martes, 21 de diciembre de 2010

Una noche en Heathrow (parte 1)

Siempre me han fascinado los aeropuertos. La combinación de funciones precisas y ansiedades humanas, la superposición de claridad de propósito con ausencia de contexto, la posibilidad de conocer gente fascinante o de confirmar todos los prejuicios sobre la humanidad que uno pueda tener.

Sin embargo, y tras haber visitado aeropuertos grandes y pequeños, nuevos y antiguos, organizados y caóticos, me faltaba la experiencia final: perder un vuelo por "acto de dios", esa frase anglosajona tan deliciosa que indica que la naturaleza se ha impuesto sobre las intenciones humanas; y ciertamente, con el resultado de este acto divino: quedarme varado en una terminal.

El sábado 18 de diciembre, un día antes de mi regreso al Perú tras 10 productivos y entretenidos días fríos pero snow-free en Inglaterra, no estaba pensando para nada en esta situación, por una razón muy simple: habiendo visto cómo siguen funcionando aeropuertos en circunstancias mucho peores, los quince centímetros de nieve que cayeron en la mañana de ese día sobre Londres no parecían particularmente intimidantes. Por favor. No es una tormenta de nieve, es simplemente una respetable pero localizada y no muy grande cantidad de nieve.

Pues la pérfida Albión no sabe lidiar con esas cantidades de nieve. Un país de lluvias constantes pero tenues, y ocasionales nevadas ligeras, cuando lo someten a un tormento así como que el espíritu nacional colapsa. Porque Londres podrá ser una de las ciudades más espectacularmente cosmopolitas de la tierra, pero Inglaterra sigue teniendo un carácter blando, suave, que solo se rebela cuando la atacan o tiene que atacar. Incluso en estos tiempos de chavs y yobs, Inglaterra es un país de cerveza tibia, comida sin sal y cortesía sin pasión, ese país que memorablemente fue descrito hace unos cincuenta años por George Mikes en una frase demoledora: continental people have sex life; the English have hot water bottles.

Entonces, cuando la nieve tiene la descortesía de caer con énfasis y agresión, y como no se le puede enviar a los Royal Marines encima, Inglaterra se desconcierta y no sabe qué hacer. En la mañana del sábado estaba yo en otra ciudad viendo por televisión cómo se desenvolvía la tragedia, y lo contradictorio de las decisiones: BA (British Airways) decidía radicalmente no volar por ocho horas, mientras BAA (el administrador de los aeropuertos) decía que iban a mantener las pistas abiertas. Stiff upper lip; keep calm and carry on: las actitudes inglesas frente a los problemas.

Pero en realidad BA tenía razón: el aeropuerto no pudo mantener el ritmo necesario de despegues y aterrizajes y simultáneamente limpiar las pistas con la velocidad requerida ante la cantidad de nieve que caía tan de pronto. El resultado fue una acumulación de nieve que no se pudo controlar y que no solo inhabilitó las pistas, sino que congeló en su sitio a los aviones, que no podían moverse. No importa que desde la media tarde del sábado 18 no haya caído nieve en cantidades significativas, igual Heathrow estaba fuera de servicio.

En estas circunstancias, e igualito que en la guerra, la primera víctima es la verdad. Imposible saber qué ocurre usando la web, que solo recomienda que se llame por teléfono a cada aerolínea. Imposible comunicarse con las aerolíneas, que tampoco saben qué hacer porque es sábado por la noche y no parecen tener planes de contingencia. Mucho menos con Iberia, que mantiene esa impaciencia tan hispana en el servicio a los clientes, esas respuestas agresivas en tono de "no es mi asunto y si insistes te pego", ese "tómalo o jódete" tan encantador con el que te tiran un papel con números telefónicos inútiles, que hace imposible no desearles que su economía quiebre y vuelvan a enviar gastarbeiter a Alemania.

