El suicidio de Aaron Swartz nos convoca alrededor de una situación confusa e injusta, pero que tiene raíces concretas en un conflicto político que puede definir nuestra vida digital.
Swartz, de apenas 26 años, era un hacker natural, del tipo que a los catorce años ya era un innovador de los estándares técnicos de la Web, y que además abrazaba radicalmente el imaginario hacker, que se puede resumir en la frase “la información quiere ser libre”. Su postura se enfrentaba con la legislación altamente represiva que los EEUU han montado en las últimas dos décadas, y por ello cuando Swartz decidió “liberar” contenidos de una popular base de datos académica, JSTOR, como una acción de “acceso abierto de guerrilla”, fue denunciado por robo bajo leyes federales con penas muy severas. El proceso judicial lo ponía en riesgo de una condena de 50 años, peor que las de narcotraficantes, por la manera como el fiscal valorizó el daño económico, y la manera como los jueces federales en EEUU están sometidos a restricciones sobre cómo determinar las penas en estos casos.
Aunque no se conocen los motivos del suicidio, la insinuación de muchos allegados a Swartz es que la perspectiva de arruinarse financieramente, y de perder el juicio, combinada con problemas de depresión, se unieron para llevarlo a actuar de esa manera. Una tragedia sin duda, pero que debería servirnos para iluminar el debate de fondo.
Swartz representaba una corriente radical en el movimiento del openness, que busca aprovechar las facilidades técnicas que brinda la Internet para facilitar al máximo a contenidos de todo tipo. Como todo movimiento hay tonalidades: desde Creative Commons, que propone que los creadores intelectuales liberen sus nuevas obras, pasando por proyectos como PLoS o Internet Archive, que facilitan la distribución de los contenidos, o por Wikimedia; y en el otro extremo Wikileaks y todos los que plantean que la información no solo quiere, sino que debe ser libre, y que no se debe crear restricciones legales o técnicas. Swartz llegó, como se mencionó, a proponer una guerrilla de acceso abierto, lo que es solo comparable a la actitud final de Wikileaks al liberar cables diplomáticos sin consideración a las consecuencias.
No hay duda alguna que las acciones sobre JSTOR fueron ilegales, desde el acto de intervenir físicamente un punto de acceso a la Intranet del MIT hasta la circulación de contenidos que se distribuye bajo suscripción. Del otro lado, el argumento que es un “crimen sin víctimas” niega la posibilidad de prejuicio económico para los productores de la base de datos, lo que es al menos discutible. La agresividad legal es, sin embargo, producto de la capacidad de las industrias de contenidos para promover legislación que sobre valora estos crímenes y su impacto económico, y que es parte de la lenta conversión del Estado contemporáneo de un campo de negociación entre multiplicidad de actores políticos en un ejecutor de intereses comerciales transnacionales.
El estado informacional, como lo llama Sandra Braman, dedica muchos recursos a garantizar el bienestar de las corporaciones transnacionales, no solo en el campo de la información y los contenidos, sino en general, porque estas empresas se han convertido tanto en financieros de los actores políticos, como en la base del crecimiento económico sobre el cual descansa el bienestar de los países. Ergo, las corporaciones obtienen más respaldo que los individuos, y en particular los ciudadanos deben respetar a las corporaciones con mucho más énfasis que lo opuesto. La situación de Swartz es pues resultado de esta desproporción.
Por su parte, la mirada libertaria de Swartz está fundamentada en una percepción casi anarquista de la relación entre sociedad e individuo, en la que es imposible que los individuos sean representados fielmente por instancias organizadas, y es necesario que cada individuo sea capaz de actuar por su cuenta en búsqueda de sus intereses y beneficios. El hacker, como ser libre que resuelve los problemas en asociaciones breves y precisas con otros individuos similares, busca tener acceso a todo lo que le interesa en sus propios términos.
Los hackers como Swartz plantean una equivalencia moral confusa: las posibilidades de la técnica deben determinar las opciones de circulación de la información, no los intereses que aquellos que hayan creado la información o los mecanismos para circularla. Es una idea que suena atractiva pero que es poco viable en el contexto general de una sociedad capitalista, a menos que se considere como la única forma de generación de ganancia aquella que se basa en la innovación tecnológica digital. Swartz, que se hizo millonario como uno de los fundadores de Reddit, es el resultado de una economía de especulación en donde el valor mercantil no es comparable al valor intrínseco de los bienes digitales, especialmente porque dichos bienes no tienen cómo ser valorizados objetivamente. La especulación bursatil sostuvo a personas como Swartz pero también les puso límites, puesto que es la búsqueda de retornos por las empresas de contenidos la que crea las restricciones a la circulación de contenidos.
A la larga, la opción de Swartz es tan valida como la de un Murdoch: cómo hacer dinero en el capitalismo depende de cómo se crea valor a través no solo de la innovación, sino de la consolidación de un régimen económico y legal en el que mi manera de hacer plata está protegida por el sistema. La propuesta de Swartz se dio contra las realidades del capitalismo global digital, y su entusiasmo activista lo llevó a acciones que lo pusieron en un enorme riesgo personal.
Su suicidio es una tragedia, pero el debate sigue en pie, quizá con más tonalidades que el blanco y negro que gente como él propone: ¿cuál es el equilibrio entre los intereses, egoístas o colectivos, económicos o culturales, de los individuos, y el accionar del capital? En el fondo, es una nueva versión de un debate que desde Adam Smith atormenta a los comentarios del capitalismo. Ojalá que su muerte ayude a mirarlo con más amplitud.
Publicado originalmente en Sophimania.pe, 14/01/2013
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