lunes, 12 de marzo de 2012

Wikileaks:

(republico un artículo para ideele de febrero de 2011)

En su libro del 2009 Texting, the Gr8 Deb8, David Crystal se divierte demostrando que la gran mayoría de prácticas y estilos que se usan en el texteo o envío de mensajes de textos por teléfonos móviles no es más que la reutilización de formas de escritura que tienen tantos años como la escritura misma. Los griegos usaban abreviaturas comparables a nuestros “omg”, “wtf” o “lol”. Nos escandalizamos, sorprendemos o entusiasmamos con estas prácticas según nuestra particular manera de ver el mundo, y según nuestra particular pérdida de perspectiva sobre la historia de la cultura y la escritura.

Algo parecido ocurre con Wikileaks. Sin negar que hay diferencias de escala tanto en el alcance de las fugas como en la cantidad de material disponible, ni las filtraciones de documentos secretos son novedad (pensemos en los Pentagon Papers) ni tampoco nuevas en lo digital (pensemos en Cryptome, que tiene más de 10 años haciendo esto). La diferencia de fondo es la intención clara de crear un discurso político alrededor de la actividad de Wikileaks, que además coincide con un resurgimiento de las actitudes más conservadoras en la política de los Estados Unidos como para hacer un estilo de opuestos casi perfecto.

Wikileaks enarbola una posición que podríamos llamar hackerismo ultra. La posición de los hackers, los especialistas en informática que están tras movimientos como el FLOSS y la lucha contra el exceso en las leyes de derechos de autor, suele resumirse en el dictum “la información quiere ser libre”. Dadas las condiciones técnicas indispensables, la información puede estar a disposición de cualquier persona medianamente entrenada, y por ello debería estarlo. Aunada a una posición libertaria que asume que los Estados buscan opacidad para negar libertades individuales, los hackers normalmente luchan por la mayor transparencia, desde el código informático libre hasta la información gubernamental libre. Wikileaks lleva esta posición a ultranza y además asume una actitud relativamente común en los extremismos: pureza, absoluta e indiscutible certeza moral. Lo que hacen está no solo bien, sino que es indispensable para el bien común; y oponerse está mal.

Podemos estar de acuerdo o no con los fines y propósitos de Wikileaks, pero el resultado puede ser positivo como no. Varias revelaciones de esta organización han sido positivas, otras no tanto, otras son fundamentalmente banales. Lo más significativo es el discurso público, que ha convertido a Wikileaks en un actor esencial en la búsqueda de transparencia y en la defensa de libertades, con la cuota de ambigüedad o generalidad política que permite lecturas desde cualquier ángulo. Digamos que, sin importar el propósito final de Wikileaks, su posición es lo suficientemente útil para otros discursos como para que sea acogida con mucho entusiasmo: los periodistas que se postulan como defensores de la verdad pueden verse reflejados en la actitud desenfadada y contestataria de Wikileaks; los libertarios puros la ven como una ruta clara hacia sus ideales; los izquierdistas irredentos contemplan un arma potencial más en el avance hacia la destrucción del capitalismo bajo sus propias contradicciones.

Frente a esto, el Estado se ve agredido, porque si bien las revelaciones no llegan a una escala de cataclismo político, sí afectan la integridad de la función estatal. Digamos que el privilegio del secreto, en sus distintas escalas, es casi irrenunciable para un Estado moderno. Digamos también que este secreto, casi una derivación conceptual del principio del monopolio de la fuerza, es efectivamente central a la marcha de ciertas actividades estatales, si bien para otras puede ser contraproducente: un diplomático negociando un tratado necesita ser franco y directo, sin miedo a ser despedido por su opinión poco, precisamente, diplomática; un congresista que se encierra clandestinamente con cabilderos está influyendo oscuramente en esa misma negociación. Pero precisamente por esa noción de integridad, al Estado le gusta que no le digan desde afuera qué debe y qué no debe revelar. Peor todavía cuando la revelación es decidida unilateralmente por un grupo de personas que ni siquiera son ciudadanos del Estado-Nación al que afecta esta transparencia.

La Internet existe en parte por este sistema global, que ha permitido que invenciones de origen local se distribuyan por todo el mundo, a través de la acción de conglomerados de telecomunicaciones, mediáticos e informáticos. Wikileaks, como también Avaaz, o antes Greenpeace, entre otros, aprovecha esta infraestructura para proponernoEntonces, Wikileaks nos muestra un escenario fascinante: en un mundo todavía organizado por Estados-Nación, pero cada vez más articulado alrededor de sofisticadas redes económicas, sociales y simbólicas, bajo el control de actores transnacionales, aparece un conjunto de personas altamente conectadas que traslada un ideario al accionar público, y lo ejecuta a escala global. Si bien sabemos que hay un sistema global de comercio, de finanzas, de intercambios en general, este sistema normalmente existe porque los Estados-Nación le dan su anuencia y permiten que funcione: en efecto, ceden su soberanía en aras de un sistema que trae, supuestamente, mayores beneficios que los que un Estado-Nación puede proveer.

Wikileaks no cambiará el mundo, pero sí lo hará mucho más entretenido.

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