miércoles, 19 de septiembre de 2012

Wikileaks sucumbe a las reglas del juego



El tejido de acciones que ha llevado a un conflicto diplomático entre Ecuador y el Reino Unido por un acusado de violación requerido en Suecia nos obliga a varias reflexiones. Sin asumir tantas certezas morales como las que exhiben Mario Vargas Llosa o Rafael Correa, es saludable trascender al personaje -en muchos sentidos fallido-, que encarna Julian Assange, y ponernos a pensar en lo que significa el problema de fondo.

El proyecto original de Wikileaks plantea una idea poderosa pero sin duda cuestionable. ¿Es de interés global permitir que los ciudadanos puedan ir más allá de su propia ciudadanía y actúen políticamente en un ámbito extranacional? La intención original del sitio era precisamente  facilitar que los ciudadanos de un país cualquiera pudieran diseminar información que ayudara a la transparencia de lo público, mediante la revelación de aquello que sus gobiernos o Estados no querían que fuera difundido. Esto trasciende la realidad política sin por ello apostar a la irrelevancia de los estados mismos, puesto que se trata de usar la tecnología para compensar las limitaciones a la transparencia que una supuesta "razón de estado" justificaría.

La razón de estado no es un desarrollo reciente; ni siquiera se trata ahora de algo más serio que en el pasado, puesto que las democracias han aceptado en las últimas décadas que no es posible ocultarlo todo, todo el tiempo, siquiera de la boca para afuera. En muchos países, incluido el Perú, el principio político es que la transparencia manda, y que el secreto es la excepción, justificada por razones específicas y no por el interés de funcionarios o políticos.

Claro está, existen circunstancias en donde el secreto es dañino. Sea porque se oculta más de lo que se debe por razones políticas o porque se oculta por interés de poderes fácticos. Entonces, la ausencia de transparencia resulta peligrosa. Un Estado puede engañar, incluso de buena fe, para lograr objetivos que considera positivos; un Estado puede estar cooptado por terceros que lo usan para sus propios fines. El resultado es debilitante para la sociedad y peligroso para los ciudadanos.

Usar la Internet, que puede ser anónima y casi deslocalizada, para facilitar la transparencia no es  mala idea, y como vimos en el caso peruano, con los "petroaudios", los beneficios de una plataforma de alcance global, fuera del control del Estado en cuestión, pueden ser importantes. Los ciudadanos, al acceder a información, dejan de estar a merced siquiera en parte, de lo que los gobernantes intentan lograr. Se puede impedir o minimizar el abuso y quizá cambiar las prácticas para evitar repeticiones.
Ese verbo no muy grato, "empoderar", es la clave. La Internet ha cambiado muchas relaciones de poder en el mundo contemporáneo: eventos tan disímiles como los Occupy, la Primavera Árabe y el colapso del modelo económico de la industria discográfica son ejemplos perfectos. Wikileaks creaba la oportunidad de cambiar relaciones de poder, dándole a ciertos grupos de individuos la posibilidad de actuar de maneras disruptivas que romperían el control estatal sobre información de interés público. Al mismo tiempo, se fortalecía un discurso parcialmente cierto: los ciudadanos no sólo lo son de un Estado, sino que una emergente sociedad civil global podía enfrentar colectivamente los pleitos que, en expresiones concretas locales, afectan a todos en el mundo, no sólo a aquellos que viven en un Estado nación específico.

Ciertamente, la suma de acciones individuales acometida por ciudadanos en distintos países ha creado en varios casos, un movimiento que altera global y nacionalmente, relaciones de poder y económicas. El consumo irregular de música por los peruanos creó condiciones para que la industria local colapsara casi totalmente, pero también fue parte del ataque global que ha llevado a la crisis industrial generalizada y que permite, a la larga, que se pueda comprar música con servicios de nube, como los que ofrece Apple. En el caso de Wikileaks, la vocación global es más intención que realidad.

