domingo, 27 de abril de 2014

Marginalidades conectadas

Este fue el texto que use como base para mi intervención en el panel "Abordar lo digital en el Perú: encuentros disciplinarios situando la informática en el Perú del nuevo milenio", en HASTAC 2014. Tuve el placer de compartir la mesa con Anita Chan y Roberto Bustamante. 
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Sin duda, las ilusiones originales de la Internet no se sostiene, al menos no en su forma original. El casi olvidado ciberespacio fue la promesa de un nuevo “hogar de la mente”, ahí donde podríamos sacarnos de encima las limitaciones de las sociedades en las que vivíamos para crear formas más claras y limpias de socialidad. Esa ilusión ha sido reemplazada por otras, desde la libertad de la mente expresada en la información que quiere ser libre, hasta la libertad literal, la búsqueda de desprenderse de cadenas casi literales, que habría empujado los entusiasmos revolucionarios de las redes de indignación y esperanza. 

Estas oleadas de ilusión son al parecer inevitables. La Internet tiene la capacidad de tomar formas singulares pero que remiten a la misma ilusión paradigmática: de alguna manera, nos liberará del aquí y el ahora, para permitirnos ser quienes realmente podemos ser. 

Esa es la ilusión que de alguna manera esta detrás de lo que Anita Chan llama el universalismo digital, esa noción que hay una forma, inevitable cuando se usa la Internet, de vivir y crear y comprar y vender. La Internet es la causa, pero también es el espacio que permite que ocurra esta transformación idealizada. Su despliegue creará programadores donde solo había niños pobres, o agentes económicos altamente conectados donde había pescadores artesanales. 

Sin embargo, la pista que parece emerger es que en realidad, la capacidad de conexión se configura a partir de las realidades sociales en donde las personas viven. Nada nuevo aquí, pero si para algo sirven las investigaciones que algunas personas participantes de este panel han hecho, es para centrar claramente la experiencia de uso de la Internet en prácticas concretas que se potencian y eventualmente se transforman en algo nuevo pero que no se desprenden de las estructuras sociales en donde han sido iniciadas. Es decir, la Internet cambia las sociedades como cualquier innovación tecnológica profunda puede cambiarlas: a través de las particularidades de la adopción de esa tecnología por los distintos tipos de actores económicos, políticos y sociales que existen en una comunidad / sociedad dada. El Perú, cualquier país de América Latina, del mundo, no son excepciones. 

Al mismo tiempo, los estados han logrado establecer claramente un patrón de ejercicio de poder que no puede ni debe despreciarse, aunque no sea el momento o lugar para discutirlo. Los casos ya conocidos de la NSA o de las acciones de guerra psicológica en Crimea o Ucrania, para no mencionar otros conflictos, apuntan a que el “ciberespacio” es tan terreno de acción estatal como las fronteras o el comercio internacional. Esto no niega el carácter transnacional, casi ultra-estatal, de la Internet, pero sí nos plantea la necesidad de analizarlo desde perspectivas más complejas. 

Pero la reflexión más específica que nos ofrece la Internet en un caso como el peruano actual apunta a su capacidad de potenciar otras dimensiones de las relaciones entre grupos sociales. Sin duda, existen grupos sociales que usan la Internet como mecanismo de apropiación cultural a través del consumo; no viene al caso preocuparse si son “prosumers” o “nativos digitales”, términos que se prestan a interpretaciones difusas y hasta contradictorias. Sin usar etiquetas específicas, los consumidores de la Internet aquí, como quizá en cualquier otro lugar del mundo, aprovechan las oportunidades de maneras claramente ancladas en las expectativas de relación con el mundo que adquieren a través de su ejercicio social: si la expectativa viable es la emigración, sino física mental, la Internet sirve como ruta para lograrla; si las perspectivas son más modestas, la Internet puede ser el sucedáneo perfecto de la ausencia de opciones reales. 

La capacidad de amplificar narrativas colectivas locales tanto como transterritoriales no es algo que sea novedad: la Internet permite coexistir entre lo local / real y lo virtual / deslocalizado sin mucho esfuerzo; reforzar prejuicios y creencias compartidas con el mismo entusiasmo con el que se puede buscar conocimiento o ambicionar cambios sociales. Es el contexto más grande el que arrastra a los distintos grupos en búsqueda de narrativas articuladoras más poderosas. 

Para un país como el Perú, lo que nos ofrece es más una cuestión de sostener las distintas narrativas que articular nuevas, comunes formas de ver la vida en sociedad. La fragmentación se alimenta de la cacofonía y permite soslayar la falta de intercambio real tras la intensidad del refuerzo de los intercambios ya establecidos. El consumo involucra a todos, pero cada quien en su espacio y su tiempo propio, sin tener que recurrir a la idea de colectivo o comunidad más allá de lo estrictamente necesario. 

