Entonces llegamos a ese punto en donde cumplimos 100 años. Nada despreciable cifra para una universidad peruana, especialmente una privada, puesto que la mayoría de estas fueron creadas a partir de los sesenta (andan por los cincuenta) o los noventa (anda por los veinte). Más todavía, cuando somos una anomalía regional: indiscutiblemente entre las primeras, a veces la primera universidad del país, considerando las variables habituales, lo común en América Latina es que ese rol sea de la universidad pública.
Las anomalías no terminan ahí: somos una universidad católica y pontificia que reivindica una herencia pero no obediencia, y que se asume y demanda ser reconocida como autónoma de la iglesia católica, sobre todo en los debates y decisiones en que el consenso académico occidental va a contrapelo de la posición de la iglesia; tras casi un par de décadas, se ha logrado consagrar un status quo aceptable con la jerarquía de la iglesia católica, a pesar de la mala fe de algunos de sus "príncipes", y finalmente se avizora cierta paz y relaciones cordiales, al menos con la curia vaticana. La PUCP además es una universidad con vocación cosmopolita en una sociedad que adolece de provincialismo y de nacionalismo: el Perú no se mira en el espejo de lo que pasa en el mundo y encima, opta por defender lo propio como virtud incluso cuando no lo es.
Sumémosle a eso que la PUCP está aceptablemente bien gerenciada: las cosas funcionan, casi nunca se pierde algo o un trámite se entrampa, se juega limpio y la influencia de familia y amigos es menor, subterránea y casi nunca tiene efectos oficiales (nadie te cambia las notas ya registradas porque es tu pata, digamos). Tiene servicios aceptables, bibliotecas y recursos académicos bastante adecuados, y un campus que a pesar de cierta sobrecarga estudiantil y de una perdida de civismo notoria, sigue siendo un lugar agradable.
Todo lindo, ¿no? Pues no todo. Mucho está pendiente y hay una serie importante de preguntas que hacerse.
Hay turbulencias. Tras los años de conflicto, no está claro el camino a futuro, entre otras cosas porque la necesidad de cohesión interna, el conservadurismo casi ontológico de la institución y la falta de espacios definidos para hacer política interna, han creado un gran vacío de liderazgo. Hace una semana que la Asamblea Universitaria tuvo que optar entre aceptar la entrega a disposición del cargo del equipo rectoral o una decisión sobre su continuidad, lo que era, si se me permite el giro mareado, ponernos entre Escila y Caribdis: no aceptar significaba dos años más de un equipo rectoral re-elegido para terminar un proceso con la iglesia católica que ya terminó; aceptar significaba aventarnos a una elección de rectorado en dos meses con poco o nada de preparación, más allá de manifestaciones individuales de interés que realmente no reflejan posiciones colectivas o siquiera grupos definidos de interés al interior de la universidad. Se optó, como suele ser el caso, por la salida menos desestabilizadora, pero la pregunta obvia es cuándo se comenzará a hacer política entre los profesores para pensar a dónde llevar a la universidad.
Hay un conflicto con los alumnos, de baja intensidad y más reflejo de intereses individuales que de una diferencia fundamental de posiciones sobre el propósito y la gestión de la universidad. Todavía resuena la decisión de acabar con el básico, "un derecho estudiantil", como una agresión institucional; esto demuestra la precariedad de la oposición, que está defendiendo un privilegio (alimentación subvencionada para todos) y no algo que realmente haga más asequible la universidad a aquellos que no cuentan con los recursos para pagarla. Hay protestas por los costos, pero son fragmentadas e inconsistentes. No hay un movimiento estudiantil, hay estudiantes movilizados: esto no es nuevo, sino reflejo de un país en donde la pequeña elite de clase media que formaba la PUCP hace cincuenta o cuarenta años ha sido reemplazada por una gran diversidad de estudiantes que vienen de entornos des-politizados, donde la reivindicación gremial es vista inherentemente como conflicto, en una caricatura del sindicalismo clasista de antaño. Ciertamente hay diferencias, pero estás se convierten en conflictos muy fácilmente, gracias también a la falta de oido de las autoridades, no hay que negarlo.
Hay proyectos superpuestos: mientras se inician grandes ideas como la escuela gastronómica, que parece a veces ser una suerte de refundación de la república por las escalas retóricas sobre la que se monta, facultades con diez o veinte años no están contentas con sus instalaciones o el acceso a recursos. Aparecen nuevas iniciativas y se multiplican las instancias administrativas: la vieja broma sobre la existencia de una versión particular PUCP de la segunda ley de la termodinámica (los puestos no se crean ni se destruyen, solo se transforman) parece ser tan válida como siempre.
¿Hay feudos? ¿Pequeñas provincias que reivindica soberanía casi como un estado federal? Algo de eso hay también. No hay como discernirlo porque la universidad ha optado por no definir con claridad como medir y evaluar el éxito o fracaso de sus varias instancias, con lo que no hay como juzgar si algo o alguien debería dejar de hacer lo que hace. Todo es más o menos intuitivo, lo que se presta a la arbitrariedad o al menos a un
laisser passer que no hace mucho bien si nos pretendemos modernos y eficientes.
Pero se podría decir que en realidad todo esto no es más que una secuencia de detalles. Lo importante es el lugar que esta universidad, humanista, comprometida con el pensamiento científico y con la libertad de pensamiento, sin fines de lucro, cosmopolita, tiene o puede intentar tener en un país que parece ser todo lo contrario.
Recuerdo haber escuchado historias sobre el cincuentenario. Hubo un acto académico, naturalmente en el centro de Lima, quizá en el teatro Segura. Luego de los panegíricos, habló el presidente de la FEPUC (se me escapa en el recuerdo su nombre): fue una imprecación donde se le preguntó a la universidad qué estaba realmente haciendo por el Perú en ese momento, qué había hecho durante cincuenta años. Propia de sus tiempos, puesto que en 1967 todo se cuestionaba y se asumía que iba a cambiar de pies a cabeza pronto. Sin duda el país cambió: apenas un año después vino el gobierno más radicalmente transformador del Perú, que cortó con los debates de la época para crear muchos nuevos.
¿Qué habría que exigirle a la Universidad a sus cien años? Fuera de lo cotidiano o lo puntual, digo. Todos queremos mejores sueldos, mejores condiciones de trabajo, menos alumnos que paguen menos. Evidentemente es imposible lograr todo eso al mismo tiempo, evidentemente es necesario escoger y graduar. ¿Qué queda luego que solicitamos y pedimos una gestión clara, de calidad, sistémica?
Yo tengo mis respuestas, pero no paso de ser un mero profesor asociado. Lo importante es la construcción colectiva de esas respuestas, el asumir que la chamba es de todos si queremos que los 110, 120 o 200 años nos agarren con algo más para celebrar que el haber continuado operaciones. Más allá de edificios, misiones y visiones, y de obras, lo que la Pontificia Universidad Católica del Perú necesita, urge, es una comprensión colectiva, deliberada y deliberante, de su rol en la sociedad peruana y de las rutas que debe tomar para lograrlo. Quizá esa comprensión se parezca un montón a los planes y esquemas que ya se han hecho; pero lo importante es que dialoguemos con el país, no solo entre nosotros.
Seamos cosmopolitas con nuestros compatriotas también: incluyamos realmente al país en nuestro destino.