Las
movilizaciones contra la “ley pulpín” produjeron entusiasmos varios:
interpretadas como una señal de renacimiento político de la juventud
peruana, y como una esperanza de renovación de los liderazgos de
izquierda, algunos comentarios además las vieron como expresión local de
los movimientos internacionales agrupados bajo el nombre de
“indignados” o similares a las varias primaveras árabes: jóvenes
movilizados digitalmente, organizados de manera horizontal, dispuestos a
recrear la política desde su experiencia conectada y conectante.
Unos meses después, el panorama pre-electoral parece desolador: entre los viejos y los nuevos nombres, no parece haber nadie que no represente formas antiguas de entender la política, ni nada parecido a un posible liderazgo reformista, para no soñar con revoluciones, que impida que terminemos bajo más de lo mismo. Las disputas políticas son más de cómo hacer para que el modelo siga funcionando, con ilusiones como “ser país desarrollado” contrastadas con la constante carencia de funcionalidad elemental del estado.
¿Qué pasó? ¿Cómo así es que la intensidad de las protestas se difuminó para ser reemplazada por politics-as-usual? Acaso la tremenda fragmentación política, la crisis de representación, la fundamental indolencia del votante promedio convencido que nadie le puede ofrecer algo mejor, etcétera. Pero me permitiré postular que no estamos ante el fracaso de las movilizaciones para crear una forma alternativa de política, sino en que el análisis que les atribuía ese potencial estaba fundamentalmente equivocado.
Se propuso que el movimiento creado por el rechazo a la ley fue, por un lado una movilización de jóvenes que encuentran la necesidad de hacer política; por otro, reflejo de una transformación social que está en la base de movimientos similares, en donde gracias a cambios fundamentales en la manera como se puede pasar de comunicar a hacer, nuevas formas de acción colectiva emergen y es posible prescindir de mecanismos tradicionales como los partidos y los liderazgos tradicionales. La glosa que Nelson Manrique ofreció de las ideas de Manuel Castells sirve como introducción a las ideas tras esta mirada de los movimientos que el catalán llama “redes de indignación y esperanza”.
La primera premisa puede ser sostenible como hipótesis, pero hacer política puede ser la simple reivindicación de intereses y no la transformación de la sociedad; es sabido que la izquierda peruana mezcló esas categorías cuando asumió que existía un germen revolucionario en las organizaciones de base que en los ochenta parecían conducir un proceso social radicalmente distinto al orden burgués, pero que se desvanecieron por completo cuando los vientos politicos cambiaron en la década siguiente. Digamos que el grado de “politicidad” del movimiento juvenil que yace tras las movilizaciones está por establecerse.
La segunda premisa postula una idea que no es nueva: Anthony Giddens habló, a la vuelta de siglo, de un centro radical que impulsaba una sociedad civil global. Esta noción se monta con facilidad sobre los conceptos de sociedad red de Castells, y resulta en un tejido mundial relativamente tenue pero amplio de personas con interés en temas políticos, a partir de su conciencia sobre la manera como el mundo funciona, no desde una mirada local sino global, con una agenda forjada en los issues que nos afectan a todos. Es también parte de una mirada postmaterialista, propia de sociedades en donde las necesidades materiales no son la prioridad y que incorporan valores de solidaridad ampliada que incluyen la ecología, el respeto activo de la diversidad, Las redes creadas por la conversación global permiten que los distintos activismos se propalen y se imbriquen local y globalmente.
Evidentemente estoy simplificando: no pretendo reemplazar ni la lectura de Castells ni la glosa ya mencionada; pero sí quiero rescatar que tras la idea de poder-red (network power) yace una mirada más allá no solo del estado nación como espacio de hacer política, sino de la sociedad tradicionalmente anclada en una polity, sometida al poder estatal y articulada internacionalmente por reglas económicas negociadas en espacios transnacionales y multilaterales. En otras palabras, una organización social que puede trascender la globalización de doble candado: el candado formal de normas y acuerdos multilaterales que consagran el candado latente pero no menos importante de las prácticas sociales y culturales a las que las élites tienen acceso, y que hacen tan atractiva a nivel personal a la globalización. A través del poder-red, los ciudadanos logran romper las limitaciones de las polities basadas en estado-nación para cambiar localmente primero, pero articulándose a una agenda global.