La adquisición de habilidades digitales es un factor más a considerar. Si bien algunas escuelas pueden incluir el tema en la formación, por lo general la perspectiva escogida es la informática, es decir la adquisición de habilidades de uso de software para tareas de oficina o escolares en el sentido más genérico. No hay enseñanza crítica del uso de los medios digitales o de programación, no al menos de manera significativa o sistemática. Las habilidades son entonces el resultado de la combinación de posibilidades de acceso, capital social y cultural. Esta forma específica de capital, que podríamos llamar capital digital, sería el reflejo de desigualdades replicadas tanto a nivel de la escuela, que debería buscar compensarlas, como del entorno social y familiar, que es un mecanismo reproductor de las mismas. La existencia de opciones digitales no implica su uso; la construcción de capital digital es el resultado, en negativo, de las opciones usadas: se usa lo que el entorno, el capital ya existente, nos ofrece. La existencia de casos excepcionales, de personas que pueden saltar las limitaciones y lograr salir de ellas, no es más que eso. 

Si el consumo cultural es reflejo del capital cultural, y el capital cultural es a su vez resultado de las tradiciones patrimonialistas y excluyentes, es difícil pensar un escenario donde triunfe algo distinto a la marginalización, no solo e los otros, sino de uno mismo. Reforzamos las maneras de marginalizar a los demás antes que vernos ante la necesidad de integrarnos colectivamente, pero en el proceso nos marginalizamos, conectandonos con otros que piensan igual, con los cuales justificamos y reforzamos nuestras narrativas sobre lo que es la sociedad y cómo enfrentarla. La fragmentación se alimenta de la cacofonía y permite soslayar la falta de intercambio real tras la intensidad del refuerzo de los intercambios ya establecidos. El consumo involucra a todos, pero cada quien en su espacio y su tiempo propio, sin tener que recurrir a la idea de colectivo o comunidad más allá de lo estrictamente necesario. 

El resultado es que se refuerza la especificidad hasta volverla marginal: cada grupo se niega a postular la urgencia del entendimiento cuando la sociedad misma parece inclinarse hacia un conflicto de marginalidades. Cada marginalidad se puede conectar con sus congéneres sin esfuerzo, pero también puede ignorar al otro. Nada original en realidad, salvo la potenciación de lo que se supone deberíamos evitar.  

En Quechua, tenemos dos maneras de referirnos al plural de la primera persona. Si decimos “nosotros” incluyendo al interlocutor, la palabra es ñoqanchis (hay variantes); pero si optamos por decir “nosotros pero sin ti”, se diría ñoqayku. Perfecta manera de calificar lo que muchas veces optamos por sacar de la experiencia digital: exclusión desde la individualización del grupo al que me interesa proteger o reforzar, frente a la necesidad de reconocer las necesidades colectivas. Ese es un problema de la realidad peruana, pero que lo digital refuerza mediante la acción marginalizadora que ejercemos todo el tiempo. Curiosidad histórica, que un país en donde se practica una forma tan particular de “nosotros” cuente, sin muchas veces saberlo, con la forma perfecta para nominalizarlo. La exclusión y la marginalización terminan ocultando la expresión ideal. 

¿Cómo enfrentarlo? Es complejo pensar en salidas cuando se considera que las transformaciones socio-culturales no suelen estar bajo el control de los estados sino indirectamente. En particular el estado peruano, que ha optado por razones combinadas de ideología y dejadez por abandonar la construcción de poder infraestructural, no tiene mucha capacidad de influir en la marcha de la sociedad a través de las funciones que ya tiene; ¿cómo esperar que emprenda nuevas? 

Los detalles hay que trabajarlos, pero lo primero pasa por la incorporación de lo digital de maneras creativas en la educación. Antes que intentar transformarla radicalmente, como se ha intentado con cierta ingenuidad, es necesario ofrecer las ventajas de la conectividad antes que sus limitaciones se anclen en las prácticas sociales de los estudiantes. Promover el uso creativo alternativo, dejar que los estudiantes simplemente exploren, puede ser mucho más útil que estructurar la tecnología en la formación educacional como una manera de modernizarla y cambiarla. Hasta cierto punto, no estaría de más pensarla como un fin en sí mismo, para que al final los logros se parezcan más al ejercicio autónomo y creativo que vemos en muchos casos concretos, antes que el resultado común ahora: la incorporación “formalista” en las mismas prácticas educativas tradicionales, el traslado del aprendizaje sin imaginación a la pantalla, mientras se aprovecha la conexión para abastecer el ansia de consumo. 

Potenciar al individuo pero como creador, como ambicioso explorador, en vez de consumidores predecibles, puede generar ciudadanía más activa, o al menos consumo más  activo y en búsqueda de originalidad. Es una ruta quizá no segura pero al menos dedicada a enfatizar la diversidad de opciones y la posibilidad de fortalecer aproximaciones mucho más creativas, y ponerlas a disposición de los ciudadanos / consumidores.  

El ejercicio del poder infraestructural, débil como es, es imprescindible, y pasaría por la urgencia de cambiar la actitud y proceder a través del Estado igual que como se procedería en la escuela: liberar la iniciativa de los que quieran innovar, antes que atarlos con planes, declaraciones y principios. Hay experiencias que indican que no es una mala estrategia, que intentar dejar que la tecnología sea usada para lo que los que conocen a sus destinatarios saben que se necesitan, antes que para lo que normativamente se supone debe usarse, es a la larga una mejor ruta. 


Finalmente, la modesta receta constante: una mirada original, desprejuiciada, sobre lo que ocurre, puede informar más y mejor a todos sobre cómo actuar. Los creativos y los analíticos deberían dialogar más con los especialistas y los burocratas. ¿Será posible? 

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