sábado, 10 de julio de 2010

Al final del Mundial...

Como espectáculo global, el Mundial es una fiesta y es un testimonio. Sirve para entender cómo nos vemos, cómo vemos al resto del mundo, y también lo banal que puede convertirse nuestra conversación cuando no encontramos cómo llenarla.

La atención a Larissa Riquelme sirve como ejemplo perfecto: obligados a hablar y hablar y hablar del Mundial, terminamos dedicándole tiempo a una banalidad de una señorita hecha a bisturí y química antes que a entrar al detalle táctico y a la riqueza histórica del esfuerzo paraguayo. Supongo que es mucho pedir encontrar razones de la terquedad, entrega y incapacidad de rendirse de los guaraníes en su historia de imperiosa pasión por la libertad, en su vocación por el heroísmo desesperado. Es más fácil hablar de tonterías. Lo primero demanda más tiempo y más espacio; el Mundial es el aquí y el ahora, y las páginas que llenar. Igual, se puede escribir cosas brillantes, sobre el futbol mismo y sobre lo que significa.

Lo malo es que nos perdemos una oportunidad de especular, jugar con ideas y discutir de cosas interesantes. Sin duda un giro profundamente intelectual, pero finalmente el futbol es un reflejo de la realidad y de la historia y las sociedades de donde sale. Los fracasos de nuestro futbol son más el resultado de nuestros problemas sociales y políticos que de los jugadores, o los dirigentes o los entrenadores. La confusión que lleva a que todavía se condene a Manuel Burga por viajar "con la plata de todos" es un buen ejemplo: sin duda un mal dirigente, pero la FPF es un ente privado y la FIFA también. En estos tiempos de agentes globales no nacionales, cuesta algo de trabajo disociar nuestros intereses de la gestión de transnacionales sin control de nadie.

Pero sí creo que el futbol merece tiempo y energía, no solo como interés intelectual sino como entretenimiento, mágico, maravilloso, como ventana a un mundo que puede ser perfecto. El Mundial es una delicia por eso, por ser vitrina del planeta y porque nos permite entusiasmarnos con una inmensa banalidad por un mes. Además, porque es imposible no celebrar el esplendor atlético que nos ofrece, en su gran diversidad y en su encantadora simplicidad. Solo en el Mundial podemos ver a un pata con facha de empleado público como Iniesta llegar tan alto, y fracasar a un arbolito de Navidad como Cristiano Ronaldo. Justicia poética, más o menos.

Finalmente: el Mundial termina mañana con un partido que promete ser cuando menos interesante. España ha mostrado ser un equipo tácticamente impecable, que sabe aprovechar al máximo las virtudes de sus jugadores y que ha creado un estilo que le resulta fácil y al mismo tiempo implacable. Por eso lo más probable es que campeone; encima, el pulpo Paul les ha dado su bendición.

Pero eso no me impide que desee el triunfo de Holanda. No solo porque el país me gusta, porque me guste el tabaco holandés, o su civilizada manera de convivir, sus tradiciones burguesas, su arte, sus hazañas navales. Todo eso me gusta. Pero en el futbol hay mejores razones para gustar de Holanda, a pesar incluso de esta selección que resulta menos interesante que anteriores Oranje.

Le voy a Holanda porque si a una selección le debemos el mejor futbol que se juega en la actualidad, es a la Naranja Mecánica del 74. Esa fue la última vez que una selección cambió el rumbo del futbol, cuando dejaron de jugarse posiciones fijas y todo el equipo comenzó a moverse y a cambiar de lugares según fuera conveniente. Encarnando el espíritu de los tiempos como probablemente ningún otro equipo lo ha hecho, esa Naranja Mecánica jugaba con el desparpajo y la aparente dejadez propia de comienzos de los setenta; todos los jugadores parecían haber estado fumando tronchos hasta diez minutos antes del inicio del partido, usaban cadenas, pelo largo, eran flacos y desaliñados, viajaban con sus esposas (lo que quiere decir que había sexo en pleno campeonato, ¡horror!), pero sobre todo jugaban como los dioses. La demolición de Argentina y la pateadura con los brasileros siguen siendo ejemplos espectaculares de lo que eran capaces.

Pero no campeonaron. Fueron soberbios, confiados, se dejaron llevar por su propia excepcionalidad y terminaron siendo derrotados por un gran equipo, con grandes jugadores, pero finalmente estándar, como la Alemania del 74. Esto hizo que se produjera una pequeña injusticia: de los realmente grandes de la era televisiva del futbol, de esos jugadores que hasta hoy son leyendas y que además podemos volver a ver, solo Cruyff no logró ser campeón del mundo.

Es una suerte de pago de una deuda histórica, aunque Sneijder no sea Cruyff, Robben no sea Neeskens, van Bommel no se le acerque al tobillo a Van Hanegem, y Heitinga no sea ni el dibujo de un niño de cinco años de ese gigante que fue Ruud Krol. Ellos que debieron ser campeones, están siendo representados por estos, que son buenos pero que no asombran.

España, a pesar de sus virtudes actuales, es la realidad del aquí y el ahora. Holanda es eso y además un pasado espectacular, y las buenas tradiciones hay que rescatarlas, y la grandeza siempre debe ser reconocida. Por eso, les voy. Por eso, mañana, solo queda gritar ORANJE!
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