Estas ideas son valiosas pero no son evidentes en sí mismas, ni aceptadas por muchos de los dedicados a la reflexión sobre la globalización. Esto no impidió que Castells, en lo que tal vez sea el caso más impresionante de post hoc, ergo procter hoc de las ciencias sociales en las últimas décadas, propusiera que la coincidencia temporal entre los movimientos de indignados / occupy con la primavera árabe no era más que la manifestación del surgimiento político de grupos que buscaban cambiar el sistema político/económico por algo más democrático y justo; y que el elemento definidor de este surgimiento político era no solo el uso de medios sociales para catalizar y articular el movimiento, sino que ese uso de medios sociales era expresión de una nueva forma de poder, centrado en el potencial comunicacional de los medios digitales y de las redes que se formaban en ellos. Sin duda, no pretendía que fueran movimientos idénticos, provenientes como lo eran de realidades muy distintas; pero sí se imaginaba que el cogollo de los activistas en ambos casos, respondía a este modelo de ciudadano altamente conectado, conectante, capaz de programar redes y de conmutar entre redes, que Castells considera como la base de la resistencia al poder más tradicional en la sociedad contemporánea.
Unos meses después, el panorama pre-electoral parece desolador: entre los viejos y los nuevos nombres, no parece haber nadie que no represente formas antiguas de entender la política, ni nada parecido a un posible liderazgo reformista, para no soñar con revoluciones, que impida que terminemos bajo más de lo mismo. Las disputas políticas son más de cómo hacer para que el modelo siga funcionando, con ilusiones como “ser país desarrollado” contrastadas con la constante carencia de funcionalidad elemental del estado.
¿Qué pasó? ¿Cómo así es que la intensidad de las protestas se difuminó para ser reemplazada por politics-as-usual? Acaso la tremenda fragmentación política, la crisis de representación, la fundamental indolencia del votante promedio convencido que nadie le puede ofrecer algo mejor, etcétera. Pero me permitiré postular que no estamos ante el fracaso de las movilizaciones para crear una forma alternativa de política, sino en que el análisis que les atribuía ese potencial estaba fundamentalmente equivocado.
Se propuso que el movimiento creado por el rechazo a la ley fue, por un lado una movilización de jóvenes que encuentran la necesidad de hacer política; por otro, reflejo de una transformación social que está en la base de movimientos similares, en donde gracias a cambios fundamentales en la manera como se puede pasar de comunicar a hacer, nuevas formas de acción colectiva emergen y es posible prescindir de mecanismos tradicionales como los partidos y los liderazgos tradicionales. La glosa que Nelson Manrique ofreció de las ideas de Manuel Castells sirve como introducción a las ideas tras esta mirada de los movimientos que el catalán llama “redes de indignación y esperanza”.
La primera premisa puede ser sostenible como hipótesis, pero hacer política puede ser la simple reivindicación de intereses y no la transformación de la sociedad; es sabido que la izquierda peruana mezcló esas categorías cuando asumió que existía un germen revolucionario en las organizaciones de base que en los ochenta parecían conducir un proceso social radicalmente distinto al orden burgués, pero que se desvanecieron por completo cuando los vientos politicos cambiaron en la década siguiente. Digamos que el grado de “politicidad” del movimiento juvenil que yace tras las movilizaciones está por establecerse.
La segunda premisa postula una idea que no es nueva: Anthony Giddens habló, a la vuelta de siglo, de un centro radical que impulsaba una sociedad civil global. Esta noción se monta con facilidad sobre los conceptos de sociedad red de Castells, y resulta en un tejido mundial relativamente tenue pero amplio de personas con interés en temas políticos, a partir de su conciencia sobre la manera como el mundo funciona, no desde una mirada local sino global, con una agenda forjada en los issues que nos afectan a todos. Es también parte de una mirada postmaterialista, propia de sociedades en donde las necesidades materiales no son la prioridad y que incorporan valores de solidaridad ampliada que incluyen la ecología, el respeto activo de la diversidad, Las redes creadas por la conversación global permiten que los distintos activismos se propalen y se imbriquen local y globalmente.