Ante la completa falta de información, solo queda un acto desesperado: ir al aeropuerto y ver qué está pasando en el terreno. Quizá fue apresurado, porque tenía hotel (uno muy simpático) en la ciudad en la que estaba, y la verdad es que resultaba relativamente obvio que el aeropuerto no estaba funcionando, y si el avión que venía de Madrid para hacer el regreso en la mañana de domingo no había llegado, evidentemente se cancelaría mi vuelo. Pero algo me dijo, desde mi pasión por los aeropuertos, que quizá sería interesante ir a ver la verdadera historia desde el terreno. Luego se podría intentar un repliegue de ser necesario.

Ergo: a Londres. Primero el viaje en tren con pausa en Woking, en donde está McLaren, para tomar un bus que no estaba en servicio ese día. Una impaciente jovencita me propone compartir un taxi pero el instinto me dice que no valía la pena; además mi vuelo saldría por la mañana, con lo que el apuro no tenía sentido. De nuevo al tren, donde me recomiendan que me vaya de largo hasta Waterloo y de ahí tome el metro, conocido en Londres como el tube. OK, no parece una mala fórmula. Finalmente, nadie está controlando nada, las puertas automáticas de los andenes están abiertas, todo indica una consciencia de la situación que es acompañada por poquísimo tráfico, con no más de cincuenta pasajeros desembarcando en Waterloo (la estación de tren de llegada de estos particulares servicios).

Claro, la nieve no solo afecta a las pistas y los aeropuertos, también lo hace al viejo, chirriante y carísimo tube londinense. La línea que llega hasta Heathrow no tiene servicio por inundación o algo así. Nada fuera de lo común, puesto que la infraestructura londinense es la más antigua de la era industrial, y no importa cuantas renovaciones hagas, hay cosas que tienen 150 años y que ya están tan viejas que cualquier cosa las hace descalabrarse. Chau. A arrastrar maletas hacia otras estaciones para llegar a Paddington, de donde sale el rápido pero carísimo Heathrow Express: 18 libras esterlinas para 15 minutos de viaje...

Ahí recién aparece la verdad cruda y dura, en la forma de una pantalla de información de vuelos, clara y distinta y al mismo tiempo cruel: el vuelo IB 3165 de Iberia, programado para el domingo por la mañana, ha sido cancelado. Llamo a la aerolínea, a su número de 20 peniques el minuto, y tras cuatro libras (saquen la cuenta de cuánto tiempo de espera) tiro la toalla. Ahora hay que enfrentar el destino.

¿Regresar a Winchester? Al menos hay un cuarto de hotel, aunque no sé si la gracia de idas y venidas a 50 libras en total me la reembolsarán, y no sé si lograré finalmente hablar con alguien en Iberia desde ahí.

¿Buscar asilo en Londres? No es tan fácil, mis amistades no están necesariamente preparadas para la llegada, a las 10 de la noche, de un peruano sin techo.

¿Un hotel? Ni de vainas, no cerca a Paddington al menos, donde un hotel pasable arranca en 150 libras la noche.

¿Ir a Heathrow? Al menos habrá certeza, y al menos se podrá intentar forzar una salida, en el caso milagroso que haya alguna salida de Londres...

Dado el lugar donde me encuentro, considero por un instante si queda actuar como nuestro compatriota más famoso en Inglaterra y esperar que alguna buena familia inglesa recoja al inmigrante peruano desvalido y lo invite a formar parte de su hogar. Pero algo me dice que that ship has sailed, a while ago...

De nuevo, algo desde atrás de mi mente me sugiere ir y experimentar la situación.

Compro algo de comer, porque quién sabe si habrá algo parecido en Heathrow. Me acomodo en el tren, que es limpio, cómodo y eficiente, mientras algo me dice que esos son tres valores del capitalismo contemporáneo de los cuales he de ir despidiéndome por el resto de la noche. Me aviento pues a la aventura. Pienso en lo que vendrá y me preparo para lo peor, incluso para que me regresen del aeropuerto.

(continuará)

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