Aunque el movimiento puede ser global, lo concreto es que las acciones afectan a Estados concretos, y pueden ser peligrosas para ciudadanos concretos, precisamente por ser ciudadanos de Estados nación. El caso más serio, Bradley Manning, es un buen ejemplo. Un soldado raso homosexual obligado a ocultar su identidad sexual, de familia pobre y con ambiciones intelectuales que no podía realizar por falta de recursos, Manning parece haber actuado sin intención política si no más bien por una mezcla de búsqueda de reconocimiento con ganas de fastidiar a sus superiores y al sistema. Es decir, lo que habitualmente sería llamado entre los "nativos digitales" como un troll: un personaje interesado en el efecto de sus acciones sobre sus interlocutores, pero desinteresado en las consecuencias reales más allá del acto mismo. Manning está siendo tratado de manera medieval por los Estados Unidos y tiene ante suyo la perspectiva de pasar el resto de su vida en prisión.
Si bien es cierto que ningún Estado nación toleraría que un militar revele secretos de Estado, lo que Manning puso a disposición de Wikileaks fue más bien intrascendente, a excepción del video del ataque en helicóptero que produjo  en la muerte de dos fotógrafos en Iraq, donde lo más impactante no era el acto mismo sino la actitud de la tripulación, más cercana a adolescentes jugando Call of Duty que a personas conscientes de estar matando seres humanos. Sin duda de interés global, el video sirvió para poner a Wikileaks en el primer plano. Pero lo importante es ponderar no el interés, sino el efecto. Las consecuencias políticas fueron bastante tenues, dado que la guerra en Iraq estaba en su fase final, tras haber insensibilizado a muchos en el mundo entero sobre la violencia y las muertes ocurridas en ese conflicto confuso, fundamentalmente inmoral pero sobre todo desastroso en tantos planos para los EE.UU. Fuera de los EE.UU, el impacto fue más el ruido periodístico, seguido del olvido pronto, que otra cosa.

Todo lo demás que ha hecho Wikileaks, incluyendo los cables diplomáticos, ha sido relativamente menor y de poca o nula importancia real. No es que los Estados Unidos. sean un ejemplo perfecto de "sunshine", pero ciertamente en un país con prensa cuestionadora, oposición política activa y al mismo tiempo consensos políticos básicos sobre la defensa y las relaciones exteriores, no es mucho el daño que se puede hacer con cuentos como estos; por otro lado, los países como el Perú no son tan fácilmente vulnerables, porque las disfuncionalidad que permite situaciones como los petroaudios no se soluciona con hacerla pública.

Donde Wikileaks podría ser fantástica sería en países autoritarios; precisamente en aquellos en donde el modelo de ciudadano activista tiene más riesgo, y donde el impacto ha sido mínimo. Una explicación posible es que la información está mucho más cuidada; otra es que los activistas tienen que medir qué hacen, bajo riesgo severo (pensemos en Anna Politovskaya). Otra es simplemente que el grado de impacto del revelar información confidencial es proporcional al impacto político posible: Putin no dejará de ser el zar de la nueva Rusia porque alguien publique sus cables diplomáticos, mientras que Obama por lo menos tendrá que responder. El entusiasmo periodístico en el Perú no hará que sea más fácil revelar secretos y quebrar la vocación autoritaria de un Hugo Chávez.
Ahí reside el problema de Wikileaks, extrapolando el daño que le hizo Assange y su narcisismo: sin importar las intenciones, el alcance depende de cada ˝polity", de cada realidad política concreta. Habrá la posibilidad de revelarlo todo pero "todo" se define de maneras distintas por el contexto político que crea secretos, que los hace más o menos accesibles, o que les da un contexto en el que impactar. Más allá del sueño hacker de la transparencia global; más allá de la exageración fundamentalista que llevó a creer que revelar es bueno por sí mismo, sin importar las consecuencias sobre individuos concretos; la política sigue siendo nacional, y la transparencia tiene que ser considerada localmente.

Por eso, Wikileaks solo será una nota a pie de página, que sirve para demostrar que más allá de las intenciones de los activistas y los entusiasmos tecnológicos, el Estado nación sigue siendo el rey, y el individuo empoderado por la vida digital será más libre en cuanto el poder estatal esté moderado por fuerzas políticas mayores, no por hackers lejanos.

Publicado el 29/08/2012 en Noticias Ser

domingo, 2 de septiembre de 2012

La ley y el orden.pe



Las leyes existen para protegernos, o al menos eso nos dicen en el colegio. La edad nos lleva a darnos cuenta que el dicho “hecha la ley hecha la trampa” es más bien “hago la ley para que sea tu trampa”. Esto ocurre a todo nivel, y está sucediendo, hasta cierto punto, con un proyecto de ley aceleradamente llamado “ley Beingolea” que, en realidad es la consolidación de un conjunto de proyectos de varias bancadas que podríamos resumir en el nombre de Ley de Delitos Informáticos.

¿Cuál es el propósito de esta ley? Codificar los delitos informáticos más serios, incluyendo el robo de identidad y la suplantación de identidad por una ficticia, como forma de eludir la acción de la justicia. No son, a priori, malas ideas, pero la ejecución lo es y la crítica también, aunque por razones completamente distintas. El resultado nos muestra lo disfuncional del proceso legislativo, la ausencia de la política en estos temas, y la urgencia de un debate nacional más articulado y menos puntillista.
Hay varias críticas puntuales sobre artículos innecesarios o excesivamente represivos, como el 23 que decide que los números telefónicos e IP no están protegidos por el secreto de las comunicaciones, lo que parece una invitación a la transgresión de esos datos por terceros, que es exactamente lo que la ley busca evitar. Hay también muy bien razonadas y escritas críticas al conjunto, provenientes de activistas internacionales, que vale la pena revisar. Pero lo importante no me parece que resida ahí, sino en lo que podríamos llamar el impulso de “ley y orden” que lleva a crear una propuesta como esta.

