domingo, 26 de abril de 2020

Pandemia con vista, VI: qué hacer con la educación

La demanda creciente, altisonante, desinteresada en el diálogo, alrededor de reducir el precio de la educación privada en el Perú, resulta siendo un ejemplo perfecto de la completa falta de visión con la que observamos la pandemia y sus efectos de mediano plazo.

El Perú tiene un exceso de oferta privada educativa por dos razones: el auge de las pasadas décadas coincide con lo que la región ha visto como patrón, la disminución de la oferta pública y la liberalización de la oferta privada, en educación escolar y terciaria. Demasiados colegios y universidades que llenan vacíos que el crecimiento de la demanda y la búsqueda de des-elitización de la oferta han ido creando.

Pero además, en el Perú el abandono de los colegios y universidades públicos es anterior, y más insidioso. A diferencia de Argentina o Mexico o Colombia no tenemos en la Universidad de San Marcos un líder absoluto, incuestionable, de escala nacional; similarmente, los colegios públicos fueron convertidos hace mucho en páramos a donde solo va el pobre, y una señal de estar dejando de serlo es usar algún colegio privado, sin importar si es bueno o no.

Ahora llega la pandemia y la combinación de desidia y reimaginación colectiva de la educación, cortesía de los procesos de 60 años y 20 años, se demuestran agotados. La educación es un derecho pero es un servicio, subregulado por el Estado en lo económico aunque intente ejercer cierto control en lo académico. A nivel escolar la situación es terriblemente dispersa, mientras que a nivel terciario la oferta pública ha mejorado pero no lo suficiente como para hacer posible que muchas universidades privadas no sean atractivas.

La demanda por un descuento radical de las pensiones (50% pide la fantasmal Federación de Estudiantes del Perú, que ejerce su irrelevancia con convicción; en colegios muchos andan por ahí también) descansa en dos argumentos: lo que se contrató no fue esto (educación a distancia digital), que además es inferior y más barata de realizar que la educación presencial. De parte de las universidades y colegios el argumento en contra de la reducción de pagos es casi especular: es lo que se puede ofrecer dadas las circunstancias, y los costos realmente no son tan distintos, si es que no mayores.

Pero el problema no reside en los argumentos, sino en los principios desde los que se formulan. Sea por razones ideológicas o políticas, algunas organizaciones como la FEP piden el descuento porque es lo que deben hacer para mantenerse o lograr relevancia; los estudiantes lo piden porque, legítimamente en muchos casos, no es posible pagar los mismos precios dado el colapso económico. No es necesario un análisis específico de las condiciones de cada uno de los estudiante, sino que el descuento debe ser general, ciego, "en favor del pueblo", y sin mayor consideración por la salud de las organizaciones que brindan el servicio.

Entonces la lógica transaccional como se entiende la política y las relaciones sociales, aparte de la educación, queda clara. No es encontrar algo que funcione, sino satisfacer mi demanda. El otro es inevitablemente flexible y capaz de lidiar con la incertidumbre, mientras que yo no puedo comprometerme a nada. Y además cuando todo termine podrán componer los problemas; y debieron estar preparados para estos problemas, para eso cobran lo que cobran.

De parte de las organizaciones educativas, incluso de aquellas que no quieren reducirse a una lógica transaccional, la preocupación es la preservación institucional. Si no se pagan sueldos, si no se tienen los fondos para garantizar que las instalaciones estén funcionales, sino se sostiene la maquinaria burocrática, ¿qué sobrevive? ¿un cascarón? Pero es cierto que la presión económica es brutal, que las fuentes complementarias de ingresos han caído, que los costos no de la misma manera. Mantener los sueldos y no despedir a nadie aparece como un imperativo, pero ¿es viable sin ingresos?

Para muchos "usuarios" de la educación, la cosa está clara: no es su problema. Si no están usando los servicios, entonces no tienen por qué pagarlos. Si ellos no están recibiendo los mismos ingresos, no tienen por qué preocuparse de los ingresos de los demás. Si no me dan lo que se supone me debían dar, entonces no tengo por qué pagar lo mismo. Es simple pero apabullante: la realidad es que no importa el mediano o largo plazo, no importa qué pasará con la institución, lo inmediato gana.

