No fui alumno de Luis Jaime Cisneros; apenas asistí a alguna clase o charla, y conversé con él al paso. Constaté su perspicacia para entender, a través de un examen anónimo, los talentos y las inclinaciones de sus alumnos; me asombré de su calmo, discreto histrionismo, que hacia clases llevaderas y donde las ideas clave eran machacadas sin que se notaran los énfasis.
En suma, mi recuerdo es el del humanista, el académico curioso que transmitía esa curiosidad a las personas, esas ganas de entender qué nos produce fascinación en las obras humanas, pero sin perder la fascinación en el proceso.
Mi impresión, desde ese entonces, desde ese lejano verano tardío de 1983, es que el humanismo como actitud académica parte de reconocer la singularidad de las expresiones, de las obras humanas, y al mismo tiempo su esencial incomprensibilidad. No podemos entender de dónde salen, por qué son como son, sin perder la fascinación. Entonces primero es necesario alimentar el asombro, aprender a deslumbrarse con más y mejores herramientas.
Una acepción de cultura, pues, que fortalece nuestra capacidad de asombro ante la belleza de las obras humanas. Adueñarnos del corpus literario, histórico, filosófico, y ahora mediático, es la única manera de desarrollar nuestro gusto por el deslumbramiento estético. Enriquecido por esa incesante curiosidad, el ser humano entonces se detiene y analiza, estudia y escribe sobre esas obras humanas. Solo cuando entendemos las distintas maneras y rutas del deslumbre, es que tiene sentido estudiar el origen tanto de las obras, como del deslumbre. A fin de cuentas, los que crearon esas obras fueron deslumbrados, y quisieron transmitirnos su energía estética, su pasión por el goce.
Este goce no se queda quieto, y creo que los últimos años, de cambios profundos de nuestra vida estética gracias a la abundancia digital, han traído varios desafíos. La novedad, la liviandad, la velocidad, nos crean la impresión que es fácil ir tras experiencias estéticas sin ancla, sin origen claro, o pastiches de pastiches que solo cobran sentido en la medida que son claramente objeto banales y efímeros. Más bien, la vida digital nos abre la puerta a la abundancia de experiencias, propias de ella y vicariamente reflejadas en ella, que deberían fortalecer la actitud humanista.
La creación artística compleja requiere de algo más que herramientas o plata: requiere de imaginación y de disposición al goce estético sofisticado. Recoger ese goce y repetir el deslumbre son tareas más simples que antes cortesía de las computadoras, las redes y demás. Si en el camino rescatamos la actitud de conversar, de compartir el asombro y de diseminar la sorpresa, entonces estamos en el escenario perfecto.
Creo sinceramente que la actitud humanista esencial yace en el respeto por el renovado goce de las obras humanas. Creo que es algo sin lo cual no somos más que veletas a disposición de los mercachifles del entretenimiento, sin conciencia de la riqueza que nos envuelve. Creo que es la mayor razón para estudiar no tanto las humanidades, sino las obras humanas, con actitud humanista.
Pero por encima de todo, creo que ese es el legado más poderoso de Luis Jaime Cisneros, y la tarea más crítica que la PUCP tiene que desarrollar.
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