El congresista Beingolea ha dicho que la ley no es de su hechura, pero la defiende como responsable de la Comisión de Justicia del Congreso, cosa que hace con convicción, fluidez y autoridad, pero no por ello deja de mostrar una clara tendencia conservadora, ya que para él,en el Perú vivimos en el reino de la impunidad, lo que con la modernidad y las nuevas tecnologías se ha extendido a toda la ciudadanía, con lo que cualquiera tiene el derecho de hacer lo que quiera protegido por el anonimato. Suena tremendo y es completamente desproporcionado. El reino de la impunidad que señala Beingolea se refiere no tanto a crímenes sino a excesos de la libertad de expresión, a lo que hace referencia al decir que es periodista. Si es así, entonces la ley de delitos informáticos está metiéndose en mares procelosos, porque parece preocuparse tanto de las mafias que hacen skimming de tarjetas de crédito con los trolls que difaman a la alcaldesa en los comentarios de las notas de La República.
En otras palabras: la noción que todas las formas de transgresión que usan dispositivos digitales deben estar incluidas en una misma norma produce un resultado que podemos resumir con un viejo refrán: “Si solo tienes un martillo, todo te parece un clavo”. La escala de represión aplicable a la mafia rusa o alguien que se baja un “torrent” de la inauguración de las Olimpiadas resulta siendo comparable: todos son delincuentes informáticos.

Esto hace que la norma, tal como está siendo planteada, no resulte saludable y merecería una conversación con dos propósitos: para qué la necesitamos y para qué tendríamos que optar por estas miradas que tratan de abarcarlo todo en una sola norma sin reconocer la diversidad. Puedo entender que el número IP no esté bajo el secreto a las comunicaciones, como no lo está mi número de teléfono: este secreto protege lo que dices, no el common carrier, el medio a través del cual se dice lo que está protegido. Esto no es óbice para que me den una explicación a partir de mis derechos como ciudadano que puede sufrir una transgresión, antes que en las necesidades de la policía para hacer una investigación cuando se supone necesario contar con ese dato.

El problema es que la oposición a la norma no ha sido muy buena. Inspirados en campañas internacionales más bien formalistas y propias de realidades políticas distintas, el conjunto de los opositores proviene del bando que podríamos llamar “hackactivistas”, gente que usa intensivamente la Internet y que considera que proteger su libertad, entendida esta de la forma que sea, es primordial antes que cualquier posible bien social que podría resultar de alguna forma de represión. No necesariamente comparto este punto de vista, pero creo que el principal problema ha sido centrarse en la narrativa interna del “hackactivismo” y no en el problema político más amplio: la protección simultánea de la libertad y el bienestar de los ciudadanos. Principios como el de la neutralidad regulatoria no son rescatados tanto como se debería, a pesar que este proyecto es desproporcionado en penalizar lo que ocurre en el ciberespacio con mucho más énfasis que aquello similar que ocurre en la vida “real”.

El proyecto de ley es represivo en exceso, lo que quiere decir que en la realidad peruana será mal usado por una policía y un Poder Judicial que no investiga lo que debe sino lo que quiere, y que podrá usar las herramientas de la norma según las presiones del poder político o de poderes fácticos. En ese sentido, no es una norma saludable aunque no diga realmente nada nuevo. Tampoco es saludable seguir con la esquizofrenia legal del Estado peruano, que saca leyes que se contradicen en intenciones: banda ancha para todos, pero cuidado con usarla mal porque te metemos preso.
Finalmente, cuando le pusieron #leybeingolea a este proyecto, los opositores cometieron un error táctico impresionante: Alberto Beingolea será conservador, y será callado objeto de burla por su pasado televisivo, pero es un congresista articulado, con convicciones y con mucho manejo mediático, que sabe sacarse de encima a entrevistadores de todo calibre. El resultado es que el proyecto parece mucho mejor y más coherente de lo que es, porque el mensajero es bueno. En un escenario político en donde poco o nada permite discutir temas de fondo, las batallas tienen que plantearse bien, y el error de poner al frente de los adversarios a uno de los pocos congresistas que no parece estar ahí por accidente tiene grandes consecuencias.

Este dictamen muestra bastante bien lo mal que está nuestra política, y por eso debería ser aireado, discutido de nuevo y sobre todo, reorientado a servir a todos los ciudadanos, no sólo a los que se sienten -con razón o sin ella- amenazados por potenciales males informáticos. Para el grueso de los peruanos, los beneficios de un entorno de baja represión como la Internet son mucho más importantes que sus potenciales peligros. ¿Qué tal si comenzamos por ese principio antes de ponernos alarmistas, señores congresistas?

Publicado el 16/08/2012 en Noticias Ser.