Evidentemente estoy simplificando: no pretendo reemplazar ni la lectura de Castells ni la glosa ya mencionada; pero sí quiero rescatar que tras la idea de poder-red (network power) yace una mirada más allá no solo del estado nación como espacio de hacer política, sino de la sociedad tradicionalmente anclada en una polity, sometida al poder estatal y articulada internacionalmente por reglas económicas negociadas en espacios transnacionales y multilaterales. En otras palabras, una organización social que puede trascender la globalización de doble candado: el candado formal de normas y acuerdos multilaterales que consagran el candado latente pero no menos importante de las prácticas sociales y culturales a las que las élites tienen acceso, y que hacen tan atractiva a nivel personal a la globalización. A través del poder-red, los ciudadanos logran romper las limitaciones de las polities basadas en estado-nación para cambiar localmente primero, pero articulándose a una agenda global.
Estas ideas son valiosas pero no son evidentes en sí mismas, ni aceptadas por muchos de los dedicados a la reflexión sobre la globalización. Esto no impidió que Castells, en lo que tal vez sea el caso más impresionante de post hoc, ergo procter hoc de las ciencias sociales en las últimas décadas, propusiera que la coincidencia temporal entre los movimientos de indignados / occupy con la primavera árabe no era más que la manifestación del surgimiento político de grupos que buscaban cambiar el sistema político/económico por algo más democrático y justo; y que el elemento definidor de este surgimiento político era no solo el uso de medios sociales para catalizar y articular el movimiento, sino que ese uso de medios sociales era expresión de una nueva forma de poder, centrado en el potencial comunicacional de los medios digitales y de las redes que se formaban en ellos. Sin duda, no pretendía que fueran movimientos idénticos, provenientes como lo eran de realidades muy distintas; pero sí se imaginaba que el cogollo de los activistas en ambos casos, respondía a este modelo de ciudadano altamente conectado, conectante, capaz de programar redes y de conmutar entre redes, que Castells considera como la base de la resistencia al poder más tradicional en la sociedad contemporánea.
El
problema con la reflexión de Castells es doble: por un lado,
sobreestimar la escala del cambio, si fuera tal, puesto que los números
indican que los ciudadanos que responden y que reflejan los valores de
una sociedad en red global son minoría incluso en las sociedades de
mayores ingresos; esto implica un segundo error, que sería caracterizar
como “conciencia política en red” a lo que no sería más que la
participación como consumidor en redes globales de circulación de bienes
culturales. En otras palabras: que se usen los medios digitales
globales no quiere decir que se tenga valores de sociedad en red.
Esto llevaría a plantearse otras explicaciones para tanto la primavera árabe como los movimientos de indignados: agotamiento de modelos políticos (el autoritarismo más o menos secular en una zona atravesada de propuestas de inspiración religiosa para la primavera árabe; el pacto económico pos-guerra fría que congeló la iniciativa de los partidos de izquierda y creo un solo modelo de desarrollo en los países desarrollados), crisis económica, y sin duda, catalización acelerada de interpretaciones colectivas a través de medios que privilegian la velocidad y la apropiación de los contenidos que circulan en ellos.
No hay que despreciar el potencial de los medios sociales, como Facebook, para incrustar y dar valor de sentido común a una idea entre los miembros de una red. Cualquiera que haya usado “el feis” sabe lo fácil que es convertir una idea en el tema del día, y cómo la sensación de unanimidad que se produce en una red social determinada (es decir, en la trama de relaciones sociales de las que uno es parte) no es más que una ilusión cuando se sale de esa red social y se confrontan las ideas en el mundo real. Pero ese potencial comunicativo no necesariamente crea una nueva forma de ciudadanía: el fracaso de los movimientos Ocupa es una buena señal, y su reemplazo por lo que son partidos políticos más o menos populistas y hasta caudillistas de izquierda, como el exitoso Syriza en Grecia y el potencialmente exitoso Podemos en España, da una señal de lo que podríamos llamar el potencial centrípeto del estado nación para definir el ámbito de la política, y de la forma política específica que llamamos democracia liberal como delimitador de las posibilidades de aquellos que quieren escalar las murallas del castillo para destruir el ancime regime.