Claro, lo inmediato nos importa a todos. Pero renunciar al largo plazo es ejercer el corto placismo hasta el suicidio. Nadie parece pensar que si un colegio se ve obligado a bajar sus pensiones al 50%, terminará pronto de dejar de funcionar; ¿quién lo reemplazará? Cuando vuelva "la normalidad", ¿quienes tendrán el dinero para montar escuelas? Lo mismo de las universidades, que tal vez puedan seguir funcionando, pero si las reducimos a la mínima expresión será difícil que realmente puedan ser buenas universidades.

Todo esto revela la miseria de la victoria del fujimorismo. No solo hemos aceptado que la educación privada es lo natural: hemos aceptado que tratarla como si fuera una bodega o un restaurante, un servicio de bajo costo institucional y fácil de reemplazar, es lo natural. No exigimos mejor educación sino que la educación sea como la quiero: funcional y barata, y sobre todo que si no me gusta cambie de inmediato.

Esto en medio de todo, es un drama menor. Si en unas semanas, digamos a mediados de mayo, la cantidad de muertos nos convierten en un desastre y comienzan realmente situaciones descontroladas de violencia, pensar en el costo de la educación privada será una banalidad al lado del colapso social y político. Podemos terminar muy mal, con muertos por miles, violencia desbocada y represión sin control, hasta que el virus haga que los que ya no pueden aguantar más y optan por el desborde, terminen muertos. Una catástrofe de proporciones existenciales. Nadie estará pendiente de clases virtuales o costos de pensiones si los peruanos mueren como moscas.

Pero puede que no ocurra, que no estemos ante una catástrofe existencial. Hay que pensar en el futuro, pero no como "la nueva sociedad" que vendrá, sino como un horizonte, difuso e impreciso, al cual hay que llegar con algo funcionando, con ciertos componentes capaces de mantener niveles de operación adecuados. La educación debería ser uno de ellos.

Quizá más en la educación universitaria que en la escolar, hay demasiados componente del sector privado de los que no se puede prescindir. Sin duda no soy un observador independiente: mi relación de 30 años con la PUCP me hace pensar con claro foco personal, pero también nacional, en la necesidad de evitar su deterioro hasta donde sea posible. Pero también hay que pensar en otras universidades que hacen su tarea, o que intentan hacerlo en serio. Preservarlas con un mínimo de integridad es una necesidad nacional.

A nivel escolar es menos claro, dado que la calidad no viene garantizada por el ser colegio privado; pero igual, dejar que desaparezcan pensando que el sistema público se hará cargo es de una ignorancia mal intencionada. Si aun ahora no hay suficiente oferta de calidad en la educación pública, ¿como diablos hacer para que de súbito y luego de una pandemia que destrozará los ingresos fiscales, los colegios estatales sean suficientes y suficientemente buenos para reemplazar la oferta privada?

Una situación como esta no es fácil de solucionar. Pedir dinero público para los colegios o universidades privados es injusto si primero no se abastece plenamente al sector público. Pedir sacrificios radicales a los padres y madres es insostenible.

Pero al mismo tiempo, si se descapitaliza y debilita a la oferta privada, por años (esto no va a terminar el 2020, por favor...), entonces no habrá nada más. Si las pensiones de una universidad como la PUCP caen por ley a 50% de su costo actual, sin duda sobrevivirá; pero lo que se ha intentado hacer por décadas para convertirla en una institución de calidad internacional, simplemente se perderá. El daño no será inmediato, sino de largo plazo, más allá de la pandemia.

No tengo idea del punto ideal. Pero pensar en términos inmediatos solo nos traerá daños de largo plazo. Buscar alternativas sensatas, que pueden incluir cierta reducción pero sobre todo asistencia focalizada, sacrificio de ciertas actividades o planes, y dedicación a tratar de mantener la calidad educativa dentro de las limitaciones de la educación a distancia, son los pasos indispensables. De parte de los estudiantes, se necesita exactamente lo mismo.

Del Estado, uno esperaría liderazgo, que alguien sea capaz de plantear los problemas como algo de fondo y de relevancia colectiva, no que se ponga de costado, o que opte por dejar la iniciativa a los desesperados congresistas que solo buscan validar su existencia proponiendo lo que pide la calle, sin imaginación para pensar en el país de mañana, solo en el titular de mañana.

Pero en realidad todo lo anterior no es lo importante.

