no sea esa realidad de pánicos sobrevigilados.
No, no todo está siendo observado todo el tiempo: todo se puede observar en cualquier momento, pero no siempre lo es. Es muy caro, es irrelevante, es complejo entender lo observado. La NSA podrá tratar de grabar cada llamada que se hace en el mundo pero no siempre puede apreciar aquellas que realmente tiene que entender y conectar. La big data primero necesita ser recogida para darnos sus milagros de conexiones emergentes que no necesitan ser interpretadas. No es posible recuperar todo en segundos, no solo porque buscar en enormes bases de datos toma tiempo, sino porque no todo está, todavía al menos, en una base de datos.
El misterio aparentemente mayor es el trato que hemos hecho con la tecnología: cuando creemos en ella confiamos en ella sin pensar mucho qué hay detrás. De la misma manera que Heartbleed es un peligro casi incomprensible porque implica las tripas de la Internet, esas que no conocemos ni queremo conocer; la idea que nuestros aviones cruzan los océanos sin realmente estar en permanente vigilancia por el ojo electrónico nos resulta difícil de entender. ¿Cómo se puede perder un avión? es la pregunta que esconde el miedo mayor: ¿es posible que yo me pueda perder, sin querer? Es cierto, existen maneras de perderse que no están bajo el control de nadie; a pesar de eso, no podemos perdernos nosotros mismos cuando queremos. Condenados a estar vigilados, documentados y archivados, por estados y corporaciones y firmas y organizaciones y hasta amigos fijones que usan Graph Search en nuestros muros, resulta que esa tecnología que nos hace imperecederos no sirve cuando realmente quisieramos, cuando queremos seguir vivos y ubicables y queremos llamar a alguien y decirle que lo queremos, lo extrañamos y quiero saber dónde estás. Esos teléfonos que aparentemente timbran son el testimonio final de nuestro páramo tecnológico: no podemos escapar de ellos, pero nos engañan cuando quisiéramos estar bajo su influjo.
Y es que claro, la idea que un teléfono pueda sonar en mi aparato pero que en realidad no esté haciendo más que buscar el destinario, vanamente, es un engaño tecnológico que no importa en la vida diaria. Los teléfonos móviles hacen eso todo el tiempo: comienzan a buscar por donde saben que estuvimos para ahorrar tiempo, y para que no huyamos, para que no apaguemos los aparatos, para que no dejemos de usarlos a cada instante, cometen la mentira piadosa de sonar como que timbran cuando todavía no lo están haciendo. No importa sino cuando realmente no pueden hacerlo.
Ese Boeing, que parecía estar en algún lugar imaginario, está sin estar en el fondo del mar. No lo podemos afirmar, no lo podemos ver. Los especialistas repiten cosas que podemos entender pero que no necesariamente asimilamos: existe una alta probabilidad, dados los indicios, que los restos del avión, de sus pasajeros, se hallen en las profundidades pelágicas del océano Indico, a unos 1000 kilometros de tierra firme. Pero la probabilidad sirve cuando llevo estadística, o quizá cuando la uso. Lo que queremos es la certeza que la tecnología parece brindar cotidianamente. Esta vez, como muchas otras, tenemos apenas hipótesis; más que en casos singulares como el Varig PP-VLU, perdido con su tripulación y su carga de pinturas de Manabu Mabe el 30 de enero de 1979 sin que haya pista concreta alguna de su destino final. Esta vez la unión de esfuerzos humanos y análisis tecnológicos nos da mucho más, pero no lo suficiente.
Una lección importante: el océano es un reino lejano. No solo es cuestión de las distancias, sino que realmente no tenemos idea qué es. No me refiero, claro está, a los especialistas, que saben mucho más que nosotros aunque no conozcan tanto como lo que sabemos de otros biomas. Es el público el que no tiene idea que el océano es incomprensible bajo las reglas habituales, que es un organismo complejo y lleno de variantes, donde todo funciona distinto y que guarda secretos enormes, desde la inmensa cantidad de basura que cubre su superficie, hasta la manera como se comportan las certezas diarias del sonido y la luz en sus distintas capas y niveles.
Pero si finalmente lo que buscamos es entender qué pasó, hay que hacerse la idea que lo más probable (otra vez esa palabrita) es que nunca lo sepamos. ¿Qué hizo que MH370 girara cuando lo hizo, y se encaminara incomprensible hacia ese rincón del espacio aéreo de nadie donde, parece ser, simplemente se desplomó por agotamiento de combustible? Si algún día se encuentra lo que quede del avión, con los restos de los que alguna vez se subieron, con esperanzas, ilusiones, tedios, miedos o profesionalismo, para llegar a Beijing, quizá haya una explicación. Pero si esto no ocurre, solo quedará aprender a respetar este misterio.
El artículo anterior sobre MH370.
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