No, no se trata de celebraciones impostadas o basadas en un calendario cívico irrelevante. La pregunta de fondo es si hay algo que haga a los limeños, sea como sea que los definamos, celebrar a su ciudad.
La alegría de una celebración siempre se basa en la alegría permanente de compartir algo grato, vital y emocionante, con alguien o algo. Celebramos cumpleaños para festejar en un solo día lo que hace nuestra vida más llevadera: la compañía, el afecto, el amor familiar o de pareja. Quizá la falta real de entusiasmo por nuestra ciudad en su día sea reflejo de lo poco que la queremos; y si la queremos poco, quizá sea nuestra culpa.
Porque de ella no puede ser. La ciudad es nuestra creación; no de manera voluntarista, sino a través de los múltiples niveles de acción individual en lo social. Despreciamos a la ciudad al no celebrarla, pero también al no cuidarla, al ignorar a nuestros conciudadanos, al no participar en su gobierno sino para quejarnos.
Ciertamente, Lima no la hace fácil. Dueña de un clima singularmente insípido, permanentemente cubierto de polvo por la falta de lluvias y los circundantes desiertos, aplastantemente gris, Lima creció de una villa relativamente grande pero no por ello menos tranquila, menos falta de cosmopolitismo, para convertirse en una megaciudad a la que, cual púber al que no le han cambiado el vestuario, todo le queda chico. Porque seamos sinceros, más allá de cifras que nos dicen que a Lima le falta autos, le sobran pistas o algo así, todo nos queda chico porque no sabemos usarlo bien, porque las cosas son viejas y sin gracia, porque no hemos todavía entendido si debemos actuar como adultos o perseverar en nuestra niñez.
Dejemos de lado el crimen, que otras ciudades hermosas lo tienen, y a veces más. Rio de Janeiro es la
cidade maravilhosa porque tiene personalidad geográfica y humana, a pesar de la pobreza brutal y el crimen desbordado; Ciudad del Cabo está en uno de los sitios más increíbles del mundo y eso hace que se le perdone el deterioro. Santiago de Chile tiene un clima imposible y poca personalidad urbanística, pero el rio y la cordillera le dan cierto encanto cuando la contaminación deja apreciarlos, y trata de ser moderna en general, no solo a través del concreto. Nadie acusaría a Londres de estar en un lugar bello o de ser ella misma una ciudad hermosa, pero nadie le negaría ser una ciudad fascinante.
Tal vez ahí está el problema. Por nuestra falta de personalidad colectiva, producto del caos pos-desborde popular, Lima ha perdido el rumbo. Sus élites no conversan entre sí, o en todo caso desconocen que existen, con el viejo o el maduro rico prefiriendo hacerse el loco frente al nuevo rico, con el miraflorino "asiatico" negándose a encontrar algo en común con el emergente cononortino (si se me permite el neo/barbarismo). Como no somos Sao Paulo, las élites no pueden comprarse helicópteros para eludir el tráfico, entonces simplemente desprecian el problema y optan por meter más carros en donde no entran en vez de reclamar por transporte público decente, y ojo que no me refiero solo a las élites de mucha plata, sino a los líderes de las distintas partes de la ciudad. No apreciamos que nos haría bien invertir en la ciudad como un todo y no solo como parcela.
Las rejas que nos intentan separar del crimen son expresión de esto: no son una respuesta real al problema, pero eso no importa; crean muchas incomodidades incluso a los que se supone defienden, pero eso no importa; son ilegales, pero eso no importa. Son simplemente mi solución a un problema que no puedo enfrentar, ni creo que nadie vaya a enfrentar. Convencidos que nadie los va a ayudar, y que nada más puedo hacer, lo demás queda al costado y al cuerno la vida en común.
Entonces, Lima está condenada: metida en un desierto, sin parajes naturales dignos de entusiasmo, sin monumentalidad real más allá de algunos restos arqueológicos menores o de edificios antiguos simpáticos pero también menores, sin personalidad urbana propia, sin centro real, sin buena infraestructura, sin playas o bosques o algo que no sean dunas, sin planes para preservar el poco verde que le queda, con un clima lamentable a pesar de su benignidad, sin élites interesadas en la ciudad como proyecto, sin un gobierno decente, sin una ciudadanía preocupada, etcétera...
Igual es mi ciudad. No me gusta, y no podría decir que la quiero. Pero por lo menos puedo intentar mejorarla, con acciones individuales, y con acciones que tratan de ser colectivas. ¿Cuántos hacen esto? Mientras sea una minoría, seguiremos tal cual.
Pero insisto, igual es mi ciudad. Feliz día, pues, porque de todas formas nos sobrevive a nosotros mismos.
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