Lo importante, lo crítico, es si lograremos mantener la sensatez y tratar de pensar en soluciones más allá de la demanda individual y la respuesta inmediata. Ambas partes, ¿podrán imaginar una ruta que nos permita que en el 2022 o 2023 podamos volver a la "normalidad" medianamente enteros, medianamente funcionales? ¿O todo lo sacrificamos al altar de mayo de 2020?

Salvar al Perú es más que solo pasar el pico de contagios de la primera ola de la pandemia. Es imaginar qué necesitaremos para reiniciar el país cuando se pueda. El verdadero desafío de la pandemia es hacernos pensar en como sentar las bases para reconstruir el país cuando se pueda iniciar esa tarea. La educación será indispensable, lo que nos obliga a buscar como preservar lo que sirve de lo actual para usarlo en el futuro. Más allá de los intereses individuales, es el norte que no debemos perder de vista. Ojalá lo logremos.

miércoles, 15 de abril de 2020

Pandemia con vista, V: el futuro que todos pretenden ver

Un mes de encierro da perspectiva. Aparte de la contemplación, el ritmo finalmente aparece, y uno se las arregla para hacer lo que tiene que hacer --o al menos algo de lo que se tiene que hacer-- y además se lee y ve mucho que puede servir para pensar las cosas que ocurren. Por ejemplo, uno se da cuenta que por más que se intente compensar, la carencia de una buena educación científica es un problema, que impide realmente entender lo que están haciendo los científicos en todo el mundo. También esa carencia impide discernir plenamente si todos los que meten su cucharón estadístico en este cocido tan complicado y enorme realmente saben lo que hacen. La sospecha que desde un solo saber no se puede realmente intervenir en un debate tan complejo emerge, pero hay realmente pocos que pueden pretender entender todos los ángulos y decir quién está realmente perdido.

También aparecen discusiones en la que uno no quiere participar porque la verdad, son demasiado efímeras o irrelevantes. Surgen además motivos de orgullo o alegría, de desazón o desconsuelo, y sobre todo la sensación que no importa como y cuando termine esto, lo lógico sería pensar en todo lo que se ha puesto en evidencia sobre nuestra sociedad y en cómo cambiarlo.

Lo cual lleva a la pregunta por cuál es nuestra sociedad. Cualquier pandemia expone la constitución misma de la sociedad a la que afecta, en el sentido que más allá de las grandes diferencias que pueden existir entre comunidades, naciones o estados, la capacidad de las enfermedades para afectar a todos es una señal del grado de integración global en el que se vive; o incluso mejor, de la definición efectiva de "global" en la que vive una sociedad. La pandemia de Justiniano o la Peste Negra no solo son lejanas, sino que fueron "globales" a pesar de ser "locales": ambas afectaron a Eurasia, matando millones, y sin duda también el Africa mediterránea: pero el Africa sur-sahariana, las Américas, Oceania, no eran parte del mundo en ese entonces, si no tangencialmente, o directamente eran desconocidas. El resultado fue que sin alcanzar el planeta entero, esas pandemias fueron globales.

En cambio, la Gripe Española alcanzó al mundo entero, lenta pero segura, y mató millones en todas partes, en tres oleadas durante dos años. Un mundo global vivió su primera amenaza global, pero la respuesta estaba enmarcada en la realidad de la época, hacia el final de un guerra mundial que había comprometido la seguridad sanitaria de casi todas las potencias mundiales, y con la ciencia médica lejos de contar con los conocimientos y capacidad industrial de hoy.

La pandemia del coronavirus es la primera que realmente ha detenido al mundo globalizado de la actualidad. Pero la globalización es un factor central de los efectos de la pandemia: toda la economía global se organiza alrededor de cadenas de producción des-nacionalizadas, dependientes tanto de tecnología de información y comunicación para fluir sin detenerse, como de cadenas de suministro y distribución que aunque no tan visibles, garantizan que todos los países tengan acceso (disimil y desigual, pero acceso) a productos y servicios globalizados. Los servicios sufren menos (Netflix funciona bien) pero los productos comienzan a perderse en medio de la disrupción que la pandemia produce: medicinas indias, equipos chinos, ropa de Bangladesh o Vietnam, espárragos peruanos, todo deja de moverse conforme el mundo se atrincheran tras sus fronteras nacionales.