Todo esto explica entonces lo que podríamos llamar el éxito inevitablemente limitado de los “pulpines movilizados”: usando medios digitales para articular y rebalancear el mensaje político que se quiere proponer, salen a las calles y enfrentan a una clase política completamente carente de convicciones y de fuerzas reales, que puede ganar elecciones pero no movilizar a sus votantes para nada más. Como recuerda el mismo Castells, el poder es relacional: se ejerce contra alguien. Cuando el adversario es fundamentalmente débil, es posible forzarlo a ceder. Pasa todo el tiempo en el Perú, y quizá la diferencia fundamental entre los pulpines y el resto del país es que al ser en Lima, la atención mediática y política fue rápida y no tuvo que agravarse el conflicto, hasta el costo de vidas, para lograr el objetivo.
Pero que hayan usado medios digitales no hace que se trate de poder-red; que se trate de jóvenes no los convierte en actores políticos sino en un movimiento reivindicativo; que se parezca a las posiciones de izquierda no crea un mensaje unificador para la misma; y sobre todo, una golondrina exitosa no hace un verano electoral: las grandes mayorías que elegirán a quién detentará el poder no participan ni están interesadas en dejarse llevar por un movimiento tan preciso.
Esto llevaría a plantearse otras explicaciones para tanto la primavera árabe como los movimientos de indignados: agotamiento de modelos políticos (el autoritarismo más o menos secular en una zona atravesada de propuestas de inspiración religiosa para la primavera árabe; el pacto económico pos-guerra fría que congeló la iniciativa de los partidos de izquierda y creo un solo modelo de desarrollo en los países desarrollados), crisis económica, y sin duda, catalización acelerada de interpretaciones colectivas a través de medios que privilegian la velocidad y la apropiación de los contenidos que circulan en ellos.
No hay que despreciar el potencial de los medios sociales, como Facebook, para incrustar y dar valor de sentido común a una idea entre los miembros de una red. Cualquiera que haya usado “el feis” sabe lo fácil que es convertir una idea en el tema del día, y cómo la sensación de unanimidad que se produce en una red social determinada (es decir, en la trama de relaciones sociales de las que uno es parte) no es más que una ilusión cuando se sale de esa red social y se confrontan las ideas en el mundo real. Pero ese potencial comunicativo no necesariamente crea una nueva forma de ciudadanía: el fracaso de los movimientos Ocupa es una buena señal, y su reemplazo por lo que son partidos políticos más o menos populistas y hasta caudillistas de izquierda, como el exitoso Syriza en Grecia y el potencialmente exitoso Podemos en España, da una señal de lo que podríamos llamar el potencial centrípeto del estado nación para definir el ámbito de la política, y de la forma política específica que llamamos democracia liberal como delimitador de las posibilidades de aquellos que quieren escalar las murallas del castillo para destruir el ancime regime.
Todo esto explica entonces lo que podríamos llamar el éxito inevitablemente limitado de los “pulpines movilizados”: usando medios digitales para articular y rebalancear el mensaje político que se quiere proponer, salen a las calles y enfrentan a una clase política completamente carente de convicciones y de fuerzas reales, que puede ganar elecciones pero no movilizar a sus votantes para nada más. Como recuerda el mismo Castells, el poder es relacional: se ejerce contra alguien. Cuando el adversario es fundamentalmente débil, es posible forzarlo a ceder. Pasa todo el tiempo en el Perú, y quizá la diferencia fundamental entre los pulpines y el resto del país es que al ser en Lima, la atención mediática y política fue rápida y no tuvo que agravarse el conflicto, hasta el costo de vidas, para lograr el objetivo.
Pero que hayan usado medios digitales no hace que se trate de poder-red; que se trate de jóvenes no los convierte en actores políticos sino en un movimiento reivindicativo; que se parezca a las posiciones de izquierda no crea un mensaje unificador para la misma; y sobre todo, una golondrina exitosa no hace un verano electoral: las grandes mayorías que elegirán a quién detentará el poder no participan ni están interesadas en dejarse llevar por un movimiento tan preciso.
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