La pandemia es globalizada, y en cierta medida la respuesta es global: pero en realidad, para las personas de a pie, la pandemia es la que ocurre en tu país, en tu estado nación. Así no nos guste, los peruanos tenemos que lidiar con la divergencia entre liderazgo estatal adecuado y capacidad efectiva en el terreno realmente lastimosa. En hospitales mal equipados donde no hay liderazgo ni capacidad ejecutiva, los mandatos presidenciales se desvanecen; y las limitaciones de nuestro estado y nuestra sociedad de hacernos responsables por lo que realmente importa quedan en completa evidencia.

Pasamos casi una década jugando a que las niñerías y contubernios de unos corruptos eran importantes para el país; que la inversión sola crearía riqueza y que por ello había que tolerar y aplaudir a los asesinos, cobardes y corruptos de siempre, y sus sucesores sin mérito. Abandonamos la idea de la responsabilidad colectiva por el crecimiento económico inherentemente desparejo y desigualitario. Ahora que vemos que necesitamos estado; que ni las fantasias libertarias --convertidas en cantaletas de señorones irrelevantes refugiados en una prensa onanista-- ni el caos creativo nos llevan a ninguna parte cuando necesitamos estado; pero que la sociedad peruana, jamás un ejemplo de orden y responsabilidad colectiva, no ayuda nada. Desde el pituco que no puede vivir sin que le carguen las cosas al camionetón hasta el pobre que no puede salir a comprar sino en grupo, nadie parece darse cuenta que la precariedad y el desorden son nuestros mayores enemigos; que no es la falta de ventiladores mecánicos o camas UCI lo que nos puede matar, es la falta de un sistema de salud real, capaz de adaptarse a la realidad de manera humana y efectiva.

Pero la otra realidad evidente es que la globalización ha empequeñecido nuestra capacidad de responder a la pandemia, porque nos ha regalado placeres sin asumir responsabilidades. No hay un sistema global de respuesta a la pandemia: la OMS es finalmente un componente que negocia con las potencias, y cada país baila a su manera. Cuando EEUU asume el liderazgo de algo lo hace porque le conviene, en diversidad de dimensiones es cierto, no solo por pura conveniencia económica; pero ahora ese país tiene a un pobre diablo incapaz de entender nada que no sean sus pulsiones primarias, y que ha reducido todo a un juego de acarícienme el ego; China no está en condiciones efectivas de liderar globalmente; Europa no sabe si es Europa o el Pacto Andino... No hay nadie que pretenda compensar la ausencia de un sistema global, que es lo que necesitaríamos para enfrentar esta situación.

Y localmente, tampoco lo hemos hecho. Más allá de la mención en nuestros pasaportes, la Comunidad Andina es un edificio en el Paseo de la República, que no ha servido para crear mecanismos, por ejemplo, para garantizar seguridad sanitaria regional. Ya ni mencionemos las multiples almas en pena que pululan por la región, esos intentos fallidos de integración mayor: el zombie OEA, el fantasma de UNASUR. Nunca hemos podido trascender nuestros pequeños estados nación para prepararnos para lo que realmente sería importante, como salvarnos la vida.

Lo que nos lleva a la paradoja máxima que la pandemia ha puesto en primer plano: hemos construido un mundo globalizado para el negocio donde todo lo demás es soberanía nacional, pero donde la soberanía nacional ha terminado por ceder terreno, demasiado terreno, a la fluidez económica, a la facilitación del comercio.

Esa es la tarea difícil que debería preocuparnos: no el fin del capitalismo o fantasías similares, sino como hacer para que los estados nación, con los que parece viviremos mucho tiempo más, recuperen la capacidad de gobernar efectivamente sus territorios (o la obtengan) mediante la cooperación orientada a la calidad de vida; en vez de simplemente entregarle soberanía al mercado para luego no tener como enfrentar los desafíos que tenemos delante: ahora es el COVID-19, pasado mañana, la emergencia climática.

Si no podemos generalizar la globalización y crear un gobierno planetario, debemos rehacer la relación del estado nación con la soberanía, el comercio y la acción estatal. Como lograrlo debería ser el debate de los próximos años, incluso mientras contemplamos la posibilidad de perder los privilegios que la globalización le ha dado a algunos.